24 de agosto, 20:55
¿Por qué tenía que irse papá?
El colchón de aire que había debajo de él estaba frío y tembloroso, inseguro como su vientre.
—¿Por qué tenía que irse papá? —le preguntó a Ripley.
—Ya te lo he dicho —fue su respuesta, haciendo pucheros—. No hay sitio, Frankie. Papá es demasiado grande para la tienda.
—Hay sitio —dijo Frankie con una vocecita.
—Decías que querías dormir aquí solo.
—No.
Ripley golpeó los brazos contra el saco de dormir, frustrada.
—Síiii, te he oído, Frankie. Ahora duerme.
—Pero he cambiado de opinión, Ripley.
—¡Frankie!
—¿Por qué?
Como Ripley se negó a responder, se alejó de su hermana dándose la vuelta, con los ojos como platos, fijos en las sombras arrojadas por las luces que bailoteaban en el techo. El aire olía al frescor de finales de verano. Pronto iría a la guardería. Pero el exterior era oscuro, grande y hueco, lleno de grandes nadas y de cosas terribles. Oyó a un perro ladrando en la distancia. Parecía enfadado.
—¿Dónde está Bart?
—Dentro —respondió Ripley con un tono peligroso en la voz.
Ripley se creía muy mayor. Pero pronto sería más mayor, y nadie le diría lo que tenía que hacer, y rescataría a niños pequeños de maizales peligrosos y balas trampa y dinosaurios. Hasta los psicópatas le tendrían miedo. La semana anterior, Mia se había quedado dormido mientras esperaba que papá fuera a recogerlos, y Ripley y él habían visto un programa sobre psicópatas, un programa muy chulo. Hasta habían visto fotografías de la escena del crimen, con sangre colgando como espaguetis de las paredes. «Psicos», los había llamado Ripley. Eran hombres malos, muy malos, como el tío Cass.
Frankie se rio para sí y dijo:
—¡Psicos! —Le gustaba esa palabra, decidió—. ¡Psicos! —dijo de nuevo entre dientes—. ¡Psicos!
Le pareció oír un tintineo al otro lado del nailon y tuvo miedo de nuevo. ¿Y si era un psico? Tragó saliva pensando en lo grande y vacío y oscuro que era el exterior. Podía haber un psico en cualquier parte, y Frankie no podía saberlo. ¿Cómo iba a saberlo si no se veía nada? Quizá era eso lo que provocaba los ladridos del perro, un psico escondido en el agujero que había entre edificios, esperando a convertir a alguien en un espagueti.
—Quiero ver a Bart —dijo. Papá decía que Bart tenía sentidos sobrenaturales.
—¡Deja de lloriquear! —dijo Ripley como una pequeña mamá.
—No eres mi mamá —murmuró él.
Entonces lo oyó. El sonido de pies deslizándose por la hierba cubierta de rocío. Shhhh, shhhhh…
—¡Ripley! —dijo él entre dientes.
—Lo oigo —dijo ella, con una vocecita tan pequeña como la de él.
Shhhh, shhhh…
Se volvió hacia la cara horrorizada de su hermana. La linterna estaba entre ellos, iluminando su cara desde abajo. Antes, Ripley se había puesto la linterna debajo de la barbilla y había intentado poner caras que dieran miedo. Frankie sólo se había reído. Ahora ella parecía tener más miedo que cualquier cara del mundo.
—No quiero ser un espagueti —murmuró Frankie—. Ripleeeeey…
Oyeron un ruido procedente de la parte superior de su tienda de campaña. Ripley cogió la linterna con las dos manos y apuntó hacia el sonido.
Algo puntiagudo estaba penetrando en el nailon naranja.
Frankie no podía respirar. Quería gritar, pero algo le mantenía la boca cerrada.
Otro ruido. Ripley tiró la linterna hacia la entrada.
Al otro lado de la pantalla mosquitera todo estaba negro. La cremallera empezó a bajar, un diente reluciente tras otro.
Clic, clic…
Ripley gritó. La cremallera llegó abajo.
Algo oscuro explotó a la luz. Frankie sintió una mano de hierro cogiéndole el estómago.
