—DIME —dijo Miles cuando salieron de la casa de Sarah más tarde—, ¿qué es lo que más añoras de la gran ciudad?
—Las galerías, los museos, los conciertos, los restaurantes que están abiertos después de las nueve de la noche…
Él se echó a reír.
—Pero ¿qué es lo que más echas de menos? Sarah lo cogió del brazo.
—Los bistrots; ya sabes, los pequeños cafés donde te puedes sentar a tomar el té mientras lees el periódico del domingo. Me encantaba hacer eso en medio de la ciudad. Era como una especie de oasis, porque toda la gente que pasaba por la calle parecía ir con prisas a algún sitio.
Caminaron un momento en silencio.
—¿Sabes que también puedes hacerlo aquí? —le comentó Miles.
—¿De veras?
—Claro. Hay un sitio así en Broad Street.
—Nunca lo he visto.
—Bueno, no es exactamente un bistrot.
—Entonces, ¿qué es?
Se encogió de hombros.
—Es una gasolinera, pero tiene un banco delante, y seguro que si llevaras tu bolsita de té te darían una taza de agua caliente.
Sarah se echó a reír.
—Eso es muy tentador.
Cuando cruzaron la calle, se encontraron con un grupo de gente que obviamente se dirigía a la fiesta. Iban todos disfrazados y parecían recién salidos del siglo tv: las mujeres llevaban faldas gruesas y pesadas; los hombres, pantalones negros, botas altas, sobrecuellos y sombreros de ala ancha. Al llegar a la esquina se dividieron en dos y siguieron direcciones opuestas. Miles y Sarah fueron tras el grupo menor.
—Siempre has vivido aquí, ¿verdad? —le preguntó ella.
—Salvo los años en que fui a la universidad.
—¿Nunca has querido irte a otro lugar? ¿Vivir experiencias nuevas?
—¿Como sentarme en un bistrot?
Sarah le dio un codazo juguetonamente.
—No, no sólo eso. Las ciudades tienen una efervescencia y una emoción que no encuentras en un pueblo.
—No lo dudo. Pero, si quieres que te diga la verdad, nunca me han interesado esas cosas; no necesito eso para ser feliz. Si tengo un lugar tranquilo para relajarme al final del día, una vista hermosa y unos cuantos buenos amigos, ¿qué más puedo querer?
—¿Cómo fue tu infancia aquí?
—¿Te acuerdas de Matberry en El show de Andy Griffith?
—¿Y quién no?
—Pues era un poco así. New Bern no era tan pequeño, claro, pero tenía ese ambiente de pueblo, ¿sabes?, con esa misma sensación de seguridad. Recuerdo que cuando era niño, a los siete u ocho años, me iba con mis amigos a pescar, explorar o simplemente a jugar, y no volvía a casa hasta la hora de la cena. Y mis padres no se preocupaban en absoluto porque no tenían ningún motivo para hacerlo. También nos íbamos a acampar toda la noche junto al río y nunca se nos ocurrió que podía sucedemos algo. Fue una infancia maravillosa, y espero que Jonah también pueda criarse así.
—¿Dejarías que se fuera de acampada nocturna?
—De ninguna manera —contestó—. Hoy en día las cosas han cambiado, incluso en el pequeño New Bern.
Al llegar a la esquina, un coche se detuvo a su lado. Más adelante, la gente entraba y salía de las casas.
—Somos amigos, ¿verdad? —le preguntó Miles.
—Me gustaría pensar que sí.
—¿Te importa si te hago una pregunta?
—Depende.
—¿Cómo era tu exmarido?
Sarah lo miró sorprendida.
—¿Mi exmarido?
—Siento curiosidad. Nunca lo has mencionado en ninguna de nuestras conversaciones.
Ella no dijo nada, concentrada de pronto en la acera que tenía delante.
—Si prefieres no contestar, de acuerdo —dijo Miles—. Estoy seguro de que, de todos modos, no cambiará la impresión que tengo de él.
—¿Y cuál es?
