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25 de agosto, 7:23

¡Papá! ¡Papi! ¡Despierta!

—¿Eh?

Era Ripley, gimiendo. Tenía sangre en las palmas de las manos.

—¡Bart está muerto, papá! ¡Alguien ha matado a Bart!

Thomas se pasó una mano por la cara, salió trabajosamente de su saco de dormir y se puso en pie, alerta y todavía dormido al mismo tiempo. ¿Qué estaba pasando?

Bart parecía imposiblemente negro, desplomado sobre el césped, gris por el rocío, entre el jardín y la tienda de los niños, tan negro que Thomas no se percató de que la humedad que apelmazaba su pelo era sangre, hasta que se miró las yemas de los dedos. Tenía los ojos castaños como nublados, y abiertos. La lengua flácida sobre la hierba.

Ripley estaba llorando, cogiéndose las mejillas con las manos.

—¡Bart! —gritó.

Un terror como no había sentido jamás le atenazó a Thomas la garganta.

—Cariño —dijo con toda la calma que pudo—, ¿dónde está Frankie?

—No lo sé.

Las palabras de su hija lo golpearon como un martillo. Se puso en pie, sintiendo un burbujeo en el estómago y las extremidades tan ligeras como si fueran de espuma de poliestireno. «Es sólo adrenalina», pensó.

Se encaminó hacia la tienda de campaña gritando:

—¡Frankie!

Abrió la puerta de un tirón. Sólo sacos de dormir revueltos en una penumbra naranja.

Corrió a la casa y abrió las puertas del patio gritando:

—¡Frankie!

La casa tenía una quietud como cuando te encuentras una nevada al volver a ella tras un largo viaje.

Corrió al piso de arriba con la esperanza de que Frankie se hubiera arrastrado hasta su cama. Nada.

—¡Frankie! —gritó.

Trató de reírse, de decirse que a veces a Frankie le gustaba esconderse.

—¡Esto no es divertido, hijo!

Corrió escaleras abajo y por la planta baja hasta el sótano.

—¡Frankie! ¡Por el amor de Dios… esto no es divertido!

Buscó en el sótano. Nada.

Cruzó a la carrera la puerta principal, buscó desesperadamente entre los matorrales, gritando:

—¡Frankie!

—¡Papá! —oyó. El corazón se le detuvo.

—¿Dónde estás, hijo? —gruñó.

—¡Papá! —de nuevo, ¡desde el jardín de atrás!

Rodeó la casa corriendo, sonriendo entre lágrimas, aunque lo sabía.

«Pequeño cabrón…».

Saltó la puerta del camino de entrada, dobló la esquina y vio a Ripley todavía junto a la forma inerte de Bart. De alguna manera, parecía que había sabido desde el principio que era ella quien le gritaba.

—¡Papá, tengo miedo! —berreó.

Thomas se arrodilló ante ella, trató de abrazarla suavemente, pero sus manos se agitaban con demasiada violencia.

—Shhh, cariño… —siseó.

—¿Dónde está Frankie, papá? ¿Adónde ha ido?

Thomas se puso en pie y se apretó las palmas de las manos contra la frente.

«Esto-no-está-pasando-esto-no-está-pasando…».

—¡FRANKIE! —aulló.

No pudo seguir en pie. Cayó de rodillas.

Oyó a Ripley llorando, sintió que Mia le agitaba los hombros, aunque le costó reconocer su cara.

«Frankie…». Neil tenía a su hijo.