POCO después, con la sirena y las luces encendidas, Miles dobló una esquina, perdió casi el control del coche y volvió a pisar el acelerador.
Había sacado a Sims a rastras de la celda, lo había subido por la escalera y lo había conducido por la oficina sin detenerse a dar una explicación a los que se quedaron mirándolo. Charlie estaba en su despacho hablando por teléfono, y al verlo —con el rostro pálido— colgó, pero no tuvo tiempo de impedir que alcanzara la puerta con Sims. Los dos salieron al mismo tiempo, y cuando Charlie llegó a la acera, vio que se iban en direcciones opuestas. Decidió seguir a Miles y lo llamó para que se detuviera, pero éste no le hizo caso y se fue directo al coche patrulla.
Charlie aceleró el paso y llegó al vehículo justo cuando salía a la calle. A pesar de que estaba en marcha, dio unos golpes en el cristal.
—¿Qué pasa? —le preguntó el sheriff a Miles.
Éste le indicó con una mano que se apartara y él se quedó petrificado, con cara de confusión e incredulidad. En lugar de bajar la ventanilla, Ryan encendió la sirena, aceleró y salió del aparcamiento; los neumáticos chirriaron al girar hacia la calle.
Poco después, cuando Charlie lo llamó por radio para exigir que le diera una explicación, su amigo ni se molestó en contestar.
Desde las oficinas del sheriff se tardaba unos quince minutos en llegar a los dominios de los Timson. Con la sirena en marcha y a toda velocidad, Miles tardó menos de ocho: cuando Charlie intentó contactar con él ya había recorrido la mitad del camino.
En la autopista alcanzó los ciento cuarenta kilómetros por hora, y cuando llegó al cruce que llevaba a la caravana donde vivía Otis, la adrenalina bombeaba todo su cuerpo. Apretaba tanto el volante que tenía las manos medio entumecidas, aunque no se dio cuenta; estaba poseído por la ira y no podía pensar en nada más.
Otis Timson había herido a su hijo con un ladrillo.
Otis Timson había matado a su mujer.
Otis Timson había estado a punto de salirse con la suya.
Al llegar al camino de tierra y acelerar, el coche derrapó. Los árboles eran una mancha borrosa; no veía nada salvo la carretera que tenía delante, y cuando torció a la derecha, levantó por fin el pie del acelerador y redujo la velocidad. Ya casi había llegado.
Durante dos años había esperado ese momento.
Durante dos años se había torturado y había tenido que soportar el fracaso.
Otis.
Poco después, Miles frenó tras derrapar en medio del terreno de los Timson y salió del automóvil. De pie junto a la entrada miró a su alrededor, buscando la menor señal de movimiento, cualquier cosa. Apretaba la mandíbula mientras intentaba mantener la calma.
Abrió la funda de la pistola y la sacó.
Otis Timson había asesinado a Missy.
La había atropellado a sangre fría.
Reinaba un silencio amenazador. Salvo el chasquido del motor al enfriarse, no se oía nada más; los árboles estaban inmóviles, las ramas, absolutamente quietas, y ningún pájaro cantaba en un poste. Lo único que Miles percibía eran los ruidos producidos por él: el roce del arma al salir de la funda, el ritmo irregular de su respiración…
Hacía frío y el aire estaba limpio, y el cielo, despejado: un cielo de primavera en un día de invierno.
Miles esperó. Al final se abrió una puerta mosquitera, que chirrió como un acordeón oxidado, y se vio una mano.
—¿Qué quiere? —gritó alguien. La voz era áspera, como devastada por los años de fumar cigarrillos sin filtro.
Era Clyde Timson.
Miles se agachó y se resguardó tras la puerta del coche por si le disparaban.
—He venido a buscar a Otis. Dile que salga.
La mano desapareció y la puerta se cerró.
Miles quitó el seguro de la pistola y apoyó el dedo en el gatillo mientras el corazón le latía con fuerza. Tras el minuto más largo de su vida, vio que la puerta volvía a abrirse, empujada por la misma mano anónima.
—¿De qué se le acusa? —preguntó la misma voz.
—Dile que salga, ¡ahora mismo!
—¿Por qué?
—¡Está detenido! ¡Y ahora dile que salga! ¡Con las manos en alto!
La puerta volvió a cerrarse, y en ese momento Miles se dio cuenta de la precariedad de su situación. Con las prisas, se había puesto en peligro. En la propiedad había cuatro caravanas —dos delante y otras dos a los lados—, y aunque no había visto a nadie, sabía que dentro había gente. También había varios coches abandonados entre los remolques, algunos colocados sobre ladrillos, y pensó que a lo mejor los Timson lo estaban entreteniendo para ganar tiempo y rodearlo.
Una parte de él sabía que tenía que haber llevado a alguien y pensó en llamar para pedir ayuda en ese instante. Pero no lo hizo. Ya no era posible.
Al poco rato, la puerta se abrió de nuevo y salió Clyde. Tenía las manos a los lados y sostenía una taza de café, como si esas cosas le ocurrieran todos los días. Sin embargo, cuando vio que Miles lo apuntaba, retrocedió.
—¿Qué demonios quiere, Ryan? Otis no ha hecho nada.
—Tengo que llevármelo, Clyde.
—Todavía no ha dicho por qué.
—Se presentarán los cargos cuando llegue a la comisaría.
—¿Dónde está la orden de arresto?
—¡No la necesito! Está detenido.
—¡Un hombre tiene sus derechos! No puede presentarse aquí de repente y venir con exigencias. ¡Yo tengo derechos! Y si no hay una orden, ¡largo de aquí! ¡Ya estamos hartos de usted y de sus acusaciones!