—¡SOY UN OSO! —clamó una voz, y la cara sonriente de papá apareció a la luz. Sus dedos despiadados hacían cosquillas y más cosquillas. Tanto Frankie como Ripley gritaron de placer entre risas.
Pese a sus numerosas preocupaciones, Thomas estuvo con sus hijos, bromeando y jugando, hasta que se quedaron dormidos. Después, encendió la linterna en lo alto para que hubiera un poco más que un anillo de luz en el suelo y cuidadosamente salió de la tienda.
—Aaaar —gruñó en voz baja cuando hubo bajado la cremallera, haciendo una mueca que le pareció divertida porque supo que sus hijos se habrían reído de haberla visto. Se encaminó hacia el jardín de atrás y se sentó.
Sacó una cerveza de la neverita, la abrió y después contempló la oscura extensión de su jardín: la débil verja, el arce solitario, el columpio de los niños, el espacio en el que Nora y él habían planeado poner una piscina. Se sentía triste y orgulloso al mismo tiempo, como imaginaba que les sucedía a los hombres cuando evalúan los recursos de sus modestos reinos.
Era raro: esa palabra, «mío», con mucha frecuencia despertaba vergüenza al unirla a las cosas.
«Ese cobertizo es mío —pensó, dando un sorbo—. Cobertizo de perdedor… mío». El significado de los pequeños traumas de infancia había sido casi descartado en los círculos psicológicos. Los niños eran unos pequeños cabrones valientes, creían ahora quienes sabían del tema, casi totalmente a prueba de padres idiotas. Sólo los genes, los caprichos de la socialización con otros niños o la extrema incompetencia de sus padres podía acabar con ello. Todo lo demás, sostenían los expertos, se les olvidaba al día siguiente.
Thomas no estaba de acuerdo. Los pequeños traumas vivían como arañas en las grietas emocionales de la madurez, apoderándose de lo que podían y dejando el resto a los depredadores más grandes. Sus padres eran pobres y alcohólicos, pero sus amigos en la escuela procedían de hogares relativamente acomodados. Había crecido avergonzado de su fiambrera promocional de una película del año anterior, de su ropa de Wal Mart, de su manzana golpeada en lugar de un bollo Twinkie. Había crecido callando durante la hora de comer.
Ahora la vergüenza manchaba todo lo que poseía. Todo lo «mío».
Pero, como diría Mia, en eso consistía la libertad económica. En la vergüenza.
«Pero esos niños…», pensó. Eran otra historia.
Sentía un orgullo que rompía el corazón.
Se frotó los ojos y saltó cuando vislumbró la sombra que flotaba en la parte trasera de su casa.
—¿Quién coño…?
—Soy yo —gritó Mia alzando una cerveza—. Quería tomar una copa contigo.
—Joder, Mia —dijo Thomas con un jadeo.
—¿Nos asustamos fácilmente, eh?
—Shhh —dijo Thomas, señalando la tienda de campaña que había en mitad del jardín—. Los niños se acaban de dormir.
Mia asintió y se rio.
—Llevan días sin parar de hablar de esta gran expedición.
—Se lo prometí antes de que todo se fuera a la mierda la semana pasada. —Parte de él todavía lamentaba haber cedido ante su incesante presión. Gracias al divorcio, se trataba de una paradoja de la condición de padre que Thomas conocía bien: era complicado no ser indulgente en tiempos de crisis familiar, y todavía más complicado no ser severo—. He pensado que con toda esta locura sería una buena distracción.
Mia asintió.
—¿Sabes algo nuevo de Nora?
Thomas hizo una mueca.
—Se niega a hablar. Sigue entre barrotes.
La pesadilla puesta en marcha por la visita de Neil había experimentado un par de giros surrealistas en los días siguientes, y el encarcelamiento de Nora había sido el más duro de ellos. Pensar en ello le despertaba una sensación de incredulidad similar a la que había sentido cuando cayeron las Iones Gemelas, la sensación de que alguien había cambiado el rollo de película en la Gran Sala de Proyección y que ahora las imágenes generadas por ordenador y las correcciones del productor se habían desbocado en el mundo real.
Nora se negaba a creer que Neil tuviera algo que ver con lo que estaba sucediendo.
Lo quería.
«Neil y Nora».