—Me cae mal.
Sarah se echó a reír.
—¿Por qué lo dices?
—Porque a ti no te gusta.
—Eres muy perspicaz.
—Por eso soy agente de la ley. —Se dio unos golpecitos en la sien y le guiñó un ojo—. Puedo ver pistas que a la mayoría de la gente se le pasan por alto.
Sarah sonrió apretándole el brazo.
—De acuerdo. Mi exmarido: se llama Michael King y nos conocimos cuando había acabado su máster en Administración de Empresas. Estuvimos casados tres años. Es rico, culto y guapo —dijo, y, al hacer una pausa, Miles asintió con la cabeza.
—Humm…, ya veo por qué no te gusta.
—No me has dejado terminar.
—¿Hay más?
—¿Quieres que te lo cuente?
—Lo siento. Sigue.
Titubeó antes de continuar.
—Los primeros dos años fuimos felices; al menos yo lo fui. Teníamos un piso maravilloso, nos pasábamos todo el tiempo libre juntos y yo creía conocerlo, pero me equivoqué: no lo conocía de verdad. Empezamos a discutir, y llegó un momento en que apenas nos hablábamos y… sencillamente la cosa no funcionó.
—¿Y nada más? —preguntó él.
—Y nada más.
—¿Y ahora lo ves?
—No.
—¿Quieres verlo?
—No.
—¿Tan malo fue?
—Peor.
—Siento haber sacado el tema.
—No lo sientas. Estoy mejor sin él.
—¿Y cuándo supiste que se había acabado?
—Cuando me pidió el divorcio.
—¿No sospechabas que lo haría?
—No.
—Ya sabía que no me gustaba. —Y también que no se lo había contado todo.
Sarah sonrió agradecida.
—A lo mejor por eso nos llevamos tan bien; porque vemos las cosas de la misma manera.
—Salvo, por supuesto, en lo que se refiere a la vida en un pueblo, ¿no es así?
—Nunca he dicho que no me guste vivir aquí.
—Pero ¿te imaginas quedándote para siempre en un lugar como éste?
—¿Para siempre?
—Vamos, tienes que reconocer que es agradable.
—Lo es. Eso ya te lo he dicho.
—Pero no es para ti. O sea, a largo plazo.
—Supongo que eso depende.
—¿De qué?
Le sonrió.
—De la razón para quedarme.
Al mirarla, Miles no pudo evitar pensar que sus palabras eran una invitación, o una promesa.
La luna comenzó a dibujar su lento arco ascendente, resplandeciendo primero amarilla y después naranja mientras coronaba el destartalado tejado de la casa Travis-Banner, su primera parada en el Paseo de los Fantasmas. Era una vivienda victoriana de dos pisos y con grandes porches que necesitaban desesperadamente una capa de pintura. En uno de ellos se había reunido un grupo de gente en torno a dos mujeres disfrazadas de brujas; estaban junto a una gran olla sirviendo zumo de manzana y simulando que invocaban el espíritu del primer dueño de la mansión, un hombre al que habían degollado por accidente en una tala de árboles. La entrada principal de la casa estaba abierta; del interior salían los típicos sonidos de un túnel del terror: gritos terribles, crujido de puertas, fuertes golpes y risas socarronas. De pronto las dos hechiceras bajaron la cabeza; se apagaron las luces del porche y apareció un fantasma decapitado en el vestíbulo: una figura oscura vestida con una capa, con los brazos abiertos y con huesos en lugar de manos. Una mujer chilló y se le cayó el vaso de zumo al suelo. Sarah se arrimó instintivamente a Miles y se volvió hacia él mientras le cogía el brazo con una fuerza que lo sorprendió. De cerca, ella tenía el pelo suave, y aunque no era del mismo color que el de Missy, él se acordó de cómo se lo peinaba con los dedos cuando estaban juntos en la cama por la noche. Poco después, tras los hechizos murmurados por las brujas, el espectro desapareció y las luces volvieron a encenderse. En medio de risas nerviosas, el público se dispersó.
