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17 de agosto, 6:05

El amor es testarudo. Dos años después de divorciarse y seguía soñando con ella… Nora. Tan esbelta como el aire que se inhala… iluminada por la luz de todos esos ojos que la miran. Había sido el día de Nora —su día, ante todo—, y Thomas se lo había apropiado, dándoselo por entero a ella. La música atronó. La pista rebosaba de sonrisas y gestos grandilocuentes y huecos. El abuelo de Carolina del Norte daba la mano como si estuviera en el musical Sunday. Los primos de California cautivaban a las mujeres con sus movimientos de la MTV. La tía de ¿Quiere adelgazar? Pregúnteme cómo adoptaba alguna que otra pose de la revista Cosmopolitan. Los espectadores se reían y aplaudían, miraban incesantemente las pequeñas pantallas que tenían en la palma de la mano. Contemplándolo todo desde el bar, Thomas les observó. Sonrió triunfante cuando su padrino, Neil, emergió de entre el jolgorio para unirse a él. Parecía un actor, pensó Thomas, de ojos oscuros y errático, como Montgomery Clift celebrando el fin del mundo.

—¡Bienvenido! —gritó Neil en un tono pensado para hacerse oír entre tanto júbilo—. ¡Bienvenido a Disneylandia, viejo amigo!

Thomas asintió como hace la gente cuando sus amigos dicen algo inapropiado, una especie de afirmación refleja, la barbilla aquí, los ojos allí. Neil nunca podía dejar las cosas como estaban. Eso era lo que hacía que Neil fuera extraordinario, se dijo Thomas.

—Déjalo ya —dijo.

Neil abrió las manos, como si quisiera señalarlo todo en todas dilecciones.

—Venga ya. Lo ves tan claramente como yo. Cortejo. Matrimonio. Reproducción… —Sonrió de un modo que era al mismo tiempo festivo y conspirativo. Ningún hombre del mundo podía tener una sonrisa tan compleja—. Todo esto es parte del programa, profesor Biblia.

¿Qué coño le pasaba?

—Neil…

—¿No tienes una respuesta, eh?

Thomas vio a Nora caminando hacia ellos, riéndose del chiste de un tío, estrechando viejas manos. Siempre había sido hermosa, pero ahora, con toda aquella pompa y atención, parecía inaccesible, etérea, una visión que se desnudaría para él y sólo para él. Se volvió para fruncirle el entrecejo a su amigo, para decirle que ella era su respuesta.

Esa era su conclusión.

—Ha llegado el momento de crecer, ¿no crees? De dejar atrás la Discusión.

—Claro —dijo Neil—. El momento de echarse a dormir.

Nora bailó entre ellos y asombró a Thomas cuando se colgó de su brazo.

—¡Sois unos friquis! —gritó.

Siempre se daba cuenta de cuándo estaban hablando de trabajo, y siempre sabía cómo arrastrarlos al áspero terreno de las almas más sensatas. Él la abrazó y se tambalearon como amantes borrachos, se reían tanto que él no pudo hablar. Otra sesión de risas de Tom y Nora. En las fiestas, la gente siempre comentaba que sólo ellos parecían entender los chistes del otro. ¿No era eso lo que significaba entenderse con alguien?

Sólo era que tomaban las mismas drogas, habría dicho Neil.

—¿No lo sientes? —gritó Nora volviendo los ojos a la muchedumbre ebria—. ¡Toda esa gente nos quiere, Tommy! Toda esa gente nos quieeeeeeere…

El despertador sonó tan despiadadamente como un camión de la basura haciendo rugir su tolva. Thomas Bible le dio un manotazo y entrecerró los ojos ante las lanzas de luz. Se sentía como sacado de un bolsillo olvidado: demasiado arrugado durante demasiado tiempo para volver a alisarse. Tenía resaca. Una de las buenas. Se pasó la lengua por los dientes e hizo una mueca al comprobar su sabor.

Se quedó sentado con la espalda encorvada un rato, tratando de conseguir la paz de estómago que necesitaría en el largo camino hasta el baño. Malditos sueños. ¿Por qué después de todos esos años soñaba con el banquete de su boda? Lo que le molestó no fueron tanto las imágenes como la felicidad.

Era demasiado viejo para esa mierda, especialmente en un día laborable. No, peor aún, laborable y con niños. Todavía oía el reproche de Nora, con la voz malhumorada pero los ojos jubilosos: «¿Qué estoy oyendo…?».