—Pobre muchacha —dijo Mia imitando el tono cinematográfico de Frankie. Había estado totalmente del lado de Thomas desde que éste le había hablado de lo de ella con Neil.
—Siento pena por ella —reconoció Thomas.
—No deberías. Es una zorra que te clavó un puñal por la espalda.
Thomas sonrió recordando una vieja diatriba de Mia sobre los «epitafios honestos».
—Creía que querías que grabaran algo parecido a eso en tu lápida…
—¿Y?
—No tires piedras…
—Aunque vivas en Israel… Ya, ya, soy un hipócrita. De todos modos, he cambiado de opinión sobre mi epitafio.
—¿Ahora cuál quieres?
Con las manos dibujó un marco.
—«No ha sido tan divertido».
Thomas se rio, aunque algo en esa broma lo repelió levemente, como ver bastoncillos para las orejas en la basura del vecino.
—Eres un capullo.
Una sonrisa resquebrajó la mirada inexpresiva de Mia.
—Hablando de follar —dijo—, ¿qué tal con la agente especial Samantha Logan?
Thomas soltó una risotada. Oír su nombre le hacía cosquillas.
—Acaba de volver de Nashville. Al parecer, un telepredicador llamado Jackie Forrest desapareció hace unos días.
Al tener noticia del secuestro de Jackie Forrest, Thomas había bajado al sótano para buscar en sus cajas de libros, donde guardaba todos los aspirantes a libros de texto que le mandaban las editoriales académicas y todo lo que había sido demasiado vago para tirar. Encontró el libro con relativa rapidez: era difícil de pasar por alto, no sólo por su lomo estridente y repujado en oro, sino porque por azar había acabado al lado de un ejemplar de su propio libro, A través del cerebro oscuro. Las coincidencias podían ser muy crueles.
Se titulaba El nuevo héroe: por qué el humanismo es un pecado, de Jackie Forrest, una vieja reliquia del breve flirteo de Nora con el fundamentalismo. Todavía recordaba la oleada de alivio cuando ella le anunció su regreso al agnosticismo. En ese momento, Thomas había creído que le había mostrado lo débil que era la luz de Jesús al lado de la luz de la razón, pero ahora imaginaba que su relación con Neil había sido el factor decisivo. Por lo que respectaba a su alma inmortal, Nora había decidido pecar follando.
—¿Creen que tiene algo que ver con Neil? —preguntó Mia.
—Parece que sí. Jackie Forrest encaja en el perfil. Un capullo medio famoso.
Mia negó con la cabeza. En el momento de silencio que siguió, Thomas imaginó que estaba pensando o en el predicador gritando en algún lúgubre sótano o que, como él, trataba de no hacerlo. A pesar de la orden judicial de la agente Atta, Thomas había seguido contándole los detalles a medida que se conocían. Mia no era simplemente entrometido, era incansablemente entrometido, y con esa curiosidad de sólo-quiero-lo-mejor-para-ti era totalmente irresistible. Thomas le contaba invariablemente todo sobre todo, y se sentía mejor después de hacerlo. Mia era perspicaz y, lo que quizá fuera más importante, no le importaba dar su opinión sincera.
Pero esa cosa del Apocalipsis Semántico de Neil… A veces hasta Mia parecía lamentarlo. «Cuando me dijiste que se había convertido en un psicópata —había reconocido dos días antes—, pensé en sangre, cuchillos y tetas en la ducha. No en esto. Esto está más allá de la diferencia entre cordura y locura». Su Vecino Número Uno se había adentrado en el territorio en el que la curiosidad mató al gato, y lo sabía.
Mia se aclaró la voz.
—¿Le has regalado ya a Sam una peluca pelirroja? —Una manera patosa de cambiar de tema, pensó Thomas, pero bienvenida.
—¿Cómo?
—Sí… Para que sea como la agente Scully.
—A ti también te pone, ¿eh?
—Mucho —dijo Mia, más cómodo hablando de eso—. Si no fuera por Fox Mulder, podría ser hetero. Tú y yo estaríamos aquí hablando de tías y fútbol.
Thomas se rio.
—¿Acaso no estamos hablando de tías?
—Es un privilegio crecer en una casa bilingüe.
