CAPÍTULO 12

A la mañana siguiente, Sarah llegó al campo de fútbol poco antes de que empezara el partido. Con las gafas de sol y vestida con vaqueros, botas y un jersey de cuello redondo, destacaba entre todos los padres de cara agobiada. Miles no entendía cómo podía tener un aspecto tan natural y elegante a la vez.

Jonah, que chutaba la pelota con un grupo de amigos, la vio desde el otro extremo del campo y se acercó corriendo para abrazarla. La cogió de la mano y la llevó hacia donde estaba su padre.

—Mira a quién he encontrado, papá —dijo poco después—. Ha llegado la señorita Andrews.

—Ya lo veo —contestó él mientras le acariciaba la cabeza al niño.

—Parecía perdida —explicó Jonah—, así que he ido a buscarla.

—¿Qué haría yo sin ti, campeón? —dijo Miles, y miró a Sarah.

«Eres preciosa y encantadora, y no puedo dejar de pensar en nuestra cita de anoche.»

No, no dijo eso exactamente. Lo que oyó Sarah fue más bien:

—Hola, ¿qué tal?

—Bien —respondió ella—, aunque es un poco temprano para un sábado. He tenido la sensación de que me iba a trabajar.

Por detrás de ella, Miles vio que el equipo de su hijo empezaba a agruparse y lo usó como excusa para rehuir su mirada.

—Jonah, creo que tu entrenador acaba de llegar…

El niño se volvió y forcejeó para quitarse la sudadera hasta que su padre lo ayudó; luego éste se la puso bajo el brazo.

—¿Dónde está mi pelota? —preguntó Jonah.

—¿No la tenías hace un momento?

—Sí.

—¿Y dónde está?

—No lo sé.

Miles se arrodilló y le metió la camiseta por dentro del pantalón.

—Ya la encontraremos. De todos modos, ahora no te hace falta.

—Pero el entrenador dijo que teníamos que traerla para el calentamiento.

—Pídele a alguien que te la deje.

—Los demás también la necesitan —dijo con una nota de preocupación en la voz.

—No pasa nada. Vete; el entrenador te espera.

—¿Seguro?

—Confía en mí.

—Pero…

—Vete. Te están esperando.

Poco después, tras debatir si tenía o no razón, Jonah se acercó por fin a su equipo. Sarah lo observó todo con una sonrisa divertida, disfrutando con el intercambio entre padre e hijo.

Miles señaló la bolsa que llevaba.

—¿Te apetece un café? He traído un termo.

—No, gracias. Ya he tomado un té antes de venir.

—¿De hierbas?

—Era Earl Grey.

—¿Con tostadas y mermelada?

—No, con cereales. ¿Por qué?

Miles movió la cabeza.

—Sólo por curiosidad.

Se oyó un silbato: los dos equipos se dirigieron al campo y se prepararon para el partido.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Mientras no sea sobre mi desayuno… —repuso ella.

—Puede parecerte raro.

—¿Por qué será que no me extraña?

Miles se aclaró la garganta.

—Quería saber si te envuelves la cabeza en una toalla cuando sales de la ducha.

Sarah se quedó boquiabierta.

—¿Cómo dices?

—Ya sabes, después de ducharte. ¿Te cubres el pelo o te lo secas enseguida?

Lo miró atentamente.

—Eres muy gracioso.

—Eso dicen.

—¿Quién?

—Por ahí.

—Ah.

Sonó otro silbato y empezó el encuentro.

—Conque… ¿qué haces? —insistió él.

—Vale —dijo ella, riéndose desconcertada—. Me lo envuelvo en una toalla.

Miles asintió, satisfecho.

—Ya me lo imaginaba.

—¿Alguna vez has pensado en tomar menos cafeína?

Él sacudió la cabeza.

—Nunca.

—Deberías hacerlo.

Tomó otro sorbo para disimular su alegría.

—Ya me lo han dicho.

Cuarenta minutos después terminó el partido, y pese a los esfuerzos de Jonah, su equipo fue derrotado, aunque tampoco parecía muy disgustado. Tras despedirse de sus compañeros se acercó corriendo a Miles, seguido por su amigo Mark.

—Habéis jugado muy bien —les aseguró él.

Los niños le dieron las gracias entre murmullos antes de que Jonah tirara del jersey de su padre.

—Oye, papá…

—¿Sí?

—Mark me ha invitado a dormir en su casa.

Miles lo miró para que éste se lo confirmara.

—¿De veras?

El niño asintió.

—Mi madre ha dicho que sí, pero puede hablar con ella si quiere; está ahí. También vendrá Zach.

—¡Vamos, papá! ¡Por favor! En cuanto vuelva haré todas mis tareas —añadió Jonah—; incluso más de la cuenta.

Miles vaciló. No había ningún problema…, pero al mismo tiempo sí que lo había. Le gustaba estar con su hijo; sin él, la casa estaba vacía.

—Bueno, si de verdad quieres ir…

Él sonrió emocionado, sin esperar a que su padre acabara la frase.

—Gracias, papá. Eres el mejor.