El baño apestaba a whisky, pero al menos la tapa del váter estaba bajada. Tiró de la cadena sin mirar y después se sentó en la bañera y abrió la ducha. El agua fue como un bálsamo, le sentó bien, tanto que se puso de pie para lavarse el pelo.

Después, cogió un albornoz y bajó ruidosamente. Hizo callar a su perro, un afable labrador negro que se llamaba Bartender. Recogió los vasos de whisky y las botellas de cerveza al cruzar por la sala de estar y pensó en echar un vistazo al estudio, pero la puerta parcialmente abierta producía un rumor extraño. Justo al otro lado de la puerta, en la alfombra, había un par de vaqueros arrugados y del revés. Pensó cometer algún pequeño acto de venganza —gritar como un sargento de instrucción o saltar sobre el sofá cama—, pero al final decidió no hacerlo.

La caja de analgésicos Advil estaba en la cocina.

Su casa era vieja, una de las granjas que se habían construido antes que el resto del barrio. Suelos de madera que crujían. Techos altos. Habitaciones pequeñas. Sin garaje. Un porche de hormigón más bien mínimo. «Mono», había dicho el vendedor de la inmobiliaria. «Claustrofóbico», se quejaba constantemente Nora.

Con todo, Thomas había acabado queriendo a esa casa. En el transcurso de los años había invertido algo de tiempo y de dinero en reformas, lo suficiente para hacer que el tipo de la inmobiliaria acabara teniendo razón. La cocina, especialmente, con sus acabados de época y las paredes con azulejos, irradiaba carácter y calor de hogar. A la luz de la mañana, todo brillaba. Las sillas proyectaban sombras sobre el suelo de baldosas.

Ojalá Nora no se hubiera llevado las plantas.

Cuando conectó la cafetera ya se encontraba mucho mejor, casi como un ser humano. El poder de la rutina, supuso. Incluso medio intoxicado, el viejo cerebro apreciaba la rutina.

La noche anterior había sido una locura, como poco.

Engulló el café con un par de donuts pasados, confiando en calmar su estómago. Después de varios minutos sentado escuchando el zumbido de la nevera, se levantó, fue a la encimera y se puso a preparar el desayuno. Sabía que los niños estarían despiertos antes de que los oyera. Bart siempre salía arrastrando las patas de la cocina y se encaminaba al piso de arriba unos momentos antes de que empezara su llanto sordo. Como todos los labradores, adoraba a los que lo atormentaban.

—¡No! —oyó Thomas que gritaba su hija Ripley. Pasos recorriendo los pasillos, después—: ¡No, no, no, no! —escaleras abajo—. ¡Papá! —gritó la niña de ocho años al entrar corriendo en la cocina. Con su pijama estampado con dibujos de Daisy Donald se la veía delgada y ágil, con cara de duendecillo, y el pelo largo y negro de su abuela. Se lanzó a su silla con la rara combinación de concentración y abandono que caracterizaba todo lo que hacía—. ¡Frankie me ha vuelto a enseñar lo que tú ya sabes!

Thomas parpadeó. Siempre había sido partidario de una educación sexual infantil temprana, pero entendía por qué la mayoría de los padres estaban dispuestos a mantener cerrada la caja de Pandora tanto tiempo como fuera posible. En un padre, la vergüenza era una forma perezosa de enseñar discreción. O al menos eso se decía.

Ella hizo una mueca.

—Su cosa, papá. Su… —Deformó la cara como si quisiera darle a la palabra oficial una expresión femenina oficial—… peeeene.

Thomas no pudo más que mirarla horrorizado. «Maldita sea, Tom —oyó que decía Nora—. Necesitan habitaciones separadas. ¿Cuántas veces…?». Dio un grito al piso de arriba, haciendo una mueca ante el volumen de su propia voz:

—¡Frankie! ¿Te acuerdas de lo que dijimos acerca de lo que te pasa por las mañanas…? —Se detuvo y miró con recelo a Ripley—. Eso de las mañanas… Ya sabes a qué me refiero…

El malhumorado «Sí» descendió de las alturas de la casa. Parecía contrariado.

—Guárdate el pajarito en los pantalones, hijo. Por favor.

Por supuesto, Ripley lo había estado observando.

—¿Pajarito, papá? ¡Ecs!

Thomas se apretó el puente de la nariz y suspiró. Nora iba a matarlo.

«No hay de qué avergonzarse», se dijo. El mundo era ya una lección suficiente. Ripley se preocupaba por la ropa que se ponía, comentaba que L'Oréal era mejor que Covergirl, mejor que cualquier otra cosa. Pronto fruncirían el entrecejo ante fotos de sí mismos, ante el sonido de sus voces en el contestador automático, ante los puntos oxidados de los parachoques de sus coches, etcétera, etcétera. Pronto serían pequeños y aplicados consumidores, y comprarían esta o aquella tirita para sus pequeñas e innumerables vergüenzas.