—Bueno, para responder a tu pregunta, no, todavía no le he comprado una peluca pelirroja. Lleva pistola, imagínate.
—Probablemente sea lo mejor. De todos modos, no está tan buena como la agente Scully.
—Disculpa…
—No tiene ese aire de mi-vida-es-triste-échame-un-polvo.
Thomas se rio a carcajadas, después se contuvo al recordar a los niños.
—Shhh —dijo Mia riéndose.
—A veces —dijo Thomas entre risas— hablar contigo es como fumarse un porro.
Mia lo había hecho muchas veces antes, especialmente durante los días más sombríos de su divorcio: distraerlo de sus preocupaciones, recordarle cómo era reír. Thomas sacó dos cervezas más de su neverita y le dio una a su Vecino Número Uno.
—Así que te ponía el tipo ese… El que interpretaba a Fox. ¿David Duchovny?
—¿A quién no? —respondió Mia—. ¿Por qué lo preguntas?
—Todas las chicas de Princeton babeaban con Neil porque creían que se parecía a él.
«¿No parabas de follar, eh, Neil?». Mia dudó, no quería entrar en un terreno potencialmente doloroso. O al menos eso imaginó Thomas.
—Odio decirlo, pero el viejo Fox no le llega a Neil a la suela de los zapatos. ¿Recuerdas que Bill y yo siempre te pedíamos que lo invitaras a nadar?
Thomas sonrió.
—No tenéis piscina.
—A eso voy. Ese hombre tenía algo olímpico… —Mia se detuvo. Después, rápidamente, añadió—: Razón por la cual es un puto zumbado. Los tíos perfectos siempre lo son.
Era un terreno doloroso, pensó Thomas. Apartó la mirada al no hallar palabras.
Como siempre, Mia rellenó el vacío.
—Así que Sam está buena —dijo, simulando estar poniendo orden en su conversación—. A ambos os quema el vello púbico… No quiero que creas que soy un entrometido, pero su coche pasa más tiempo aparcado aquí que fuera. ¿La cosa va en serio?
Thomas contempló la tienda de campaña en la oscuridad e imaginó a sus hijos acurrucados como pequeñas larvas en el interior. Calientes. Seguros. Según Sam, la información recibida de la NSA indicaba que Neil estaba en algún lugar de Florida. Información incuestionable: algo sobre patrones de compra e imágenes de cámaras de seguridad. Atta y Gerard estaban en Florida, poniendo al día a las autoridades locales, mientras Sam seguía peinando Nueva Inglaterra en busca de pistas, entrevistando a la familia, viejos amigos, cosas así. Los datos biométricos de Neil habían sido introducidos en casi todas las redes de vídeo digital a tiempo real del país: aeropuertos, estaciones de tren, metros, incluso en peajes y sistemas de vigilancia de intersecciones urbanas. Lo que el FBI no tenía sobre el terreno quedaba más que compensado por los ojos que tenía en el cielo, o en el techo. No había nada de qué preocuparse, le había asegurado Sam.
Aunque podía imaginar a Neil haciendo cualquier cosa. Y aunque estuviera haciendo todo eso por sí mismo, Thomas era su espectador…
Y el espectador siempre se tenía que ocultar en la oscuridad, ¿no era así?
«Relájate». Se dio cuenta de que se había volcado más en los niños para demostrar que todo volvía a ser normal.
—No —dijo, incómodo de repente—. No va en serio.
Mia lo miró pensativamente.
—¿Por qué estás tan cohibido, Tom? Sé que no es por mí. Después de tantos años de hablar sobre nuestras relaciones, ¿qué hay que no hayamos comentado?
Mia tenía razón. ¿Dónde estaba el problema?
—Es sólo que… —Thomas dudó—. Es solo que todo parece tan… mierda, tan frágil.
Mia asintió.
—Como si mencionándolo lo volvieras real, y al volverlo real…
Thomas sonrió al reconocer su propio consejo.
—Es real —dijo—, no es perfecto, pero es real. —Thomas dio un trago nervioso—. Quiere que sea una parte activa del caso, no tienes ni idea. Lo discuto con ella, le doy los puntos de vista que puedo, pero sé que está muy decepcionada. A veces me preocupa que crea que soy un cobarde. Parece estúpido, ¿verdad? Pero ahí está Neil con esa furia asesina mutilando y torturando a gente inocente, hasta a niños, por el amor de Dios, y en lo único que pienso es… es…
«Nora».
