CAPÍTULO 17

A los cuarenta años, Sims Addison parecía una rata, con la nariz afilada, la frente curva y un mentón que daba la impresión de haber dejado de crecer antes que el resto del cuerpo. Se peinaba hacia atrás con la ayuda de un peine de púas anchas que siempre llevaba encima.

Sims, además, era alcohólico.

Sin embargo, no era de los que beben todas las noches, sino más bien de esos a los que les tiemblan las manos por la mañana antes de la primera copa, que solía tomar antes de que la mayoría de la gente se fuera a trabajar. Aunque le gustaba el bourbon, rara vez podía comprar otra cosa que el vino más barato, que bebía a litros. No le gustaba decir de dónde sacaba el dinero, aunque, aparte de la bebida y el alquiler, tampoco tenía muchas necesidades. Si poseía algún rasgo favorable, era que tenía la habilidad de volverse invisible, y, por consiguiente, podía averiguar cosas sobre los demás. Cuando bebía no montaba números ni se volvía insoportable, sino que ponía una cara —con los ojos medio cerrados y la boca flácida— con la que daba la impresión de estar más borracho de lo que estaba en realidad. Por eso la gente decía cosas delante de él.

Cosas que tenía que haber callado.

Sims ganaba lo poco que necesitaba chivándose a la policía.

Pero no se lo contaba todo. Sólo se iba de la lengua cuando podía mantenerse en el anonimato y, aun así, sacar algo de dinero; cuando estaba seguro de que la policía guardaría el secreto y él no tendría que declarar.

Los criminales, lo sabía, eran rencorosos, y no era tan tonto para creer que, si se enteraban de quién los había delatado, darían media vuelta y lo olvidarían.

Sims ya había estado en la cárcel: una vez a los veintitantos años por un robo menor y luego otras dos a los treinta y pico por posesión de marihuana. Sin embargo, la tercera vez que estuvo entre rejas sufrió un gran cambio. Para entonces ya estaba completamente alcoholizado y la primera semana la pasó sufriendo las consecuencias más terribles del síndrome de abstinencia. Tuvo temblores y vómitos y cuando cerraba los ojos, veía monstruos. También estuvo a punto de morir, pero no por la falta de bebida. Después de varios días de escuchar sus gritos y gemidos, el hombre con el que compartía la celda le pegó una paliza tremenda hasta dejarlo inconsciente porque no podía dormir. Sims estuvo tres semanas en la enfermería y, al final, la junta responsable de conceder la libertad condicional se compadeció de él por todo lo que había pasado y lo dejó salir. En lugar de cumplir toda su condena le dijeron que tenía que presentarse regularmente ante el funcionario encargado de su caso. Además, le advirtieron que si bebía o se drogaba, debería cumplir la pena entera.

Ante la posibilidad de pasar por otro síndrome de abstinencia y de recibir otra paliza, Sims le cogió un miedo mortal a la cárcel.

Pero no era capaz de enfrentarse a la vida sobrio. Al principio procuró beber sólo en la intimidad de su casa, pero poco después se sublevó contra aquella falta de libertad y empezó a reunirse con unos cuantos amiguetes para tomar unas copas sin llamar mucho la atención. Con el paso del tiempo, dio su suerte por sentada y comenzó a beber por la calle, escondiendo la botella en una bolsa de papel marrón. Al final estaba siempre borracho, y aunque es posible que una pequeña señal de advertencia en su cerebro le dijera que fuese con cuidado, estaba demasiado ido para escucharla.

De todos modos, las cosas habrían podido marchar bien si una noche no le hubiese pedido prestado el coche a su madre para salir. Aunque no tenía carnet de conducir, fue a reunirse con unos amigos en un bar de mala muerte que estaba en un camino de gravilla en las afueras del pueblo. Allí bebió más de la cuenta y pasadas las dos de la madrugada se fue hasta su automóvil tambaleándose. Apenas consiguió salir del aparcamiento sin chocar con los demás, pero se las arregló para coger la carretera que lo llevaba a su casa. Tras recorrer un par de kilómetros, vio detrás de él unas luces rojas intermitentes.