Durante las dos horas siguientes Sarah y Miles pasaron por varias mansiones. Algunas las visitaron por dentro; en otras se quedaron en el vestíbulo o en el jardín escuchando historias del lugar. Miles ya había hecho ese recorrido, y mientras iban de casa en casa le fue proponiendo las más interesantes y la agasajó con relatos sobre otras que ese año no estaban incluidas en el Paseo.
Caminaron por las aceras de cemento agrietado, hablando en susurros y disfrutando de la velada. Al cabo, las multitudes empezaron a retirarse y algunas de las casas cerraron sus puertas. Cuando Sarah le preguntó si estaba listo para cenar, Miles sacudió la cabeza.
—Todavía nos queda otra parada —dijo.
La cogió de la mano, se la rozó con suavidad con el pulgar y la condujo por la calle. Una lechuza graznó desde un nogal y volvió a callar; más adelante, un grupo de personas disfrazadas de fantasmas se metían en una furgoneta. En la esquina, Miles señaló una gran vivienda de dos pisos, pero ésa no estaba llena de gente como las demás. Las ventanas estaban totalmente a oscuras, como si tuvieran postigos por dentro. En cambio, la única luz era la proyectada por una docena de velas alineadas en la barandilla del porche y sobre un pequeño banco de madera situado al lado de la puerta. Junto a él había una anciana sentada en una mecedora, con las piernas tapadas con una manta. Con aquella luz tan inquietante casi parecía un maniquí; tenía el pelo cano y ralo, el cuerpo frágil y delicado. Su piel parecía traslúcida bajo el resplandor parpadeante de los cirios y tenía el rostro surcado de profundas arrugas, como las grietas de una vieja taza de porcelana. Se sentaron en la hamaca del porche mientras la mujer los observaba.
—Hola, señorita Harkins —dijo Miles despacio—, ¿qué tal han estado las visitas esta noche?
—Como siempre —contestó. Tenía voz áspera, de fumadora—. Ya sabes cómo es. —Lo miró entrecerrando los ojos, como si intentara verlo de lejos—. Conque habéis venido a escuchar la historia de Harris y Kathryn Presser, ¿no es así?
—Creo que ella debería oírla —contestó Miles con solemnidad.
Durante un momento pareció que a la anciana le brillaban los ojos, hasta que cogió la taza de té que tenía a su lado.
Miles rodeó los hombros de Sarah y la atrajo hacia él. Ella sintió que se relajaba con su abrazo.
—Esto te gustará —le susurró. Al sentir su aliento junto al oído, ella se estremeció.
«Ahora ya me gusta», pensó para sí.
La señorita Harkins dejó la taza en el suelo. Cuando habló, su voz era un murmullo.
—Hay fantasmas y hay amor / y ambos están aquí presentes. A quienes lo escuchen, este narrador / les hablará de la pasión y de si se presiente.
Sarah miró a Miles de reojo.
—Harris Presser —anunció la mujer— nació en mil ochocientos cuarenta y tres y era hijo de los propietarios de una pequeña cerería del centro de New Bern. Como muchos jóvenes de la época, quiso alistarse en la Confederación cuando empezó la Guerra de Secesión. Sin embargo, como era hijo único, sus padres le rogaron que no lo hiciera, y así, al atender a sus deseos, Harris selló su destino de manera irrevocable. —En ese momento, la señorita Harkins calló y los miró—. Se enamoró —dijo suavemente.
Durante un momento, Sarah se preguntó si se referiría también a ellos. La anciana enarcó un poco las cejas, como si le adivinara el pensamiento, y ella apartó la mirada.
