SARAH se echó hacia atrás, como si viera a su hermano por primera vez.
—Fue sin querer. Lo siento mucho, mucho…
Brian calló, incapaz de seguir, y rompió a llorar.
No era el gemido sereno y reprimido de la tristeza, sino el llanto angustiado de un niño. Le temblaban los hombros con violencia, como con un espasmo. Hasta ese momento nunca había llorado por lo que había hecho, y ya que había empezado, no sabía si podría parar.
En medio de su dolor, Sarah lo abrazó y el contacto con ella hizo que viera el crimen incluso peor de lo que era, pues comprendió que su hermana seguía queriéndolo a pesar de todo. No le dijo nada mientras lloraba, pero le acarició suavemente la espalda. Brian se aferró a ella creyendo que, si la soltaba, todo cambiaría entre los dos.
Pero incluso en ese momento sabía que ya nada volvería a ser igual. No sabía cuánto tiempo había llorado, pero cuando por fin paró, se lo contó todo.
No mintió. Sin embargo, no le habló de las visitas.
Durante toda la confesión, Brian no la miró a los ojos. No quería ver su piedad ni su horror; no quería ver cómo ella lo veía en realidad.
Pero cuando acabó, se armó de valor y la miró.
No vio ni amor ni perdón en su cara.
Lo que vio fue miedo.
Brian se quedó con Sarah casi toda la mañana. Ella le hizo muchas preguntas y, al contestarlas, volvió a contárselo todo de nuevo. Pero algunas —como por qué no había ido a la policía— no tenían una respuesta clara, salvo la más obvia: primero estaba muy aturdido; después, asustado, y al final ya había pasado demasiado tiempo.
Al igual que Brian, Sarah justificó su decisión y, como él, la cuestionó. Le dieron vueltas una y otra vez, hasta que al final, cuando ella calló, Brian supo que había llegado el momento de irse.
Justo antes de salir por la puerta miró hacia atrás.
En el sofá, acurrucada como si tuviera el doble de años, su hermana lloraba en silencio, con la cara hundida en las manos.