El que salió del coche era Miles Ryan.

—¿Eres tú, Sims? —le gritó Miles acercándose despacio. Como la mayoría de los agentes, lo conocía por su nombre de pila. De todos modos, se aproximó con la linterna encendida y la apuntó hacia el interior del vehículo por si veía alguna señal de peligro.

—Ah, hola, agente —dijo Sims arrastrando las palabras.

—¿Has bebido?

—No…, no. Ni una gota. —Sims lo miró de modo vacilante—. Estaba con unos amigos.

—¿Seguro? ¿Ni una cerveza?

—No, señor.

—¿Tal vez una copita de vino en la cena o algo así?

—No, señor, se lo aseguro.

—Ibas haciendo eses.

—Es que estoy cansado. —Como para demostrarlo, se llevó una mano a la boca y bostezó. Miles olió el aliento a alcohol.

—Vamos, di la verdad…, ¿ni una sola copa? ¿En toda la noche?

—No, señor.

—Necesito ver tu carnet de conducir y los papeles del coche.

—Es que…, humm… No lo llevo encima. Me lo habré dejado en casa.

Miles se alejó sin apartar la linterna.

—Baja del coche, por favor.

Sims se sorprendió de que no le creyera.

—¿Para qué?

—Sólo quiero que bajes, por favor.

—No irá a detenerme, ¿verdad?

—Vamos, no me lo pongas más difícil.

Pareció dudar de lo que debía hacer, aunque estaba incluso más borracho de lo habitual. En lugar de moverse, se quedó mirando el parabrisas hasta que al final Miles abrió la puerta.

—Vamos.

Aunque le tendió la mano, Sims sacudió la cabeza, como para decirle que estaba bien y que podía salir solo.

Sin embargo, le costó más de lo que pensaba, y, en lugar de verse cara a cara con Miles Ryan, lo que le hubiera permitido pedir clemencia, cayó al suelo y perdió el conocimiento casi de inmediato.

A la mañana siguiente Sims despertó con escalofríos y sintiéndose totalmente perdido. Sólo sabía que estaba en la cárcel, y entonces la cabeza empezó a darle vueltas con un miedo vertiginoso. Poco a poco fue recordando todo lo que había pasado. Se acordó de cuando fue al bar y bebió con los amigos…; lo que sucedió después estaba borroso hasta el momento en que vio las luces intermitentes. Desde los más profundos recovecos de su mente, también recordó el hecho de que el agente que lo había detenido era Miles Ryan.

Sin embargo, Sims tenía cosas más importantes en que pensar que lo ocurrido la noche anterior, y se centró en encontrar la mejor manera de evitar la cárcel. Sólo con pensarlo le salieron gotas de sudor en la frente y en el labio superior.

No podía volver, era imposible. Se moriría; de eso no le cabía la menor duda.

Pero regresaría. El miedo le despejó la cabeza y en los siguientes minutos sólo pudo pensar en todo lo que no podría volver a soportar.

La prisión.

Las palizas.

Las pesadillas.

Los estremecimientos y los vómitos.

La muerte.

Se levantó de la cama tembloroso y se apoyó en la pared para sostenerse. Se acercó tambaleándose a los barrotes y miró hacia el pasillo; había otras tres celdas ocupadas, pero nadie sabía si el agente Ryan estaba en la comisaría. Cuando lo preguntó, dos de los presos lo mandaron callar; el tercero ni le contestó.

«Así será mi vida los dos próximos años.»

No era tan ingenuo como para creer que lo soltarían, y tampoco abrigaba la ilusión de que el abogado de oficio lo ayudara. Cuando le dieron la libertad condicional le dejaron bien claro que la menor infracción supondría el encarcelamiento inmediato, y debido a sus antecedentes y al hecho de que conducía, no había escapatoria.

Ninguna.

Pedir clemencia no serviría de nada, y pedir perdón sería tan inútil como escupir al viento. Se pudriría en la cárcel hasta que lo llevaran al tribunal, y después, cuando hubiera perdido, tirarían la llave.

Se enjugó la frente con la mano y en ese momento supo que tenía que hacer algo; cualquier cosa con tal de evitar el destino que lo esperaba.