—Kathryn Purdy sólo tenía diecisiete años y, al igual que Harris, era hija única. Sus padres eran los dueños del hotel y de la maderería, y los más ricos de la población. No se relacionaban con los Presser, pero las dos familias se quedaron en el pueblo cuando las fuerzas de la Unión tomaron New Bern en mil ochocientos sesenta y dos. Pese a la guerra y la ocupación, a principios del verano Harris y Kathryn se veían todas las tardes junto al río Neuse, sólo para hablar, hasta que los padres de ella se enteraron. Se enfadaron y le prohibieron volver a verlo porque consideraban que los Presser eran unos plebeyos; pero lo único que consiguieron fue unir a la joven pareja todavía más. Sin embargo, no les resultaba fácil verse. Con el tiempo, idearon un plan para eludir la mirada vigilante de los padres de Kathryn. Harris aguardaba la señal desde la cerería, que estaba en la misma calle: cuando sus padres se iban a dormir, ella ponía una vela encendida en el alféizar, y él se acercaba sigilosamente, trepaba al enorme roble que había junto a la ventana de la habitación de Kathryn y la ayudaba a bajar. Así se veían todo lo que podían y, con el tiempo, se fueron enamorando cada vez más.
La señorita Harkins bebió otro sorbo de té y entrecerró un poco los ojos. Su voz adquirió un tono más siniestro.
—Pronto las fuerzas de la Unión empezaron a presionar al Sur: las noticias de Virginia eran desalentadoras, y corría el rumor de que el general Lee iba a intentar venir con su ejército para recuperar el este de Carolina del Norte. Se declaró el toque de queda y toda persona que saliera por la noche, sobre todo los jóvenes, se exponía a que le pegaran un tiro. Como no podía ver a Kathryn, Harris se las ingeniaba para quedarse trabajando hasta tarde en la tienda y ponía un cirio en el escaparate para que ella supiera que la echaba de menos. Así pasaron las semanas, hasta que un día le envió una nota por medio de un predicador comprensivo en la que le pedía que se casara con él a escondidas. Si la respuesta era afirmativa, tenía que poner dos velas junto a la ventana: una para decirle que aceptaba y la segunda para avisarlo de cuándo podía ir a buscarla. Esa noche brillaron dos luces, y, pese a todos los inconvenientes, el reverendo que había entregado el mensaje los casó bajo la luna llena. Los tres arriesgaron su vida por amor.
»Pero, por desgracia, los padres de Kathryn encontraron otra carta secreta escrita por Harris. Furiosos, se enfrentaron a su hija y le plantearon lo que acababan de descubrir; ella les respondió con actitud desafiante que ya no podían hacer nada. Lamentablemente, tenía razón sólo en parte.
»Pocos días después el padre de Kathryn, que por su trabajo trataba con el coronel que estaba al mando de la ocupación, habló con éste y le contó que sabía de la existencia de un espía de la Confederación, alguien que estaba en contacto con el general Lee y que pasaba información secreta sobre las defensas del pueblo. Debido a los rumores sobre la probable invasión de Lee, Harris Presser fue detenido en la cerería. Antes de que se lo llevaran para ahorcarlo, pidió un único favor: que pusieran una vela en el escaparate de la tienda; y se lo concedieron. Esa noche lo colgaron de las ramas del roble situado junto a la ventana de Kathryn. La muchacha tenía el corazón destrozado, y sabía que el responsable había sido su padre.
»Fue a ver a los padres de Harris y les pidió la vela que había ardido la noche en que él murió. Destrozados por el dolor, no entendieron a qué se debía tan extraña petición, pero les explicó que quería un recuerdo del amable joven que siempre había sido tan deferente con ella. Se la dieron, y esa noche Kathryn encendió dos cirios y los puso en el alféizar. Sus padres la encontraron al día siguiente: se había suicidado colgándose del roble gigante.
En el porche, Miles abrazó a Sarah un poco más.
—¿Qué te parece? —susurró.
—Chist —respondió ella—. Nos acercamos a la parte del fantasma, creo.
