UNA mañana, dos semanas después del funeral de Missy Ryan, estaba en la cama cuando oí el gorjeo de un pájaro junto a la ventana. La había dejado abierta la noche anterior para mitigar el calor y la humedad. Desde el atropello dormía mal; me despertaba bañado en sudor, con las sábanas húmedas y pegajosas y la almohada empapada. Esa mañana no fue una excepción, y mientras escuchaba el trino, me invadió el olor a sudor y a amoniaco dulce.
Intenté no hacer caso al pajarillo, no pensar en el hecho de que estaba en el árbol, ni en que yo estaba vivo, y Missy Ryan, muerta. Pero no pude. Estaba muy cerca, encaramado a una rama que daba a mi habitación, y su llamada era aguda y estridente. «Sé quién eres —parecía decir—, y sé lo que has hecho.»
Me preguntaba cuándo vendría la policía a buscarme.
Daba igual que hubiera sido un accidente; el pájaro sabía que vendrían y me decía que sería pronto. Averiguarían cómo era el coche que había atropellado a Missy y enseguida descubrirían quién era el propietario; llamarían a la puerta y entrarían; oirían el canto y sabrían que yo era el culpable. Era absurdo, lo sé, pero en mi estado, medio enajenado, estaba convencido de ello.
Sabía que vendrían.
En mi dormitorio, metida entre las páginas de un libro que tenía en un cajón, guardaba la necrológica del periódico.
También había conservado los recortes sobre el suceso, bien doblados a su lado. Era peligroso tenerlos allí. Cualquiera podía abrir el libro y encontrarlos, y entonces comprendería que yo era el responsable, pero los guardé porque necesitaba hacerlo. Me atraían las palabras, no por el consuelo que pudieran procurarme, sino para entender mejor lo que había hecho. En esos textos escritos, en esas fotografías, había vida, mientras que en mi cuarto y aquella mañana, con el pájaro delante de mi ventana, sólo había muerte.
Desde el funeral había tenido pesadillas. Una vez soñé que el pastor me señalaba, sabedor de lo ocurrido: en medio de la misa, de pronto paraba de hablar, miraba hacia los bancos y levantaba el dedo lentamente para apuntarme. «Ahí —decía— está el hombre que lo hizo.» Veía que las caras se volvían hacia mí, una tras otra, como una ola en un estadio abarrotado de gente, y todo el mundo me contemplaba con sorpresa e ira. Pero ni Miles ni Jonah se daban la vuelta. La iglesia estaba en silencio y todos me observaban con cara de perplejidad; yo no me movía, a la espera de que al final Miles y Jonah se giraran para ver quién la había matado. Pero no lo hacían.
En otra pesadilla soñé que cuando la encontraba en el arcén, Missy seguía viva, respiraba de manera irregular y gemía, pero yo daba media vuelta, me iba y la dejaba morir. Cuando desperté casi tenía hiperventilación. Me levanté y me puse a hablar solo y caminar de un lado al otro de la habitación, hasta que por fin me convencí de que sólo había sido un sueño.
Missy había muerto de traumatismo craneal; eso también lo supe por el artículo: una hemorragia cerebral. Como ya he dicho, yo no iba rápido, pero, al parecer, al caer se golpeó la cabeza con una piedra que sobresalía en la cuneta. Dijeron que fue una casualidad, una posibilidad entre mil.
No sabía si creerlo.
Me preguntaba si Miles sospecharía de mí al verme, si, en un rapto de inspiración divina, sabría que había sido yo; y también qué le diría si se encaraba conmigo. ¿Le importaría que me gusta ver partidos de béisbol, que mi color favorito es el azul, o que cuando tenía siete años solía escabullirme al jardín para ver las estrellas, a pesar de que nadie habría dicho que yo haría algo así? ¿Querría saber que hasta el momento en que atropellé a Missy yo pensaba que algún día llegaría a hacer algo en la vida?
No, esas cosas no le interesarían. Lo que él desearía conocer sería lo más obvio: que el asesino tenía el pelo castaño, los ojos verdes y que medía un metro ochenta. Querría averiguar dónde encontrarme; y cómo sucedió.
Pero ¿querría saber que fue un accidente? ¿Que, en todo caso, fue más culpa de ella que mía? ¿Que si no hubiese salido a correr por la noche en una carretera tan peligrosa es más que probable que hubiera vuelto a su casa? ¿Que fue ella la que se lanzó hacia el coche?
De pronto me di cuenta de que el pájaro había dejado de gorjear. Los árboles no se movían y oí el suave zumbido de un automóvil al pasar. Ya empezaba a hacer calor otra vez. Sabía que en algún sitio Miles Ryan estaba despierto, y me lo figuré sentado en su cocina con Jonah a su lado, desayunando cereales. Intenté imaginar lo que dirían; pero sólo conseguí evocar su respiración regular salpicada por los ruidos de las cucharas al golpear los cuencos.
Me llevé las manos a las sienes para intentar aliviar el dolor. Parecía proceder de muy dentro, y me atravesaba con furia, vibrando con cada latido del corazón. Imaginé que veía a Missy en la carretera, con los ojos abiertos, mirándome.
Mirando al vacío.