Su cabeza empezó a trabajar más rápido; se puso en marcha, aunque estaba alicaído y ofuscado. Su única esperanza, lo único que podía ayudarlo, era volver atrás el reloj y deshacer la detención de la noche anterior.

Pero ¿cómo demonios iba a conseguir algo así?

«Tienes información», contestó una vocecita.

Miles acababa de salir de la ducha cuando oyó el teléfono. Antes le había preparado el desayuno a Jonah y lo había acompañado a coger el autobús de la escuela, pero en lugar de recoger la casa, había vuelto a la cama con la intención de dormir un par de horas. Aunque no había conciliado el sueño, al menos se había adormilado un rato. Iba a trabajar de doce a ocho de la tarde y después lo esperaba una velada tranquila. Jonah no estaría —se iba al cine con Mark— y Sarah había propuesto pasar por su casa para estar un rato juntos. Pero la llamada lo alteraría todo.

Miles cogió una toalla, se la ciñó alrededor de la cintura y descolgó justo antes de que saltara el contestador. Era Charlie; tras intercambiar las cortesías de rigor, fue directamente al grano.

—Más vale que vengas ahora mismo.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Anoche trajiste a Sims Addison, ¿no es así?

—Sí.

—No he visto el informe.

—Ah…, es eso. Recibí otro aviso y tuve que salir corriendo. Hoy pensaba ir un rato antes para hacerlo. ¿Hay algún problema?

—Todavía no lo sé. ¿Cuándo podrás estar aquí?

Miles no supo cómo interpretarlo y tampoco entendió muy bien el tono con el que le hablaba Charlie.

—Acabo de salir de la ducha. ¿Te parece bien dentro de media hora?

—Cuando llegues, ven directamente a verme. Te espero.

—¿No puedes explicarme al menos a qué vienen tantas prisas?

Se hizo una larga pausa.

—Ven lo antes posible. Ya hablaremos.

—¿Qué pasa? —preguntó Miles. En cuanto llegó, Charlie lo hizo pasar a su despacho y cerró la puerta tras él.

—Cuéntame qué ocurrió anoche.

—¿Te refieres a lo que sucedió con Sims Addison?

—Empieza por el principio.

—Humm… Era poco más de la medianoche y yo estaba aparcado en la carretera de Beckers, ya sabes, el bar que está al lado de Venceboro. —Charlie asintió y se cruzó de brazos—. Simplemente esperaba; había estado todo muy tranquilo y sabía que el bar estaba a punto de cerrar. Poco después de las dos vi que alguien salía; tuve un presentimiento y lo seguí, y menos mal que lo hice: el coche iba describiendo eses y lo detuve para realizar una prueba de alcoholemia. Entonces vi que era Sims Addison. En cuanto me acerqué a la ventana le olí el aliento a alcohol, y cuando le pedí que saliera, se cayó y perdió el conocimiento, así que lo puse en el asiento trasero del coche y me lo traje. Al llegar se había recuperado lo suficiente para no tener que llevarlo hasta la celda, pero de todos modos tuve que ayudarlo. Justo cuando iba a hacer el informe, recibí otro aviso y tuve que salir enseguida. Cuando volví ya había acabado mi turno, y como hoy tenía que sustituir a Tommie, pensé venir antes para escribirlo.

Charlie no dijo nada, pero no apartó la mirada de Miles.

—¿Nada más?

—No. ¿Es que se ha hecho daño o algo así? Como te he dicho, no lo toqué; él se cayó solo. Estaba como una cuba, Charlie, totalmente borracho…

—No, no es eso.

—Entonces, ¿qué es?

—Antes quiero asegurarme de una cosa: ¿anoche no te dijo nada?

Miles se detuvo un momento a pensar.

—No. Sabía quién era yo, me llamó por mi nombre… —Calló, intentando recordar algo más.

—¿Se comportó de una manera extraña?

—No… Sólo estaba ido, ya sabes.

—Ya… —murmuró, y se sumió otra vez en sus pensamientos.

—Vamos, dime qué pasa.

Charlie suspiró.