—Las velas estuvieron prendidas toda la noche y el día posterior, hasta que sólo quedaron dos pequeños bultos de cera. Pero siguieron ardiendo, hasta la noche siguiente y la otra, durante tres días, los mismos que habían estado casados Harris y Kathryn; y al cabo se apagaron. Un año después, el día de su aniversario, la habitación desocupada de Kathryn se incendió misteriosamente, pero la vivienda se salvó. La mala suerte persiguió a la familia Purdy: primero perdieron el hotel en una inundación y a continuación la maderería, para pagar las deudas. Arruinados, se marcharon del pueblo y dejaron la casa. Pero…
La señorita Harkins se inclinó hacia delante con una mirada traviesa. Su voz se convirtió en un susurro.
—De vez en cuando, la gente aseguraba que veía la luz de dos velas en la ventana de arriba. Otros juraban que sólo era una…, pero que había otra en un edificio abandonado de la misma calle. E incluso ahora, más de cien años después, algunos siguen viéndolas en casas deshabitadas de por aquí. Y es extraño: sólo pueden verlas los jóvenes enamorados. El que las veáis o no depende de lo que sintáis el uno por el otro.
La señorita Harkins cerró los ojos, como si estuviera agotada tras contar la historia. Durante un momento no se movió, y Sarah y Miles se quedaron quietos, temerosos de romper el hechizo. Por fin volvió a abrir los ojos y cogió la taza de té.
Tras despedirse, bajaron la escalera del porche y recorrieron el sendero de gravilla. Cuando llegaron a la calle, Miles le volvió a coger la mano a Sarah. Como si estuvieran bajo el influjo del relato, ninguno de los dos habló durante un tiempo.
—Me alegro de que me hayas traído —dijo ella por fin.
—¿Te ha gustado?
—A todas las mujeres nos gustan las historias románticas.
Doblaron la esquina y se acercaron a Front Street; más adelante se veía el río, que discurría en silencio y refulgía negro entre las casas.
—¿Listo para cenar?
—Dentro de un momento —contestó él aminorando el paso hasta detenerse.
Sarah lo observó. Detrás de él vio las palomillas que revoloteaban alrededor de una farola. Miles miraba a lo lejos, hacia el río, y Sarah le siguió la mirada pero no vio nada que le llamara la atención.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Él sacudió la cabeza, intentando despejarse. Quería volver a caminar, pero no podía. En vez de eso, se acercó a Sarah y la cogió suavemente; ella se dejó abrazar mientras se le tensaba el estómago. Cuando Miles se inclinó hacia ella, Sarah cerró los ojos, y cuando sus rostros se aproximaron, fue como si no le importara nada más.
Parecía que el beso no fuera a terminar nunca, y cuando por fin se separaron, Miles la estrechó y, tras hundir la cara en su cuello, le besó el hueco del hombro. Sarah se estremeció al sentir la humedad de su lengua y se apoyó en él, disfrutando de la sensación de seguridad que le daba su abrazo mientras el resto del mundo seguía girando a su alrededor.
Pocos minutos después se pusieron a caminar hacia la casa de Sarah, hablando en voz baja mientras Miles le acariciaba la mano con el pulgar.
Cuando llegaron, él colgó su chaqueta en el respaldo de una silla mientras Sarah iba a la cocina; se preguntó si ella notaba que la observaba.
—¿Qué hay para cenar? —le preguntó.
Sarah abrió la nevera y sacó una gran fuente tapada con papel de plata.
—Lasaña, pan francés y ensalada. ¿Te parece bien?
—Genial. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Ya está casi todo hecho —respondió mientras ponía la fuente en el horno—. Sólo tengo que calentar esto unos treinta minutos. Pero puedes encender la chimenea y abrir la botella de vino; está en la encimera.
—Muy bien.
—Enseguida vuelvo —gritó Sarah mientras iba a su dormitorio.
En su habitación, cogió un cepillo y empezó a peinarse.
Por mucho que quisiera negarlo, el beso la había dejado un poco atolondrada. Intuía que esa noche iba a ser decisiva para su relación y tenía miedo. Sabía que debía confesarle a Miles la verdadera razón del fracaso de su matrimonio, pero no le resultaba fácil hablar de eso; sobre todo con alguien que le importaba.