Pero no sería así si él podía impedirlo.

Unos minutos más tarde, el pequeño Frankie, de cuatro años, arrastraba los pies por las baldosas con los ojos entrecerrados. A Thomas le alivió ver que los pantalones de su pijama de Silver Surfer estaban intactos. Frankie se frotó los ojos hinchados mientras aleteaba con los brazos. Travieso y recio, Frankie exageraba todos sus movimientos, incluso sus expresiones faciales. Se despedía moviendo la mano más de lo necesario, daba pasos más largos de lo necesario, incluso se sentaba ocupando más espacio de lo necesario. Ocupaba mucho lugar para ser un niño tan pequeño. Espacial y emocionalmente.

Ripley lo contempló con una expresión de aburrimiento.

—Nadie tiene por qué ver eso —dijo, señalando su entrepierna.

Thomas rompió otro huevo y sonrió con pesar.

—¿Y? —respondió Frankie.

—Y es raro. Enseñarle esa cosa a tu hermana es raro. ¡Aj! Es asqueroso.

—No es asqueroso. Papá dice que es sano. ¿Verdad, papá?

—Sí… —empezó a decir Thomas, después hizo una mueca y negó con la cabeza—. No, no… Y sí.

¿Qué pasaba? ¿No había impartido un seminario de posgrado sobre sexualidad infantil en la Universidad de Columbia? ¿No sabía qué era lo «correcto en aras del desarrollo» que se podía esperar de un niño? Alzó las dos manos y se quedó junto a la mesa, tratando de parecer severo y ecuánime al mismo tiempo. Sus hijos, sin embargo, se habían olvidado de él. Con las bocas llenas de tostadas, discutían en ese tono obstinadamente quejumbroso que caracterizaba casi toda su comunicación.

—Venga. Escuchad, chicos. Por favor…

Ahora los dos parloteaban al mismo tiempo.

—¡No, tú! ¡No, tú!

Cielo santo, la cabeza le dolía.

—Escuchadme, capullos —gritó—. El viejo ha pasado una mala noche.

Ripley se carcajeó.

—¿Te emborrachaste con el tío Cass, verdad?

—¿Podemos despertarlo, papá? —preguntó Frankie—. ¿Podemos despertarlo, por favor?

¿De dónde le venía esa aprensión? «Sólo ha sido una mala noche —se dijo—. Esta tarde me habré olvidado».

—No. Dejadlo en paz. ¡Escuchad! Estaba diciendo que el viejo ha pasado una mala noche. El viejo necesita que sus hijos lo dejen tranquilo.

Ambos se lo quedaron mirando, cansados y divertidos al mismo tiempo. Sabían lo que era, esos renacuajos listos. Era un Padre Impotente. Cuando lo irritaban, se limitaban a simular que él estaba fingiendo hasta que parecía que estaba fingiendo de verdad. Hijos de puta manipuladores.

Thomas respiró hondo.

—He dicho que el viejo necesita que sus hijos lo dejen tranquilo.

Se miraron de soslayo, como si quisieran asegurarse de que ambos estaban pensando en la misma trastada.

—¡Sírvenos el desayuno, puta! —gritó Frankie imitando una película que habían visto hacía no mucho. Se había convertido en su broma habitual en el desayuno.

Aquello acabó con Thomas. Reconoció la derrota acariciándoles el pelo y besándoles la cabeza.

—No digas «puta» —murmuró.

Y volvió al desayuno. Como una buena puta, supuso. Se había olvidado de lo mucho que le gustaban los días laborables con sus hijos.

Aunque tuviera resaca.

Normalmente, sólo veía a Franklin y a Ripley los fines de semana, de conformidad con el acuerdo de custodia. Pero Nora le había pedido que los tuviera durante la semana: no sé qué historia de un viaje a San Francisco. En las circunstancias habituales, quedarse con los niños no habría sido un problema, pero Nora lo había pillado en el peor momento posible: el período previo al nuevo curso escolar, cuando los niños habían llegado al punto más alto de la chifladura de las vacaciones de verano y cuando él estaba hasta arriba de trabajo con el comité y la preparación del semestre siguiente. Gracias a dios que Mia, su vecino, se había ofrecido a ayudarlo.