—Dice que quiere hablar contigo. —Miles esperó, pues sabía que había algo más—. Sólo contigo. Dice que tiene información.

Él también conocía la historia de Sims.

—¿Y?

—No quiere hablar conmigo; y dice que se trata de un asunto de vida o muerte.

Miles observó a Sims entre los barrotes pensando que el hombre parecía casi al borde de la muerte. Como otros alcohólicos crónicos, tenía la piel de un color amarillo enfermizo; le temblaban las manos y su frente estaba empapada de sudor. Sentado en el catre, llevaba horas rascándose los brazos con aire ausente, y Miles vio las marcas rojas teñidas de sangre, como si un niño le hubiera pasado una barra de labios.

Acercó una silla para sentarse y apoyó los codos en las rodillas.

—¿Querías hablar conmigo?

Sims se volvió al oírlo. No se había dado cuenta de que había llegado y tardó un momento en reaccionar. Se enjugó el labio superior y asintió.

—Agente…

Se inclinó hacia él.

—¿Qué quieres decirme, Sims? Has puesto a mi jefe muy nervioso. Dice que tienes información para mí.

—¿Por qué me detuvo anoche? Yo no le había hecho daño a nadie.

—Estabas borracho y conducías. Eso es un delito.

—¿Y por qué no ha presentado cargos todavía?

Miles dudó antes de contestar, pues intentaba adivinar qué pretendía Sims.

—No he tenido tiempo —contestó al fin con sinceridad—. Pero según las leyes del estado, no importa que no hiciera el informe anoche. Y si querías hablar conmigo por eso, tengo otras cosas que hacer.

Miles se levantó y dio un paso hacia el corredor.

—Espere —dijo Sims.

Miles se detuvo y se volvió.

—¿Sí?

—Tengo que decirle algo importante.

—Le has dicho a Charlie que era un asunto de vida o muerte.

Sims volvió a enjugarse los labios.

—No puedo volver a la cárcel, y si me denuncia me llevarán otra vez allí. Estoy en libertad condicional.

—Así son las cosas: si violas la ley, vas a prisión. ¿Acaso no lo sabías?

—No puedo volver —repitió.

—Haberlo pensado anoche.

Se giró otra vez y Sims se levantó del catre con cara de pánico.

—No lo haga.

Miles vaciló.

—Lo siento. No puedo ayudarte.

—Puede soltarme. No le hice daño a nadie, y si me encarcelan seguro que me moriré. Lo sé tanto como que el cielo es azul.

—No puedo hacerlo.

—Claro que sí. Puede decir que se equivocó, que me dormí al volante y por eso hacía eses…

Miles no pudo evitar apiadarse de él, pero sabía cuál era su obligación.

—Lo siento —repitió, y empezó a alejarse por el pasillo.

Sims se acercó y se cogió a los barrotes.

—Tengo información…

—Ya me lo contarás después de que haya escrito el informe.

—¡Espere!

Miles percibió algo en el tono de su voz que lo hizo detenerse otra vez.

—¿Sí?

Sims se aclaró la garganta. Ya se habían llevado a los tres hombres que habían estado en las celdas contiguas, pero miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie más. Le hizo señas a Miles con un dedo para que se acercara, pero éste se quedó donde estaba con los brazos cruzados.

—Si le contara algo importante, ¿retiraría los cargos?

Miles reprimió una sonrisa. «Ahora empezamos a hablar en serio.»

—Eso no depende sólo de mí, ya lo sabes. Tendría que hablar con el fiscal.

—No, no es ese tipo de información. Ya sabe cómo trabajo: no declaro y permanezco en el anonimato. —Miles no dijo nada. Sims echó otro vistazo para comprobar que seguían solos—. No hay ninguna prueba de esto, pero es verdad y usted querrá saberlo. —Bajó la voz, como si confiara un secreto—. Sé qué pasó esa noche; ya sabe a qué me refiero.

Cuando Miles reparó en cómo lo decía y entendió lo que insinuaba, sintió que se le erizaba el pelo de la nuca.

—¿De qué estás hablando?

Sims volvió a secarse el labio sabiendo que ya tenía toda su atención.