Aunque sabía que ella también le importaba a él, no tenía ni idea de cómo reaccionaría o de si eso cambiaría su actitud. ¿Acaso no le había dicho que quería que Jonah tuviera un hermanito? ¿Estaría dispuesto a renunciar a eso?
Se miró en el espejo.
No quería hacerlo aún, pero sabía que si su relación iba a continuar tendría que contárselo. Lo que más temía era que la historia se repitiera, que Miles hiciera lo mismo que Michael. No soportaría volver a pasar por todo eso otra vez.
Acabó de cepillarse el pelo, se retocó el maquillaje por la fuerza de la costumbre y, decidida a revelarle la verdad, hizo ademán de salir de la habitación. Pero en lugar de dirigirse hacia la puerta, de pronto se sentó en la cama. ¿Realmente estaba preparada?
En ese momento, la respuesta la asustó más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Cuando por fin fue al salón, la chimenea ya estaba encendida y Miles salía de la cocina con el vino.
—He pensado que a lo mejor necesitábamos esto —dijo, mostrándole la botella.
—Creo que es una buena idea —coincidió ella asintiendo con la cabeza.
Lo dijo de tal manera que él enseguida notó que le ocurría algo y vaciló. Sarah se instaló cómodamente en el sofá y, poco después, Miles puso el vino en la mesa de centro y se sentó a su lado. Durante un buen rato, ella bebió en silencio. Al final, él le cogió la mano.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Sarah agitó la copa con suavidad.
—Hay algo que todavía no te he contado —dijo despacio.
Miles oyó los coches que pasaban por delante del apartamento. Los leños crepitaron y despidieron una lluvia de chispas que ascendieron hacia la chimenea; unas sombras bailaron en las paredes.
Ella se acomodó levantando una pierna y sentándose encima. Miles, que sabía que Sarah estaba pensando, la observó en silencio antes de apretarle la mano para animarla.
Eso la hizo volver en sí. Él observó cómo las llamas titilaban en sus ojos.
—Eres un buen hombre —dijo—, y estas últimas semanas han significado mucho para mí. —Calló otra vez.
Miles intuyó que lo que le esperaba no era nada bueno y se preguntó qué habría sucedido en los pocos minutos que ella había estado en su habitación. Al mirarla, sintió que se le encogía el estómago.
—¿Recuerdas cuando me preguntaste por mi exmarido?
Miles asintió.
—No te lo conté todo. Hay algo más y… y no sé exactamente cómo decirlo.
—¿Por qué?
Sarah miró el fuego.
—Porque tengo miedo de lo que puedas pensar.
Como era sheriff, se le ocurrieron varias posibilidades: que él la maltrataba, que le había hecho daño, que había herido la relación de alguna manera… Un divorcio siempre era una experiencia dolorosa, pero por el aspecto de Sarah en ese momento supo que había algo más.
Sonrió, esperando una respuesta, pero ella no dijo nada.
—Escucha —dijo por fin—, no es necesario que me cuentes nada que no quieras. No volveré a sacar el tema. Es asunto tuyo, y en estos días te he conocido lo suficiente para saber cómo eres, y eso es lo único que me importa. No necesito saberlo todo sobre ti, y, si quieres que te diga la verdad, dudo que puedas decirme nada que cambie lo que siento.
Sarah sonrió, pero rehuyó su mirada.
—¿Te acuerdas de cuando te pregunté por Missy?
—Sí.
—¿Y de lo que dijiste de ella?
Miles asintió.
—Yo también. —Por primera vez, lo miró a los ojos—. Quiero que sepas que nunca podré ser como ella.
Él frunció el entrecejo.
—Ya lo sé —dijo—. Y tampoco espero que…
Sarah levantó las manos.
—No, Miles, no me has entendido. No es que piense que yo te atraigo porque me parezco a Missy; sé que no es eso. No he sido clara.
—Entonces, ¿qué es?