Thomas se había quedado con la mirada fija en la cerveza. Se enfrentó a la mirada amistosa de Mia.
—Nunca antes me había sentido tan… derrotado, Mia. Durante todo este tiempo se ha estado follando a Nora, a mis espaldas. Durante todo este tiempo, me ha convertido en un idiota. Y en lugar de odiarlo, lo único que quiero es acurrucarme y convertirme en una pelotita. —Parpadeó, vio a Cynthia Powski, cubierta de sudor y jadeando entre orgasmos—. Pero a decir verdad, estoy aterrorizado. Más asustado de lo que lo he estado en mi vida.
—Yo también —dijo Mia—. Y sólo soy el vecino.
Thomas se dio cuenta de que no bromeaba. Los psicópatas eran cosa de películas, salaces noticias bomba y estudios clínicos, no de los barrios de Peekskill. La sociedad tenía un código para otras clases de amenazas, argumentos que daban a los vecinos una idea de su confort. Los hombres mataban a su exmujer y a sus hijos, pero respetaban la propiedad privada. Los gángsteres fugitivos huían de la ciudad a medianoche. Los terroristas se afeitaban la barba, se olvidaban de regar el césped, pero por lo demás trataban de pasar desapercibidos.
Los psicópatas eran algo totalmente distinto.
—Una verdadera mierda, ¿eh, Mia?
—Una mierda, amigo mío.
Thomas respiró hondo y rodeó la cerveza con los dedos.
—Mira, sé que no tengo ninguna razón para decirlo, pero no puedes contarle esto a nadie.
—¿Te refieres a lo tuyo con Sam? ¿O a Neil?
—Ninguna de las dos cosas.
Mia soltó una risotada.
—Me he preguntado por qué nada de esto ha salido en las noticias. Sólo el Quiropráctico, el Quiropráctico y más Quiropráctico.
—Neil estaba en la NSA. Ya te lo dije.
—¿Y por qué lo persigue el FBI?
—Porque es un asunto nacional.
Mia asintió desdeñosamente.
—Con toda esta locura, supongo que lo están buscando por todas partes.
Tiró la chapa de cerveza, que tintineó sobre las piedras del jardín.
—Eso me dicen.
Thomas siempre había medido sus amistades por los silencios que podían aceptar. Como compañeros de habitación, Neil y él se habían pasado horas juntos sin decir una palabra. Con Mia, los silencios entre bromas o preguntas u observaciones nunca eran tan largos, pero parecían más profundos, más indicativos, producto del aprecio común más que del aburrimiento o la distracción.
—¿Te he dicho alguna vez —dijo Mia después de dos o tres tragos contemplativos— que trabajé para el Departamento de Seguridad de la Patria?
Thomas casi se atragantó con la cerveza.
—Me estás tomando el pelo —dijo, pasándose la manga por la boca. Ese hombre guardaba más sorpresas que el bolsillo de un mago.
—Sólo contratos técnicos —dijo Mia contemplando la noche—. Cosas distintas, para la NSA, la CIA, incluso ayudé al FBI con algunos problemas.
Thomas se lo quedó mirando boquiabierto.
—Un marxista trabajando para la CIA.
—No olvides que también soy una vieja reinona —dijo Mia, arrastrando las palabras con coquetería—. Me he pasado la mayor parte de mi vida disimulando.
Risas, después otro largo pero cómodo silencio. Un millón de preguntas atestaban los pensamientos de Thomas, entre ellas por qué Mia nunca le había dicho que había trabajado para el Departamento de Seguridad Nacional. Pero conocía la respuesta. Adondequiera que miraras, la gente renunciaba a su derecho a decir esto o lo otro, especialmente si firmaba contratos con la empresa más poderosa de todas, el gobierno de Estados Unidos. Era una de esas cosas sobre las que los contertulios berreaban de vez en cuando, la Comercialización de la Libertad de Expresión, lo llamaban en ocasiones.
