CAPÍTULO 11

EL viernes llevó consigo el aire fresco del otoño. Por la mañana, una ligera escarcha cubrió todas las parcelas de césped y la gente exhaló vaho cuando se metió en el coche para ir a trabajar. Los robles, los cornejos y las magnolias todavía tenían que iniciar su lento viraje hacia el rojo y el naranja, y, en ese momento, cuando los días eran cada vez más cortos, Sarah miró cómo la luz del sol se filtraba entre las hojas y proyectaba sombras en la acera.

Miles no tardaría en llegar, y ella había pensado en la cita de modo intermitente durante todo el día. Cuando escuchó los tres mensajes del contestador, se dio cuenta de que su madre también; tal vez demasiado, en su opinión. Había parloteado de modo insistente y no había dejado piedra sin mover. «En cuanto a esta noche, no te olvides de llevar una chaqueta, no vaya a ser que cojas una pulmonía. Con este frío es posible, ¿sabes?», decía en el primero, y luego le daba todo tipo de interesantes consejos, desde que no se maquillara mucho ni se pusiera joyas llamativas «para que él no se lleve una impresión equivocada», hasta que comprobara que las medias no tenían carreras: «Queda fatal.» El segundo mensaje empezaba aludiendo al anterior y la voz parecía un poco más desesperada, como si supiera que se le estaba acabando el tiempo para transmitir toda la sabiduría que había acumulado con los años: «Cuando he hablado de la chaqueta, quería decir algo elegante y ligero; a lo mejor tendrás frío, pero has de estar guapa. Y, por el amor de Dios, hagas lo que hagas, no te pongas esa verde y larga que tanto te gusta. Puede ser que abrigue, pero es más fea que un pecado…» Cuando oyó su voz en el tercero, en el que parecía realmente angustiada mientras le decía lo importante que era que leyese el periódico del día «para tener algo de qué hablar», Sarah apretó el botón para borrarlo sin molestarse en escuchar el resto.

Tenía que arreglarse para una cita.

Una hora después, Sarah vio por la ventana a Miles, que doblaba la esquina con una caja larga bajo un brazo. Se detuvo un momento, como para asegurarse de que era allí, y luego abrió el portal y entró. Mientras lo oía subir por la escalera se alisó el vestido negro sin mangas que había elegido tras mucho pensar en lo que iba a ponerse, y abrió la puerta.

—¿Qué tal? ¿Llego tarde?

Ella sonrió.

—No, llegas a tiempo. Es que te he visto.

Miles respiró hondo.

—Estás muy guapa.

—Gracias. —Señaló la caja—. ¿Es para mí?

Él asintió mientras se la daba; dentro había seis rosas amarillas.

—Es una por cada semana que has trabajado con Jonah.

—Qué detalle —dijo Sarah con sinceridad—. Mi madre se quedará impresionada.

—¿Tu madre?

Sonrió.

—Ya te hablaré de ella. Pasa mientras busco un florero.

Miles entró y echó un rápido vistazo al apartamento. Era encantador, más pequeño de lo que pensaba, pero sorprendentemente acogedor, y la mayoría de los muebles armonizaban con el lugar. Había un sofá que parecía muy cómodo, mesitas avejentadas con gracia, una mecedora en un rincón bajo una lámpara con aspecto de tener cien años…; incluso el edredón de patchwork que colgaba del respaldo parecía del siglo anterior.

En la cocina, Sarah abrió el armario situado encima del fregadero, apartó un par de cuencos y sacó un jarroncito de cristal que llenó de agua.

—Tienes una casa muy bonita —observó Miles.

Ella alzó la vista.

—Gracias, a mí me gusta.

—¿La has decorado tú?

—Prácticamente. Me traje algunas cosas de Baltimore, pero cuando vi las tiendas de antigüedades decidí cambiarlo todo. Por aquí hay unos anticuarios fantásticos.

Miles pasó la mano por un viejo buró que había al lado de la ventana y apartó las cortinas para mirar por ella.

—¿Te gusta vivir en el centro?

Sarah sacó unas tijeras del cajón y se puso a cortar el extremo de los tallos.

—Sí, pero hay tanto jaleo que a veces no puedo pegar ojo en toda la noche. Con todo ese gentío, con los gritos y las peleas, y con los que se corren juergas hasta el amanecer, no entiendo cómo consigo dormir.

—Es tranquilo, ¿eh?

Puso las flores en el florero, una por una.