—No le diré nada más a menos que me suelte.

Miles se acercó a la celda con una sensación de mareo. Miró fijamente a Sims hasta que éste se alejó de los barrotes.

—¿Qué vas a contarme?

—Antes tenemos que llegar a un acuerdo: debe prometerme que me sacará de aquí. Basta con que diga que no puede demostrar que bebí porque no hice la prueba de alcoholemia.

—Ya te lo he dicho: yo no hago tratos.

—En ese caso, no hay información. Como ya le he dicho, no puedo volver a la cárcel. —Se miraron sin que ninguno de los dos apartara los ojos—. Ya sabe de qué estoy hablando, ¿eh? —dijo Sims al final—. ¿No quiere saber quién fue?

El corazón de Miles empezó a latir con fuerza y se apretó la cadera con las manos. La cabeza le daba vueltas.

—Se lo diré si me suelta —añadió Sims.

Miles abrió la boca y la cerró mientras sentía que todos los recuerdos regresaban, como cuando se derrama el agua de una fuente desbordada. Parecía increíble, absurdo. Sin embargo…, ¿y si decía la verdad?

¿Y si sabía quién había matado a Missy?

—Tendrás que declarar. —No sabía qué más podía decir.

Sims levantó las manos.

—Imposible. Yo no vi nada, pero he oído hablar a ciertas personas, y si se enteran de que he sido yo el chivato, soy hombre muerto; así que no puedo declarar. No lo haré, juraré que no recuerdo haberle dicho nada, y usted tampoco podrá decir cómo se ha enterado. Esto tiene que quedar entre nosotros. Pero… —Sims se encogió de hombros, entrecerrando los ojos y llevando a Miles por donde quería—. Pero en realidad eso a usted no le importa, ¿no es verdad? Sólo quiere saber quién fue el responsable, y yo se lo puedo decir. Y que me parta un rayo si no digo la verdad.

Miles se cogió a los barrotes y los nudillos se le volvieron blancos.

—¡Dímelo! —gritó.

—Sáqueme de aquí —contestó, manteniendo la calma pese al estallido de Miles— y lo haré.

Él se quedó mirándolo en silencio.

—Estaba en el Rebel —dijo Sims por fin, después de que Miles accediera a sus exigencias—. Ya lo conoce, ¿no?

No esperó a que contestara y se pasó una mano por el pelo grasiento.

—Creo que fue hace un par de años, no lo recuerdo exactamente, y yo estaba tomando unas copas. Detrás de mí, en uno de los reservados, vi a Earl Getlin. ¿Sabe quién es?

Miles asintió. Era otro elemento de una larga lista de conocidos en el departamento, un hombre alto y delgado, con el rostro picado de viruela y tatuajes en los dos brazos: uno de un linchamiento y el otro de un cráneo atravesado por un cuchillo. Lo habían detenido por agresión, allanamiento y posesión de artículos robados; se sospechaba que traficaba con drogas. Un año y medio antes lo habían arrestado por robar un coche y lo habían enviado a la cárcel estatal de Hailey, donde cumplía una condena de cuatro años.

—Parecía nervioso y jugueteaba con la copa como si aguardara a alguien. De pronto los vi entrar: a los Timson.

Se quedaron un momento junto a la puerta mirando a su alrededor, hasta que lo vieron. Como no es el tipo de gente con la que me gusta mezclarme, intenté pasar desapercibido. Se sentaron con Earl y se pusieron a hablar en voz muy baja, casi susurrando, pero yo me enteré de todo lo que decían.

Mientras escuchaba a Sims, Miles sintió que se le tensaba la espalda y se le secaba la boca, como si hubiera estado horas bajo un sol abrasador.

—Amenazaron a Earl, pero él no paraba de repetir que todavía no lo tenía. Y de pronto oí a Otis, que hasta entonces había estado callado; le dijo que si no tenía el dinero antes del fin de semana, más le valía andarse con cuidado porque a él nadie lo jodía.

Miles parpadeó. Estaba pálido.

—Dijo que le pasaría lo mismo que a Missy Ryan. Sólo que entonces daría marcha atrás y volvería a atropellado.