Cosas como ésa preocupaban de veras a Thomas, pero en el mismo sentido que las guerras con países que no había visitado. Era como la cuestión de la «Expresión Biométrica» con los empleados de los grandes almacenes: sí, la idea de tener ordenadores vigilando para que los dependientes y las cajeras sonrieran constantemente daba un poco de miedo, pero era agradable desde el punto de vista del consumidor. Hasta Thomas tenía que reconocer que comprar en Wal Mart era más agradable que hacerlo en Target.
Y, a decir verdad, era bonito vivir en un mundo en el que la gente mantenía la boca cerrada.
—Hasta ahora sólo hemos hablado de mí —dijo al fin Thomas—. ¿Qué me cuentas de Mia?
Era una vieja broma suya.
—Muy bien —dijo el Vecino Número Uno encogiéndose de hombros—. Bill y yo estamos muy bien. A los Bible les han pasado demasiadas cosas como para que lo nuestro parezca importante. —Se detuvo y frunció el entrecejo como si hubiera recordado algo triste y humorístico al mismo tiempo—. No me gusta reconocerlo, pero cuando tú y Nora os peleabais continuamente… —Se interrumpió con una expresión culpable.
Thomas negó con la cabeza riéndose entre dientes.
—Deberías sentirte fatal con más frecuencia —prosiguió Mia.
—¿Tan bien os iba?
—No, pero el sexo era genial.
Thomas gruñó. Aunque Mia le quitaba importancia al hecho de ser gay, la frecuencia con que se refería a ello le indicaba a Thomas que seguía habiendo cuestiones pendientes. No por primera vez, Thomas se preguntó hasta qué punto era sincero Mia. Sin duda, era bochornosamente franco sobre su relación con Bill, pero casi nunca mencionaba su pasado, su vida antes de mudarse a Nueva York. La audacia de sus revelaciones personales, parecía a veces, no era más que una sutil forma de despistar, como los gestos de la mano de un mago.
Quizá era eso lo que hizo que el silencio siguiente fuera quebradizo.
—Supongo que la semana que viene necesitarás que me quede con los niños —dijo Mia al fin.
Thomas suspiró.
—Ya encontraré una solución, Mia. Es sólo que…
—No te preocupes. La escuela empieza pronto. Además…
—¿Además, qué?
—Nunca creí que fuera a decir esto, pero… me encanta. —Apartó la mirada con una vergüenza poco propia de él—. Los quiero. Nunca me había visto como una figura paterna, ya sabes, me vestía de niña y todo eso, pero…
Miró a Thomas con una expresión de disculpa. A veces parecía que Mia se estuviera disculpando continuamente.
—Se acaban haciendo un hueco en tu corazón —dijo Thomas.
—En el corazón.
Thomas levantó su cerveza.
—Por ellos —dijo en voz baja, señalando con la cabeza la tienda de campaña en sombras.
El tintineo de las cervezas calentó la noche.
Cuando Mia se hubo marchado, Thomas sacó el colchón de aire y el saco de dormir al jardín. Había aceptado dejar que los niños durmieran en la tienda después de ceder ante una presión incesante. Pero, por supuesto, no iba a dejarlos solos, aunque el FBI hubiera localizado a Neil en Florida. Además, hacía muchísimo tiempo que no dormía bajo las estrellas. Y le gustaba la idea de hacer guardia junto a sus hijos.
Se quitó los zapatos de una patada y se metió en el saco con vaqueros y camisa. Se acurrucó para conservar el calor y se quedó mirando el gran cuenco del cielo nocturno. Las cosas parecían claras, el negro se abría entre puntos blancos, tanto que era difícil creer que estaban clausurando todos los telescopios terrestres porque los motores de los aviones cubrían de neblina la atmósfera superior. Parecía haber muchas estrellas.
Contempló y respiró. Pero por mucho que fijara la mirada en los cavernosos años luz, la sensación de asombro que buscaba lo eludía. En lugar de eso, todas las extrañas imágenes de la semana anterior se apiñaban en su cerebro. Vislumbres de Cynthia Powski se desvanecían en imágenes de la viuda Crema retorciéndose sobre la polla del reverendo del porno. Dedos toqueteando pezones. Cristal abriéndole la piel. Y más, y más… por mucho que parpadeara.