—¿Recuerdas cuando me contaste que era muy buena madre? ¿Y que queríais que Jonah tuviera hermanos? —Hizo una pausa, pero no aguardó una respuesta—. Yo nunca podré ser así; por eso me dejó Michael. —Al final lo miró fijamente—. No podía quedarme embarazada. Pero no era por él, Miles; él no tenía ningún problema: era por mi culpa.
Y entonces, para remacharlo por si no lo había entendido, se lo dijo de la manera más sencilla posible.
—No puedo tener hijos. Nunca podré. —Miles no dijo nada y, tras una larga pausa, Sarah siguió—. No sabes lo horrible que fue cuando me lo comunicaron. Era tan irónico… Me había pasado años evitando el embarazo y con ataques de pánico cada vez que me olvidaba de tomar la píldora. Nunca se me ocurrió que a lo mejor no podía tener hijos.
—¿Cómo te enteraste?
—De la forma habitual. No me quedaba embarazada y al final nos hicimos unas pruebas; y entonces lo supe.
—Lo siento. —Miles no sabía qué más podía decir.
—Yo también. —Expulsó aire bruscamente, como si todavía le costara creerlo—. Y Michael; pero él no pudo soportarlo. Le dije que podíamos adoptar un niño, y yo me habría conformado con eso, pero él ni siquiera quiso planteárselo por temor a lo que diría su familia.
—No es posible…
Sarah sacudió la cabeza.
—Ojalá. Pensándolo bien, supongo que no tenía que haberme sorprendido. Cuando empezamos a salir siempre me decía que era la mujer más perfecta que había conocido. En cuanto sucedió algo que demostró lo contrario, estuvo dispuesto a tirar por la borda todo lo que teníamos. —Se quedó observando la copa, casi como si hablara sola—. Me pidió el divorcio y al cabo de una semana me marché. —Miles le cogió la mano sin decir nada y asintió con la cabeza para animarla a seguir—. Después…, en fin, no ha sido fácil. Como comprenderás, no es el tipo de tema que sacas en una fiesta. Mi familia lo sabe, y también Sylvia; era mi terapeuta y me ayudó mucho, pero sólo se lo he contado a esas cuatro personas. Y ahora a ti… —Calló.
A la luz de las llamas, Miles pensó que nunca había estado tan guapa; su pelo reflejaba unos haces de luz que formaban un halo a su alrededor.
—¿Y por qué yo? —preguntó él por fin.
—¿No es evidente?
—La verdad es que no.
—Pensaba que debías saberlo; o sea, antes de que… Como te he dicho, no quiero que vuelva a suceder… —Apartó la mirada.
Miles le giró la cara suavemente hacia él.
—¿Realmente crees que yo haría eso?
Sarah lo miró con tristeza.
—Miles…, ahora es fácil decir que no te importa. Lo que me preocupa es cómo te sentirás después, cuando hayas tenido tiempo de pensarlo. Digamos que continuamos viéndonos y que todo va tan bien como hasta ahora. ¿Puedes decir con sinceridad que te daría igual? ¿Que poder tener hijos no es importante para ti? ¿Y qué me dices de que Jonah no pueda tener un hermanito correteando por la casa? —Se aclaró la garganta—. Sé que me estoy precipitando, y no pienses que te digo todo esto porque quiero que nos casemos. Pero tenía que contarte la verdad para que supieras en qué te metías antes de que esto siguiera adelante. No puedo continuar si no tengo la certeza de que tú no vas a dar media vuelta y hacer lo mismo que Michael. Si no funciona por cualquier otra razón, pues muy bien; lo soportaré. Pero no podría pasar de nuevo por lo que ya he pasado una vez.
Miles contempló la copa y vio la luz que se reflejaba en ella. Deslizó el dedo por el borde.