Mia se llamaba en realidad Emilio, pero todo el mundo le llamaba Mia, fuera porque se apellidaba Farrow o por sus días como drag queen. Era un gran tipo. Un marxista amateur y un homosexual profesional, así se describía. Era redactor técnico de JDS Uniphase[1] y normalmente trabajaba en casa. Aunque constantemente repetía la cantinela de que odiaba a los niños, era todo un sentimental con Frankie y Ripley. Se quejaba de ellos del mismo modo en que los fanáticos del deporte lo hacían de las rachas de victorias de sus equipos: como si ofrecieran una muestra de humildad a los veleidosos dioses. Thomas sospechaba que su cariño por los niños era paternal, es decir, casi puro orgullo.

Como llegaba tarde, Thomas empujó a sus hijos por el jardín. El vecindario era suficientemente joven como para que todavía se pudieran ver en él senderos serpenteantes y una asombrosa variedad de árboles, pero demasiado viejo como para soportar el aspecto de ser un inmenso Legoland. Encontraron a Mia en su porche, discutiendo con su compañero, Bill Mack. Mia tenía el pelo negro cortado como un marine y una cara que gritaba que en su cuerpo no había un gramo de grasa. Su constitución podría describirse como menuda de no ser por la evidente fuerza de sus hombros y sus brazos. Parecía un acróbata.

—Genial —estaba diciendo Mia—. De puta madre, Bill. —Se volvió y sonrió candorosamente a los Bible, reunidos al pie de los escalones—. Hola, niños. Llegáis justo a tiempo para decirle adiós a este gilipollas.

—Hola William —le dijo Thomas a Bill con precaución. El mes anterior Bill había decidido que quería que lo llamaran William: ese nombre tenía más «capital cultural», había dicho.

—Joooder —bufó Mia con una inflexión que estaba en algún lugar entre un maltratador de mujeres de Alabama y un gay de California—. ¿Por qué no lo llamamos Willy?

—… el del pito pequeñito —gritó Frankie. También lo había oído en alguna película.

Mia soltó una carcajada.

—Hola, Thomas —respondió Bill, risueño—. ¿Cómo están los Bible?

—Papá tiene resaca y Frankie me ha enseñado su pajarito —dijo Ripley.

La sonrisa de Bill era pura Mona Lisa.

—¿El mismo de siempre, eh? —Arrugó la nariz—. Creo que tengo que irme…

Desplazándose entre los Bible, se encaminó hacia su viejo todoterreno, uno de esos Toyota a los que los ecologistas les gustaba cubrir de alquitrán. Con su traje y su chaleco, parecía un modelo del catálogo de Sears. Thomas vio por el rabillo del ojo cómo Mia decía en voz baja «Vete a la mierda y muérete» mientras él iba hacia la calzada.

Desde que Thomas los conocía, Bill y Mia habían hecho todas las cosas que hacen las parejas estadísticamente condenadas. Hacían muecas mientras el otro hablaba, un indicador aterradoramente infalible de la inminente ruptura de la relación. Se describían mutuamente en términos despiadadamente negativos. Hasta llegaban a pegarse de vez en cuando. Y sin embargo no sólo habían sobrevivido, sino durado. Sin duda habían durado más que los Bible.

—¿Algo grave? —dijo Thomas, casi más por rutina que por querer saberlo de veras. A lo largo de los años los había ayudado a solucionar numerosas rupturas de la comunicación casi letales, normalmente hablando con uno de ellos desde el borde del abismo sin que el otro lo supiera. «Terapia de guerrilla», lo llamaba.

—Me recuperaré, profesor. Los gays adoramos a los gilipollas, ¿recuerdas? Con perdón.

—Papá también dice esas cosas —dijo Ripley.

—Sin duda, guapa. —Mia señaló con la cabeza el monovolumen aparcado junto al Acura de Thomas. Alzó las cejas—. ¿Tenemos compañía, profesor? ¿L'amore?

Sonriendo, Thomas cerró los ojos y negó con la cabeza. Mia hablaba insoportablemente alto.

—No. Ni mucho menos.

Thomas era un hombre de costumbres.

Desde que Nora y él se habían mudado a las afueras, el viaje de una hora a Manhattan en la línea del metro norte se había convertido en un pequeño alivio. A Thomas le gustaba el apretujado anonimato que implicaba. Los intelectuales podían berrear todo lo que quisieran sobre «la solitaria masa postindustrial», pero algo tenía de bueno ese privado anonimato de caras ausentes e indiferentes. Incontables millones de personas ordenadas en filas, todas poseedoras de vidas de una extraordinaria riqueza, y la mayoría con el juicio suficiente como para no compartirlas con desconocidos.