—Gracias, señor Ryan —dijo Mark—. Vamos, Jonah. Vamos a decirle a mi madre que te deja.

Se fueron corriendo, empujándose y abriéndose paso entre la multitud, sin parar de reír. Miles se volvió hacia Sarah, que los miraba correr.

—Parece muy triste ante la idea de no verme esta noche —comentó él.

—Está destrozado —coincidió ella.

—Íbamos a alquilar una película juntos.

Sarah se encogió de hombros.

—Debe de ser terrible que lo olviden a uno con tanta facilidad.

Miles se echó a reír. Estaba encantado con ella, de eso no cabía la menor duda; realmente encantado.

—Bueno, ya que estoy solo…

—¿Sí?

—Pues… quiero decir que…

Sarah enarcó las cejas y lo miró con astucia.

—¿Quieres volver a preguntarme por el ventilador?

Miles sonrió. Ésa no se la iba a dejar pasar nunca.

—Si no tienes nada que hacer… —dijo aparentando seguridad en sí mismo.

—¿Qué has pensado?

—Desde luego, no en una partida de billar, eso te lo aseguro.

Ella se rió.

—¿Qué te parece si hago algo para cenar en casa?

—¿Té y cereales? —la provocó él.

Sarah asintió.

—Claro. Y te prometo que me pondré una toalla en la cabeza.

Miles volvió a reír. No se lo merecía, de verdad que no.

—Oye, papá.

Miles se echó la gorra de béisbol hacia atrás y alzó la mirada. Estaban en el jardín, recogiendo con el rastrillo las primeras hojas que habían caído.

—¿Sí?

—Siento que no veamos una película esta noche. Me acabo de acordar ahora. ¿Estás enfadado conmigo?

Él sonrió.

—No, claro que no.

—Pero ¿de todos modos alquilarás una?

Sacudió la cabeza.

—No creo.

—Entonces, ¿qué harás?

Miles apartó el rastrillo, se quitó la gorra y se pasó una mano por la frente.

—Creo que voy a ver a la señorita Andrews.

—¿Otra vez?

No sabía bien qué debía explicarle en esos momentos.

—Es que anoche nos lo pasamos muy bien.

—¿Qué hicisteis?

—Cenamos, hablamos, dimos un paseo…

—¿Nada más?

—Nada más.

—Qué aburrido.

—Supongo que tenías que haber estado allí.

Jonah se quedó pensando.

—¿Es otra cita?

—Más o menos.

—Ah. —Asintió con la cabeza y miró hacia otro lado—. Eso significa que te gusta, ¿no?

Miles se acercó al niño y se agachó de modo que sus caras quedaran a la misma altura.

—De momento somos amigos, nada más.

Jonah lo pensó un momento. Miles lo atrajo hacia sí y lo abrazó.

—Te quiero, hijo.

—Yo también te quiero, papá.

—Eres un buen chico.

—Lo sé.

Miles se rió, se levantó y cogió el rastrillo de nuevo.

—Oye, papá…

—¿Sí?

—Empiezo a tener hambre.

—¿Qué te apetece comer?

—¿Podemos ir a McDonald’s?

—Claro. Hace tiempo que no vamos.

—¿Puedo pedir un Happy Meal?

—¿No crees que ya eres un poco mayor para eso?

—Sólo tengo siete años.

—Ah, es verdad —dijo como si lo hubiera olvidado—. Vamos a entrar a lavarnos.

Se dirigieron hacia la casa y Miles echó un brazo alrededor de los hombros de Jonah. Tras unos cuantos pasos, el niño lo miró.

—Oye, papá.

—¿Sí?

—Me parece bien que te guste la señorita Andrews.

Miles lo miró sorprendido.

—¿De veras?

—Sí —dijo muy serio—. Porque creo que tú también le gustas a ella.

Cuanto más se veían Miles y Sarah, más crecía ese sentimiento entre los dos.

En octubre salieron media docena de veces, sin contar las tardes en las que se veían después de la escuela.

Se pasaban horas hablando, él la cogía de la mano cuando caminaban juntos y, aunque todavía no habían tenido una relación física, sus conversaciones tenían un innegable trasfondo sensual.

Poco antes de Halloween, tras el último partido de fútbol de la temporada, Miles le preguntó a Sarah si esa noche quería ir con él al Paseo de los Fantasmas. Era el cumpleaños de Mark y había invitado a Jonah a dormir en su casa.

—¿Y eso qué es? —preguntó ella.

—Se recorren las casas históricas para escuchar relatos de espíritus.

—¿Eso es lo que hace la gente en los pueblos?

—Podemos decidirnos por eso o bien sentarnos en el porche de mi casa, mascar tabaco y tocar el banjo.

Sarah se rió.

—Creo que prefiero la primera opción.

—Eso pensaba. ¿Te recojo a las siete?

—Te esperaré con ansiedad. ¿Quieres que después cenemos en casa?

—Perfecto. Pero ya sabes que si sigues preparándome cenas, me acostumbrarás mal.

—No te preocupes —dijo ella guiñándole un ojo—. Un poco de mimos no le viene mal a nadie.