—Hay algo —dijo— que tú también deberías saber sobre mí. Cuando murió Missy lo pasé muy mal; no sólo porque la perdí, sino también porque nunca me enteré de quién conducía aquel coche. Era mi obligación, tanto de marido como de sheriff, y durante mucho tiempo sólo pude pensar en que tenía que averiguar quién había sido. Investigué por mi cuenta, hablé con gente…, pero quien lo hiciese se salió con la suya, y no sabes cómo me carcomió eso. Durante mucho tiempo sentí que enloquecía, pero últimamente… —Se le enterneció la voz cuando su mirada se encontró con la de ella—. Supongo que lo que quiero decir es que no necesito tiempo, Sarah… No sé… Sólo sé que me estoy perdiendo algo en la vida, y no sabía lo que era hasta que te conocí. Si quieres que me tome un tiempo para pensarlo, lo haré. Pero lo haría por ti, no por mí; no me has dicho nada que pueda cambiar mis sentimientos. No soy como Michael y nunca podría ser como él.
En la cocina sonó el temporizador del horno y los dos se volvieron hacia él; la cena estaba lista, pero ninguno se movió. De pronto Sarah se sintió mareada, aunque no sabía si era por el vino o por lo que le había dicho Miles. Puso la copa en la mesa con cuidado y, tras respirar profundamente, se levantó.
—Voy a sacar la lasaña antes de que se queme.
En la cocina se detuvo para apoyarse en la encimera y oyó de nuevo sus palabras.
«No necesito tiempo, Sarah… No me has dicho nada que pueda cambiar mis sentimientos.»
No le importaba, y lo mejor de todo era que ella le creía; por todo lo que había dicho, por cómo la había mirado… Desde el divorcio, casi había llegado a pensar que ningún hombre lo entendería.
Dejó la fuente sobre el horno. Cuando volvió al salón, Miles estaba en el sofá contemplando las llamas. Sarah se sentó y, tras apoyar la cabeza en su hombro, él la atrajo. Mientras miraban el fuego, Sarah notó cómo a Miles le subía y le bajaba el pecho; él pasaba la mano por su cuerpo con un movimiento rítmico y ella sentía un cosquilleo en la piel cada vez que la tocaba.
—Gracias por confiar en mí —dijo él.
—No tenía otra opción.
—Siempre la hay.
—Esta vez no. Contigo no.
Levantó la cabeza y, sin mediar palabra, lo besó rozando sus labios con dulzura, una vez, después otra, antes de posarse del todo. Cuando abrió la boca, Miles la rodeó con sus brazos, y en ese momento ella sintió la lengua de él junto a la suya y se embriagó con su humedad. Acercó una mano a su cara, sintió la barba afeitada bajo la yema de los dedos y después se la acarició con los labios. Miles respondió aproximando la boca a su cuello, besándolo y mordisqueándolo suavemente mientras depositaba su cálido aliento sobre la piel de Sarah.
Estuvieron mucho tiempo haciendo el amor; al final las llamas se apagaron, tras proyectar sombras cada vez más oscuras en el salón. Miles se pasó toda la noche susurrándole en la oscuridad, sin dejar de tocarla, como si intentara convencerse de que ella era real. En dos ocasiones se levantó para echar más leña al fuego. Ella cogió un edredón del dormitorio para taparse, y de pronto, de madrugada, se dieron cuenta de que estaban hambrientos. Compartieron la lasaña delante de la chimenea y, por alguna razón, el hecho de comer juntos —desnudos y bajo el edredón— les pareció tan sensual como todo lo que habían hecho esa noche.
Justo antes del amanecer, Sarah se durmió por fin y él la llevó a su habitación, corrió las cortinas y se acostó a su lado. Amaneció nublado y lloviendo, y durmieron casi hasta el mediodía; no habían hecho algo así en mucho tiempo. Sarah fue la primera en despertar; sintió a Miles acurrucado a su lado, con un brazo encima de ella, y se movió un poco. Eso bastó para despertarlo. Levantó la cabeza de la almohada y ella se volvió hacia él; Miles tendió una mano y le acarició la mejilla mientras intentaba reprimir el nudo que tenía en la garganta.
—Te quiero —dijo él sin poder contener las palabras.
Ella le cogió la mano con las suyas y se la acercó al pecho.
—Yo también te quiero, Miles.