Parecía un milagro.

Thomas imaginó que algún estudiante universitario habría publicado en alguna parte un estudio sobre el asunto. Algún estudiante universitario había publicado en alguna parte un estudio sobre todo. Ahora que la caza mayor había sido perseguida hasta la extinción, todos los pequeños misterios se hallaban bajo el microscopio de los académicos, todas las cosas que hacían que los humanos fueran humanos.

Normalmente, Thomas leía el New York Times —la versión en papel— durante el viaje a Manhattan, pero en ocasiones, como ese día, se quedaba mirando el río Hudson, que discurría perezosamente. Ningún río, sin duda, ha sido objeto de tanta contemplación ausente como el Hudson.

Tenía muchas cosas en que pensar. El exhibicionismo incestuoso de Frankie era la menor de sus preocupaciones.

Miró de soslayo la portada del Times de su vecino y vio los titulares que esperaba:

EUROPA AFIRMA QUE EL PAQUETE DE AYUDAS DE ESTADOS UNIDOS NO ES SUFICIENTE.

FUENTES OFICIALES RUSAS AFIRMAN QUE EL NÚMERO DE MUERTOS PODRÍA LLEGAR A LOS 50 000.

Y, por supuesto:

EL QUIROPRÁCTICO GOLPEA DE NUEVO: HALLADO EN BROOKLYN OTRO CADÁVER SIN ESPINA DORSAL.

Se dio cuenta de que estaba entrecerrando los ojos, tratando de leer los confusos cuadrados de texto que había debajo. Las únicas palabras que logró comprender fueron «vértebras» y «destripado». Parpadeó y se frotó los ojos, se maldijo por ceder a esa curiosidad morbosa. Hacía miles de años, cuando la gente aún vivía en pequeñas comunidades, prestar atención a los actos azarosos de violencia daba dividendos reproductivos. Esa era la razón por la que el cerebro humano estaba diseñado para prestarles atención.

Pero ¿ahora? Era poco más que un vicio. Como caramelos para una mente de la Edad de Piedra.

Pensó en la noche anterior.

«¿Me estaba tomando el pelo, no?».

Thomas emergió de la pegajosa humedad del metro en el cruce de Broadway con la 116. Se apoyó en la barandilla, superado por lo que su padre siempre llamaba «tener el estómago de gelatina». Malditos chupitos. ¿Por qué había aceptado beber chupitos? Por alguna razón, el tráfico y la gente de Nueva York lo calmaron.

Columbia estaba sorprendentemente ajetreada a pesar de que el curso todavía no había empezado. Había docenas de estudiantes sentados en los escalones de Low Plaza, con libros y cafés, y los ubicuos iPaks en las manos. A Thomas siempre le había gustado la caminata hasta Schemerhorn Hall: los patios adoquinados y las jardineras de ladrillo, el contraste de la hierba y las piedras viejas, la humilde grandeza académica. Pasó entre las sombras de la capilla de San Pablo y le pareció percibir el frío matutino que irradiaban sus muros jorobados. Pese a todos sus inconvenientes logísticos, Schemerhorn era la sede ideal para el Departamento de Psicología. Al parecer, los diseñadores de Columbia tenían debilidad por los espacios menores, enclaves dentro de enclaves. Parecía lógico que Schemerhorn permaneciera oculto, del mismo modo que parecía lógico que fuera viejo, que hubiera goteras, que las paredes se sostuvieran en cimientos poco sólidos… Un lugar construido por hombres que todavía podían tomarse en serio la existencia del alma.

Quizá porque tenía resaca, Thomas se paró ante la entrada y se quedó mirando la segunda mitad de la inscripción que había en lo alto: HÁBLALE A LA TIERRA Y ÉSTA TE ENSEÑARÁ.

Un mandamiento loable. Pero ¿y si la humanidad no tenía estómago para esa lección?

Agachó la cabeza al entrar en el Departamento de Psicología para leer el correo.

—¡Oh, profesor Bible! —oyó que decía Suzanne, la ayudante administrativa del jefe.

Detenido bajo el umbral de la puerta, le sonrió.

—Rápido, Suzy. Tengo un resacón.

Ella hizo una mueca y señaló con la cabeza a tres personas vestidas con elegancia, dos mujeres y un hombre, que parecían aburrirse junto a la puerta del jefe del departamento. Lo observaban con interés.

—¿Puedo ayudarlos? —preguntó Thomas. El repaso de arriba abajo que le dedicaron le pareció levemente ofensivo.