—Éste es el primer lugar que conozco donde a las nueve todo el mundo está en la cama. En cuanto se pone el sol esto se convierte en un pueblo fantasma, pero seguro que a ti te facilita el trabajo, ¿no?

—Si quieres que te diga la verdad, no me afecta. Salvo por las órdenes de desahucio, mi jurisdicción se acaba en los límites del pueblo; suelo trabajar en el campo.

—¿Poniendo esos controles de velocidad por los que el sur tiene tanta fama? —preguntó juguetona.

Miles sacudió la cabeza.

—No, tampoco. De eso se encarga la patrulla de carretera.

—O sea, lo que me estás diciendo es que en realidad no haces gran cosa, así que…

—Exacto —coincidió—. Además de enseñar, no se me ocurre ningún otro trabajo que sea menos desafiante.

Sarah se rió mientras ponía el jarrón en la barra que separaba la cocina del salón.

—Son preciosas. Gracias. —Luego salió de la cocina y cogió el bolso—. ¿Adónde vamos?

—A la vuelta de la esquina, a la Mansión Harvey. Por cierto, hace un poco de fresco, así que deberías ponerte algo más —dijo Miles observando el vestido sin mangas.

Sarah se acercó al armario mientras recordaba el mensaje de su madre y deseaba no haberlo escuchado. Odiaba tener frío y, encima, era muy friolera. Pero en lugar de coger «la chaqueta verde y larga» que la abrigaría, eligió otra más ligera que combinaba con su vestido y que Maureen habría aprobado: una elegante. Cuando se la puso, Miles la miró como si quisiera decirle algo pero no se atreviera a hacerlo.

—¿Pasa algo? —preguntó ella.

—Es que… hace bastante frío. ¿Seguro que no quieres llevar algo más abrigado?

—¿No te importa?

—¿Por qué iba a importarme?

Se cambió encantada (para ponerse la verde y larga), y Miles la ayudó. Poco después, tras cerrar la puerta con llave, bajaron la escalera. Nada más salir, Sarah sintió que el frío le pellizcaba las mejillas e instintivamente se metió las manos en los bolsillos.

—¿No crees que no hace tiempo para llevar la otra chaqueta?

—Desde luego. —Sonrió agradecida—. Pero ésta no pega con lo que llevo.

—Prefiero que estés cómoda. Además, te queda bien.

Eso le encantó. «¡Chúpate ésa, mamá!»

Empezaron a caminar y a los pocos pasos —sorprendiéndose ella tanto como él— Sarah sacó una mano y se cogió al brazo de Miles.

—En fin —dijo suspirando—, ahora voy a contarte cómo es mi madre.

Pocos minutos después, sentados a la mesa, Miles no pudo reprimir una risa.

—Parece fantástica.

—Para ti es muy fácil creer eso. No es tu madre.

—Sólo es su manera de decirte que te quiere.

—Ya lo sé. Pero sería mejor si no se preocupara tanto. A veces pienso que lo hace a propósito para volverme loca.

Pese a su evidente exasperación, él pensó que Sarah estaba deslumbrante a la temblorosa luz de las velas.

La Mansión Harvey era uno de los mejores locales del pueblo, una vivienda de 1790 convertida en restaurante para escapadas románticas. Cuando lo volvieron a diseñar para su nuevo uso, los dueños decidieron conservar gran parte de la estructura original. Un camarero condujo a Miles y Sarah por una escalera curva y los llevó a lo que había sido la biblioteca. Iluminada con una luz tenue, era una habitación de tamaño medio con el suelo de roble rojo y el techo de estaño. Dos de las paredes estaban revestidas de estanterías de caoba con cientos de libros; en la tercera pared, la chimenea irradiaba un brillo etéreo. Su mesa estaba en un rincón al lado de la ventana. Sólo había cinco más, y aunque estaban todas ocupadas, la gente hablaba en voz baja.

—Humm…, creo que tienes razón —dijo Miles—. Seguro que se pasa las noches en vela pensando en nuevas maneras de atormentarte.

—Creía que no la conocías.

Él se rió.

—Bueno, al menos está cerca. Como te dije cuando nos conocimos, yo apenas hablo con mi padre.

—¿Dónde está?

—No tengo ni idea. Recibí una postal de Charleston hace un par de meses, pero no sé si sigue allí. No suele quedarse en un mismo sitio mucho tiempo, y ni llama ni viene al pueblo; hace años que no nos ve a Jonah y a mí.

—Increíble.