—No estoy de broma, Clyde. Dile que salga o llamaré de inmediato a todos los sheriffs del condado y te detendré por esconder a un criminal.
Fue un farol, pero funcionó: poco después Otis salió y le dio un codazo a su padre. Miles dirigió la pistola hacia él. Al igual que Clyde, no parecía muy preocupado.
—Apártate, papá —dijo con calma. Al verle la cara, Miles quiso apretar el gatillo. Tras contener la oleada de ira que lo ahogaba, se levantó sin dejar de apuntarle y rodeó el coche, con lo que se expuso a la vista de todos.
—¡Aléjate de ahí! ¡Te quiero en el suelo!
Otis pasó delante de su padre, pero siguió en el porche. Se cruzó de brazos.
—¿De qué se me acusa, agente Ryan?
—¡Sabes muy bien de qué! ¡Ahora levanta las manos!
—Me temo que no.
Pese al posible peligro, que de pronto dejó de importarle, Miles siguió acercándose a la casa sin bajar el arma. Tenía el dedo en el gatillo y lo apretaba cada vez más.
«Muévete… Basta con que te muevas un poco…»
—¡Aléjate del porche!
Otis miró a su padre, que parecía a punto de explotar, pero cuando se volvió otra vez hacia Miles, vio tal furia en sus ojos que bajó rápidamente los escalones.
—De acuerdo, de acuerdo, ya voy.
—¡Arriba las manos! Quiero verte con las manos en alto.
Para entonces, varias personas habían asomado la cabeza en las caravanas y observaban lo que sucedía. Aunque rara vez estaban del lado de la ley, a nadie se le ocurrió ir a por su revólver. También ellos vieron la mirada de Miles: era evidente que buscaba la menor excusa para disparar.
—¡Ponte de rodillas! ¡Ahora mismo!
Otis obedeció, pero Miles no enfundó la pistola, sino que siguió apuntándole. Miró a ambos lados para asegurarse de que nadie se interpondría en su camino y se dirigió hacia él.
Otis había matado a su esposa.
Cuando se acercó, fue como si el resto del mundo se desvaneciera; en ese momento sólo estaban ellos dos. Vio miedo y algo más —¿tal vez cansancio?— en los ojos de Timson, pero no dijo nada. Se detuvo mientras se miraban fijamente y después avanzó despacio, lo rodeó y se paró detrás de él.
Acercó el arma a la cabeza de Otis.
Como un verdugo.
Sintió el gatillo bajo el dedo. Un pequeño movimiento, cualquier gesto rápido, y todo se habría acabado.
Dios santo, quería pegarle un tiro, quería acabar con aquello en ese mismo instante. Se lo debía a Missy, se lo debía a Jonah.
Jonah…
De pronto la imagen de su hijo lo hizo volver en sí y darse cuenta de lo que ocurría. No…
Aun así, dudó un par de segundos antes de, por fin, dar un grito ahogado. Se desenganchó las esposas del cinturón y, con un gesto experto, pasó una por una de las muñecas que Otis tenía levantadas y después le bajó la mano hacia la espalda. Tras enfundar la pistola, le puso la otra, apretó hasta que Timson hizo un gesto de dolor y luego lo levantó.
—Tienes derecho a guardar silencio… —empezó a decir, y Clyde, que hasta entonces había estado paralizado, estalló en un frenesí de actividad, como un hormiguero que acabaran de pisar.
—Esto no está bien. ¡Voy a llamar a mi abogado! ¡No tiene derecho a presentarse aquí y apuntar con un arma de esa manera!
Siguió gritando mucho después de que Miles hubiera acabado de recitar los derechos Miranda, metiera a Otis en el coche y partiera.
En el automóvil, Miles y Otis permanecieron en silencio hasta que llegaron a la autopista. Miles miraba fijamente la carretera. A pesar de que ya había detenido a Otis, ni siquiera quería mirarlo por el retrovisor por temor a lo que podría hacerle.
Había querido pegarle un tiro.
Dios era testigo de que había deseado matarlo.
Y si alguien hubiese dado un paso en falso, cualquiera de las personas que estaban allí, lo habría hecho.
«Pero eso habría estado mal. Y no has llevado bien las cosas.»
¿Cuántas normas había infringido? ¿Media docena? Había soltado a Sims, no tenía una orden de arresto, había hecho caso omiso de Charlie, no pidió ayuda, sacó la pistola, apuntó a Otis en la cabeza… Desde luego, iba a tener problemas, y no sólo se los daría Charlie, sino también Harvey Wellman. Mientras, veía la línea discontinua amarilla pasar a su lado y desaparecer de manera rítmica.
«No me importa: Otis irá a la cárcel al margen de lo que me pase a mí. Se pudrirá entre rejas igual que me he podrido yo por su culpa durante dos años.»
—¿Y esta vez por qué me detienes? —le preguntó Otis directamente.
—Cállate.
—Tengo derecho a saber de qué se me acusa.
Miles se giró, conteniendo la ira que lo había invadido al oír su voz. Al ver que no contestaba, Otis siguió con una tranquilidad pasmosa.
—Te contaré un pequeño secreto: sabía que no ibas a disparar. No podías hacerlo.
Miles se mordió el labio y se le encendieron las mejillas. «Contrólate —se dijo—, contrólate…»
Sin embargo, Otis continuó.
—Dime, ¿todavía te ves con esa chica con la que estabas en La Taberna? Te lo pregunto porque…
Miles frenó de golpe y las ruedas chirriaron mientras dejaban señales negras en el asfalto. Como no llevaba cinturón, Timson se precipitó hacia la mampara de seguridad. Miles volvió a pisar el acelerador y, como un yoyó, Otis se desplomó sobre el asiento.
Durante el resto del trayecto, no dijo palabra.