La mujer de pelo oscuro dio un paso adelante y le tendió la mano.

—¿Profesor Bible? ¿Thomas Bible? —preguntó.

Thomas no respondió, convencido de que la mujer ya sabía quién era. Algo en sus modales decía que llevaba unas fotos en el bolsillo interior de su chaqueta y varios dossieres en su agenda electrónica.

—Soy Shelley Atta —prosiguió tras un momento de incomodidad—. Estos son Samantha Logan y Dan Gerard.

Logan era alta e increíblemente atractiva. A pesar del rígido aire profesional de su traje chaqueta, algo en su manera de estar hablaba de piercings en la lengua y tatuajes en el tobillo. Con ojos azules y pelo castaño corto y peinado hacia delante, Gerard tenía el aspecto de un capitán de equipo de fútbol americano venido a menos: cubierto de músculos debilitados, indiferente a las leves manchas de mostaza en la solapa. La clase de tipo que ponía cara de mono mientras meaba. Parecían una pareja imposible.

—¿Hay algún lugar discreto en el que podamos hablar? —preguntó Atta.

—Preferiblemente un lugar con un reproductor de DVD —añadió Logan.

—¿De qué se trata?

Los ojos de Shelley Atta se entrecerraron de irritación. Tenía una constitución fuerte que podía parecer maternal o imponente, dependiendo de su expresión. Ahora pareció imponente.

—Somos del FBI, profesor Bible… Como acabo de decir, ¿hay algún lugar discreto en el que podamos hablar?

—Tendrá que ser en mi despacho —dijo Thomas, volviéndose como el hombre ocupado que era.

De camino a su despacho, les pidió la identificación y se la quedó mirando. Después se sintió como un idiota. Sin duda ellos lo miraron como si lo fuera.

Thomas desconfiaba de «la ley y el orden» en todas sus manifestaciones por muchas y pequeñas razones. En el pasado había tenido por vecino a un policía de Nueva York. Un completo imbécil. Puro narcisismo. Al límite del desorden de personalidad. Al límite de todo. Después estaba el timo que había sufrido mientras conducía por los bosques de Georgia unos años atrás. El sheriff local había fotografiado su maltrecho Volkswagen —que podía coger, ¿cuánto? ¿cien? ¿ciento diez?— a ciento cincuenta. Todavía recordaba cómo el hombre había metido la cabeza por su ventanilla: como si tuviera hambre y Thomas tuviera una bolsa del Kentucky Fried Chicken.

Pero la gran razón de su desconfianza era que sabía lo frágil que era esa gente. Era su trabajo: estudiar todas las cosas que la gente no sabía de sí misma. Él sabía lo rápida y completamente que podía transformarlos una posición de poder. Conocía las consecuencias de esa distorsión en su comportamiento y sabía que, a consecuencia de ello, con frecuencia sufrían inocentes.

Thomas abrió la puerta e invitó a los agentes a entrar en el silencioso cubículo atestado de papeles que era su despacho. A diferencia de algunos de sus colegas, no había convertido su oficina en un «hogar». No tenía sillas confortables para admirados estudiantes de posgrado ni pósteres de Nietzsche, Skinner o el Che Guevara, sólo libros y notas autoadhesivas. Los agentes escudriñaron sus estanterías. La rubia atractiva pasó un dedo por el lomo de su primer y único libro publicado. A través del cerebro oscuro. La agente Atta parecía estar buscando pruebas de pornografía o drogadicción. Dan Gerard, o bien era un hombre inquieto, o bien estaba angustiado por el caos. ¿Un leve desorden obsesivo compulsivo, quizá?

—¿De qué se trata? —preguntó Thomas de nuevo.

—Debería ver esto antes —dijo Shelley sacando un disco plateado.

A Thomas se le hizo un nudo en el estómago. Le estaban denegando un contexto, algo que pudiera prepararlo para lo que iba a ver. Iban a observarlo con mucho cuidado, lo sabía, en busca de pequeños detalles reveladores en su reacción…

Pero ¿qué diablos estaba pasando?

El FBI estaba allí, en su despacho. De repente se relajó, hasta sonrió al volverse hacia el ordenador. Los niños iban a alucinar cuando se lo contara. «¿El FBI, papi? ¡Imposible!».

Tenía que ser un error.

Esperaron a que el Windows se cargara; a Thomas siempre le parecía un momento incómodo, aunque estuviera solo.

—Bible… —oyó que decía el agente Gerard a su espalda—. Un apellido extraño.