Abismo sobre abismo. La propagación psicológica estaba por encima de la cosmológica.
Gimió audiblemente, se frotó la cara con furia. ¿Qué le pasaba?
La respuesta fácil era que sufría alguna clase de suave desorden postraumático. El cerebro tenía dos formas de dejar de lado recuerdos de largo plazo: una vía de alta resolución y llena de detalles los procesaba por el córtex, y una vía de baja resolución, llena de emociones, los procesaba por la amígdala. Los acontecimientos traumáticos solían producir recuerdos de la segunda clase: era uno de los mecanismos de respuesta rápida del cerebro. El problema era que el sistema podía ser engañado fácilmente para que generara intensas reacciones emocionales ante situaciones inofensivas, razón por la que muchos veteranos de la guerra de Irak oían disparos en lugar de petardos, coches bomba en lugar de truenos. Por el bien del tiempo de reacción, sus cerebros no estaban asumiendo riesgos.
Pero ¿por qué le rondaba Cynthia Powski en los momentos más inesperados del día y no el horror de Peter Halasz comiéndose a una niña pequeña?
¿Era sólo porque era una estrella del porno?
La idea, sabía Thomas, no era tan ridícula como parecía. Para los hombres heterosexuales, el solo hecho de ver a una mujer atractiva encendía los sistemas de recompensa del cerebro. Las empresas de neuromárketing habían financiado cientos de estudios sobre los llamados «opiáceos endógenos», tratando de desenmarañar la alquimia de imágenes y la erección masculina, añadiendo una capa tras otra de refuerzo cultural a lo que era, en los mejores casos, una tendencia básica. Después estaba el desconcertante descubrimiento de los mecanismos neuronales dedicados a evaluar la vulnerabilidad sexual de las mujeres. O el famoso estudio que trazaba el mapa de los cerebros de hombres mientras veían la escena de la violación de Jodie Foster en Acusados, que sugería que les parecía aún más excitante que la pornografía normal. El ahora célebre titular de la revista Time, «¿SON TODOS LOS HOMBRES VIOLADORES?» todavía aparecía de vez en cuando en la prensa.
¿Era la imagen de una actriz porno cortándose con cristales para alcanzar el éxtasis una especie de narcótico visual? ¿Podía serlo? ¿Le había excitado de una forma oscura y primaria? El odio y el deseo, después de todo, eran varios cientos de millones de años más viejos que el amor mamífero.
Thomas maldijo y volvió a frotarse los ojos. Qué jodido animal era el ser humano. De arriba abajo.
El animal Thomas Bible en particular.
«Las estrellas —se reprendió—. Has salido aquí para disfrutar de las putas estrellas».
Eran preciosas, como motas en la luz de la mañana, cayendo para siempre en vastas agrupaciones gravitacionales.
«Mira las putas estrellas. Absorbe el asombro y la belleza…». «Respira».
«Absorbe…». Casi dio un salto cuando oyó que la puerta del patio tintineaba. Se maldijo cuando se dio cuenta de que se había olvidado de dejar salir a Bart.
Mia tenía razón. Era más que asustadizo. Era muy asustadizo.
—¿Por qué no podías recordarme que soy idiota antes de que entrara en calor? —dijo, tratando de salir de su saco de dormir. En la oscuridad, Bartender era poco más que una inmensa sonrisa imbécil. Thomas le rascó las orejas distraídamente y después volvió a su capullo de algodón y poliéster.
El corazón le martilleaba en los oídos.
«Tranquilízate. Todo está bien. Estás seguro». «Seguro». Buena parte de la llamada «enfermedad moderna» podía atribuirse a las diferencias entre el medio moderno y el medio de la Edad de Piedra, a los que el cerebro humano se había adaptado para prosperar. Lo que había sido ventajoso en comunidades muy interdependientes de doscientas almas se había convertido, en el mejor de los casos, en trivial, y en el peor, en un rasgo que amenazaba la especie. Cuando los alimentos grasientos ricos en energía eran escasos, anhelarlos era una señal de adaptación. Cuando el trabajo era imprescindible para la supervivencia, holgazanear era recuperativo. La mayoría de la gente vivía en una especie de Edad de Piedra virtual, construida por los medios, satisfaciendo sus ganas de sexo, chismorreo, violencia, simplicidad y certidumbre, halagos y competición, esas cosas que los humanos en pequeñas comunidades muy interdependientes necesitaban en la gran melé reproductiva llamada «evolución». Vivían en mundos que satisfacían y reflejaban sus debilidades, y que sólo de forma casual captaban la complejidad y la indiferencia de la realidad. Disneylandias. Y como la ignorancia era invisible (Neil repetía que hacer la ignorancia invisible era la idea que Dios tenía de un chiste) creían que lo veían más o menos todo.
