CAPÍTULO 23

NO podía huir de la imagen de Missy Ryan mirando al vacío, y por eso me convertí en una persona totalmente desconocida para mí.

Seis semanas después de su muerte, aparqué el coche en una gasolinera, más o menos a un kilómetro del lugar adonde iba. Recorrí el resto del camino a pie. Era tarde, pasadas las nueve, y jueves. El sol de septiembre se había puesto media hora antes, y sabía que debía evitar que me vieran. Caminaba por el borde de la carretera, vestido de negro, y me escondía detrás de los arbustos cada vez que veía los faros de un coche.

A pesar de que llevaba cinturón, tenía que sujetarme los pantalones para que no se me cayeran. Por aquel entonces lo hacía siempre y ya ni me daba cuenta, pero esa noche, como se me enganchaban a las ramas, noté lo mucho que había adelgazado. Desde el accidente había perdido el apetito; sólo pensar en comida me daba asco.

También se me había empezado a caer el cabello; no a mechones, sino pelo a pelo, como si se desintegrara a un ritmo lento pero constante, como las termitas que asolan una casa. Cuando me despertaba encontraba cabellos en la almohada, y cuando me peinaba tenía que quitarlos de las cerdas antes de acabar, porque si no el cepillo ya no me hacía nada. Los echaba al retrete y los veía arremolinarse hasta desaparecer, y después volvía a tirar de la cadena sin ninguna otra razón que la de posponer la realidad de mi vida.

Aquella noche, cuando pasaba por un agujero en la valla, me corté en la palma de la mano con un clavo afilado. Me dolió y la herida sangró, pero en lugar de dar media vuelta, apreté el puño y sentí que la sangre se deslizaba entre los dedos, espesa y pegajosa. Entonces no me importó el dolor, igual que hoy no me importa la cicatriz.

Tenía que ir. Esa semana había ido al lugar donde había ocurrido el accidente de Missy y también había visitado su tumba. Me acuerdo de que acababan de poner la lápida; la tierra estaba revuelta y todavía tenía que crecer la hierba, aquello casi parecía un pequeño agujero. No sé por qué me molestó, y dejé las flores allí. A continuación, como no sabía qué más podía hacer, me senté y me quedé mirando el granito. El cementerio estaba casi vacío; a lo lejos se veían unas cuantas personas que se ocupaban de sus asuntos. Me volví, sin que me importara que me vieran.

A la luz de la luna abrí la mano: la sangre estaba negra y brillaba como el aceite. Cerré los ojos, acordándome de Missy, y me puse en marcha otra vez; tardé media hora en llegar. Los mosquitos zumbaban alrededor de mi cara. Hacia el final del camino, tuve que atravesar varios jardines para evitar la carretera. Como los jardines eran extensos y las casas estaban lejos de la calzada, ese tramo me resultó más fácil. Tenía la mirada fija en mi meta, y cuando me acerqué, aflojé el paso procurando no hacer ruido. Vi luces en las ventanas y un coche aparcado en el sendero de entrada.

Sabía dónde vivían, como todo el mundo; al fin y al cabo, era un pueblo. Además, había visto su casa de día; al igual que en el lugar del atropello y la tumba de Missy, ya había estado allí, aunque nunca tan cerca. Recobré el aliento cuando llegué a un lado de la vivienda. Me llegó el olor del césped recién cortado. Me detuve y apoyé la mano en un ladrillo. Agucé el oído por si percibía pisadas en el suelo de madera, y la vista por si distinguía un movimiento hacia la puerta o sombras en el porche. Pero nadie sabía que estaba allí.

Me acerqué a la ventana del salón, después me escabullí hasta el porche y me escondí en un rincón tras un enrejado cubierto de hiedra, donde no se me veía desde la carretera. A lo lejos un perro comenzó a ladrar, calló y volvió a ladrar. Asomé la cabeza con curiosidad. No vi a nadie.

Pero no podía irme. «Conque así era como vivían —pensé—. Missy y Miles se sentaban en ese sofá y ponían las tazas en esa mesita; ésas son sus fotos; ésos, sus libros…» Mientras miraba, me fijé en que el televisor estaba encendido y se oía una conversación. El salón estaba ordenado, despejado, y, no sé por qué, al verlo me sentí mejor.

En ese momento entró Jonah. Contuve la respiración cuando se acercó al aparato, ya que también se dirigió hacia mí, pero no miró hacia donde yo estaba. Se sentó cruzando las piernas y se quedó mirando la televisión sin moverse, como hipnotizado.

Me aproximé un poco más al cristal para verlo mejor. Había crecido en los dos últimos meses, no mucho, pero lo suficiente para que se notara. Aunque era tarde, iba con vaqueros y una camisa, pues todavía no se había puesto el pijama. Lo oí reír, y mi corazón estuvo a punto de estallar.

En ese momento entró Miles. Retrocedí hacia las sombras, pero seguí mirando. Se quedó allí un buen rato, observando a su hijo sin decir nada; tenía el rostro inexpresivo, ilegible…, parecía ausente. Sostenía una carpeta marrón y, al cabo de un rato, miró el reloj. Tenía el pelo revuelto y hacia un lado, como si se lo hubiera despeinado con la mano.

Yo sabía qué iba a pasar a continuación y esperé. Miles se pondría a hablar con su hijo y querría saber qué estaba viendo. O bien, como era un día laborable, le diría que tenía que irse a dormir o ponerse el pijama, y le preguntaría si quería un vaso de leche o picar algo.

Pero no lo hizo.

En vez de eso, sencillamente salió del salón y desapareció por el oscuro pasillo, casi como si nunca hubiese estado allí. Poco después me fui. No dormí en toda la noche.