Estaba tratando de ponerlo nervioso, supuso Thomas, utilizando un enfrentamiento indirecto para que le resultara más difícil ocultar cualquier reacción que pudiera incriminarlo. Pero no tenían ni idea de cómo era la resaca de Thomas. Dudaba que una ráfaga de disparos junto a su oreja le hiciera saltar.

Thomas se volvió en su silla y miró a Gerard a los ojos.

—Cojan esas sillas —dijo, señalando el otro lado de la habitación—. Siéntense.

El agente Gerard miró a la agente Atta y obedeció.

Thomas colocó el disco en la bandeja. Ahora todos estaban sentados.

La pantalla estaba negra.

—¿Están encendidos? —preguntó la agente Atta señalando los altavoces que había en la mesa. Thomas pinchó en un par de ventanas distintas.

—¿TE GUSTA? —bramaron los altavoces.

La voz parecía masculina, pero estaba distorsionada electrónicamente; grave, como si borboteara en una versión de sintetizador del fondo del mar. A Thomas se le puso la piel de gallina. ¿Qué era aquello?

—¿Qué estás haciendo? —Una voz femenina, sin aliento y sin distorsionar. Parecía confundida, como si quisiera estar aterrorizada pero…

—¿TE GUSTA?

—Nnnnna… Oh, Dios, síííííí.

Pero estaba demasiado excitada.

Se produjo un estallido de luces en la pantalla y entonces Thomas vio la grabación casera del torso de una mujer. Estaba sentada en una especie de silla de cuero negro y llevaba un camisón con dibujos rosas tan empapado de agua o sudor que se ajustaba a su cuerpo como un condón semitraslúcido. Jadeaba como un perro, tenía la espalda arqueada y los pezones duros. No se le veía la cara.

—SÍ… TE GUSTA —declaró la voz grave. Thomas se dio cuenta de que quien hablaba estaba también sosteniendo la cámara.

—¿Qué… qué estás haciendo?

—DISCUTIR.

—Oh, Diosssss.

La cámara descendió y Thomas vislumbró cómo se mecían sus muslos desnudos. Parecía estar moviendo las caderas, pero nada la tocaba. Nada que él pudiera ver.

—HACER EL AMOR.

—Mmm… mmm… —mugió la mujer sin cara con una voz curiosamente infantil.

—¿MÁS?

La cámara subió bruscamente y Thomas le vio la cara a la mujer. Era rubísima, tenía un mohín en los labios y la belleza de harén de una aspirante a estrella de Hollywood. Tenía la mejilla derecha pegada al hombro, los ojos vidriosos y la mirada perdida. Su boca formaba una dolorida «O».

—Por favooooor —dijo jadeando.

Su cuerpo se tensó. Su rostro quedó flácido. Por un momento frunció los labios como lo hacía Elvis. Después empezó a retorcerse de éxtasis. Los jadeos se convirtieron en aullidos, y por un momento enloquecido berreó hasta que la intensidad que le ponía los tendones a flor de piel estranguló toda posibilidad de sonido. Se convulsionó, se agitó como movida por sus resortes internos. Sus arrullos se diluyeron en una respiración irregular y se retorció espasmódicamente, con los ojos estrábicos. La baba le caía de la boca.

De repente volvió a empezar, gimiendo:

—Oh-dios-mío-oh-dios-mío…

—¿OTRA VEZ?

—¡Oh-sí-por-favor! —tragó saliva. Después—: ¡Sí-sí-sí-sí! —con la respiración acelerada.

Se estaba corriendo otra vez y la cámara se levantó todavía más.

Thomas estalló en su silla.

—¿Me están tomando el pelo? —le gritó a la pantalla.

La mujer tenía el cráneo abierto. Una maraña de agujas y cables formaba un andamiaje sobre el enrevesado tejido neuronal. Los lóbulos resplandecían a la luz.

—Cálmese, señor Bible —dijo la agente Atta.

Thomas se llevó las manos al cuero cabelludo y casi se arranca el pelo.

—¿Se dan cuenta de que podría denunciarles por mostrarme esta… esta…? ¿Qué cojones es esto?

—¿QUIERES LOS MANDOS?

—Este disco llegó por correo a Quantico, Virginia, anteayer.

—¿Esta es la clase de correo que reciben? ¿Eh? ¿Son miembros del club de la violación del mes o algo parecido?

—Por lo que sabemos —dijo Shelley Atta, dubitativa—, la mujer del vídeo no fue agredida sexualmente.

—ERES LIBRE —graznó la voz oceánica—. ¿LO SABES? PUEDES IRTE CUANDO QUIERAS.