No era sorprendente, pues, pensó Thomas, que los seres humanos fueran tan asustadizos, tan arrogantes, tan defensivos. No era sorprendente que Internet, que se suponía que tenía que echar abajo las puertas de las visiones estrechas y parroquianas del mundo se hubiera convertido en un simple supermercado de intolerancias, un lugar en el que cualquier odio o esperanza podían encontrar una falsa explicación. Para el cerebro humano era como vivir en un mundo esquizofrénico, un paraíso de la abundancia en el que en cualquier momento iba a suceder algo muy malo.
En cierto sentido, eso era la cultura popular, una prótesis moderna, enfocada al mercado, del cerebro paleolítico. ¿Cómo no iba a ser seducida una sociedad así por un psicópata? Por Neil.
Merodeando en cada sombra, siguiendo a las mujeres desde la tienda de comida, secuestrando niñas por la ventana de su dormitorio, recogiendo a autostopistas, vigilando prostitutas a través de cristales tintados…
Eso era malo para una aldea de doscientas personas de la Edad de Piedra. Algo muy peligroso.
Haciendo las reglas a medida que avanzaban. Sin que nada importe una mierda ni mirar atrás. Y por supuesto, follando, con «F» mayúscula.
En una Disneylandia de 9000 millones, pocas cosas podían ser tan atractivas.
Para el profesor Skeat, los psicópatas eran nada menos que jinetes del Apocalipsis. La cultura contemporánea había asimilado que los acontecimientos naturales carecían de significado, el hecho de que eran indiferentes a los humanos. Unos cuantos idiotas testarudos seguían blandiendo sus puños ante Dios, pero la mayoría se limitaba a encogerse de hombros. La mayoría sabía lo que sucedía, por muy ardientemente que rezara. Lo que hacía a los psicópatas inasimilables, decía Skeat, lo que llevaba a la sociedad a diluirlos bajo una capa tras otra de perlas cinematográficas y textuales, era su carácter de humanos indiferentes a todo lo humano. Eran desastres naturales personificados.
Eran gnosis andantes, conocimiento secreto, una expresión de la nihilista verdad de la existencia. Y ésa, insistía Skeat, era la razón por la que los psicópatas eran los únicos hombres santos, los únicos avatares reales que le quedaban a la humanidad.
Thomas se preguntó qué pensaría ahora el profesor Skeat de Neil. Alumno estrella. Prodigio.
Un profeta del testamento más viejo de todos.
Tantas estrellas…
Le recordaron a Thomas el loco seminario de Neil en la clase de Skeat. En lugar de presentar algo suyo, Neil se vistió de Hombre de Rosa y cantó la «canción de la donación de órganos» de Eric Idle, de la película de Monty Python El sentido de la vida. Toda la clase, incluido el viejo Skeat, se había reído a carcajadas. Pero Skeat no iba a permitir que Neil se saliera con su baladronada. Después, le exigió que explicara el significado de la canción.
Neil asintió, sonrió con un aire disoluto y dijo:
—Todos vivimos en un mundo en el que preguntar el sentido de la vida se ha convertido en una broma. Ya no es sólo la respuesta lo que se nos escapa. También hemos perdido la pregunta.
El hijo de puta recibió la nota más alta, por supuesto.
Mirando las estrellas, Thomas recitó silenciosamente la letra: ¿cómo iba a olvidarla después de todos esos ensayos borrachos? Y le pareció sentir que la tierra flotaba debajo de él, girando bajo la luz de un incesante holocausto nuclear… Un sol. Una estrella.
Un gránulo de luz vagando en un vacío infinito.