Thomas detuvo el vídeo. En la pantalla quedó congelada la imagen de la mujer mordiéndose el labio inferior. Thomas apartó la mirada hacia los claustrofóbicos confines de su despacho. El aire parecía cargado de exhalaciones. Alguien olía a ensalada de col.

—Díganos —dijo la otra mujer, Samantha—. ¿Sabe dónde se encuentra…?

—No —la interrumpió Thomas—. No voy a decir nada hasta que me cuenten de qué va todo esto. Soy psicólogo, ¿recuerdan? Conozco bien las tácticas de interrogatorio indirecto, y me niego a cooperar hasta que paren de jugar y me digan qué diablos está pasando aquí.

La agente Atta lo miró y frunció el entrecejo. El agente Gerard se quedó con la mirada ausente pegada a la pantalla.

—Le contaré lo que sabemos —dijo Samantha Logan—. De acuerdo con Biométrica, la mujer es Cynthia Powski o Crema, una aspirante a estrella porno de Escondido, California, que fue declarada como desaparecida el mes pasado. Nuestros analistas nos aseguran que las imágenes son reales, y los neurocirujanos que hemos consultado insisten en que el nivel de… manipulación que se aprecia es muy posible. Lo que acaba de ver es real, profesor Bible. Por raro que parezca, alguien está secuestrando gente y manipulando su cerebro.

—¿Gente? —preguntó Thomas. Los oídos le zumbaban—. ¿Quiere decir que esta mujer no es la primera?

La agente Logan asintió.

De repente, Thomas lo comprendió.

—Están buscando a un neurocirujano…

Pensó en la noche anterior.

—De acuerdo con nuestra investigación —dijo Shelley Atta—, usted fue compañero de habitación de Neil Cassidy en Princeton. ¿Es así?

—Por supuesto que sí… ¿Creen que Neil es el responsable de esto?

—Estamos casi seguros de ello.

Thomas abrió los brazos como si quisiera alejar algo con más impulso del que su mundo podía soportar.

—No, no. Miren, no conocen a Neil. Es totalmente imposible que haya hecho esto. Imposible. —Mientras hablaba, vio a Neil sonriendo bajo la luz del porche con los dientes tan perfectos como los de un anuncio dentífrico.

—¿Por qué lo cree así, profesor?

—Porque Neil está cuerdo. Cuando mi vida se convierte en una locura, cuando tengo dificultades para distinguir lo que está arriba de lo que está abajo, llamo a Neil. Por eso sé que está cuerdo. Quienquiera que esté haciendo eso ha sufrido un brote psicótico. Estadísticamente, las posibilidades de que eso le suceda a los hombres de mi edad son casi nulas.

—¿Neil y usted mantienen una relación estrecha? —dijo el agente Gerard.

Un asentimiento mecánico.

—¿Muy estrecha?

—Uña y carne. ¿Qué coño les importa a ustedes? —Thomas se interrumpió. Estaba dejando que su temperamento ocultara lo mejor que había en él. Y permitiendo que los federales manejaran sus resortes. «Concéntrate —se recordó—. Concéntrate y piensa». Pero no podía apartar de su pensamiento las imágenes de Cynthia Powski retorciéndose. Todavía oía cómo gemía. Hasta podía oler su sudor.

—Miren —prosiguió más calmado—, su principal sospechoso es un íntimo amigo mío. ¿Y saben qué? Si estuviéramos hablando de alguien a quien no conociera, digamos, el jefe de neurocirugía de la universidad John Hopkins, probablemente estaría encantado de jugar a esto con ustedes. Pero sé cómo funcionan estas cosas. Están buscando algo. Podría ser información general o tal vez algo más específico. Lo único cierto es que a mí me resulta imposible saber qué están buscando, lo que significa que no puedo saber si estoy ayudando a mi amigo o cavando aún más su tumba.

—¿No confía en nosotros? —preguntó la agente Logan.

—¿Me toma por tonto?

—Nosotros somos los buenos, profesor Bible —dijo la agente Atta.

—Seguro. ¿Tiene alguna idea de lo mal que se le da a la gente razonar? Es aterrador. Añádanse a eso los intereses contradictorios que siempre generan las jerarquías, como el FBI, donde las decisiones que favorecen la propia carrera con frecuencia son contrarias a las decisiones que responden a la verdad. Añádase a eso la revocación de las disposiciones constitucionales que garantizan un procedimiento adecuado…

—Sería estúpido confiar en nosotros —dijo Atta con tono cansado y molesto—: Irracional.

—Exactamente —dijo Thomas sin énfasis—. Casi podría decirse que una locura.