—Él es así; ni siquiera cuando yo era pequeño era un padre modélico. La mitad de las veces daba la impresión de que no estaba a gusto con nosotros.

—¿Nosotros?

—Mi madre y yo.

—¿No la quería?

—No tengo ni idea.

—Ah, vamos…

—De verdad. Ella estaba embarazada cuando se casaron, y no me atrevo a decir que estaban hechos el uno para el otro. Pasaban de un extremo al otro: un día estaban perdidamente enamorados y al siguiente ella le tiraba la ropa al jardín y le decía que no volviera nunca más. Y cuando murió, él se largó en cuanto pudo; dejó el trabajo, vendió la casa, se compró un barco y me dijo que se iba a ver mundo. Además no tenía ni idea de navegar. Dijo que aprendería lo que hiciera falta por el camino, y supongo que así fue.

Sarah frunció el entrecejo.

—Qué raro.

—Para él no. De hecho, a mí no me sorprendió en absoluto, pero tendrías que conocerlo para entender lo que quiero decir.

Sacudió un poco la cabeza, como disgustado.

—¿De qué murió tu madre? —preguntó Sarah con suavidad. Una expresión extraña asomó en su rostro, y ella enseguida se arrepintió de haber sacado el tema. Se inclinó hacia él—. Lo siento, ha sido una grosería. No tenía que haberlo preguntado.

—No pasa nada —dijo Miles en voz baja—. No me importa. Fue algo que ocurrió hace mucho tiempo, así que no me cuesta hablar de ello. Lo que sucede es que hace años que no hablo de mi madre; no me acuerdo de cuándo fue la última vez que alguien quiso saber algo de ella.

Tamborileó la mesa con los dedos antes de erguir la espalda. Habló con naturalidad, casi como si se refiriera a alguien que no conocía. Sarah identificó el tono: era el mismo que ella empleaba cuando hablaba de Michael.

—Empezó a tener dolores de estómago; a veces ni siquiera la dejaban dormir. Creo que en el fondo sabía lo que tenía, y cuando por fin fue al médico, el cáncer ya se había extendido por el páncreas y el hígado: no se podía hacer nada. Murió en menos de tres semanas.

—Lo siento —dijo ella sin saber qué más podía añadir.

—Yo también. Creo que te habría caído bien.

—Seguro que sí.

Los interrumpió el camarero que se acercó a la mesa y tomó nota del aperitivo. Cogieron la carta al mismo tiempo y la leyeron rápidamente.

—¿Qué está especialmente bueno? —preguntó Sarah.

—En realidad, casi todo está bien.

—Pero ¿no me recomiendas nada en concreto?

—Creo que yo pediré un filete.

—¿Por qué no me sorprenderá?

Él la miró.

—¿Tienes algo en contra?

—En absoluto. Sólo que no tienes pinta de ser uno de ésos que sólo comen tofu y ensaladas. —Cerró la carta—. Yo la verdad es que tengo que vigilar el tipo.

—¿Y qué vas a pedir?

Sarah sonrió.

—Un filete.

Miles puso su carta a un lado de la mesa.

—Ahora que ya te he contado mi vida, ¿por qué no me cuentas tú la tuya? ¿Cómo fue tu infancia con tu familia?

Sarah dejó su carta encima de la de él.

—A diferencia de los tuyos, mis padres sí que eran modélicos. Vivíamos en un barrio residencial de las afueras de Baltimore en una casa típica, con cuatro dormitorios, dos baños, porche, jardín y una valla blanca. Yo iba a la escuela en autobús con mis vecinos, los fines de semana jugaba en el jardín y tenía la mayor colección de Barbies de toda la manzana. Papá trabajaba de nueve a cinco y se ponía traje todos los días; mamá se quedaba en casa, y creo que nunca la vi sin el delantal. Y nuestro hogar siempre olía como una panadería; nos hacía galletas a mi hermano y a mí a diario, y nosotros las comíamos en la cocina y le contábamos lo que habíamos aprendido ese día.

—Qué bonito.

—Cierto. Mi madre era maravillosa en aquel entonces; era de esa clase de mujer a la que acuden los niños cuando se hacen daño o tienen un problema. No empezó a ponerse neurótica y pesada conmigo hasta que mi hermano y yo nos hicimos mayores.

Miles enarcó las cejas.

—Pero ¿crees que cambió o que en realidad siempre había sido una neurótica y tú eras demasiado pequeña para darte cuenta?

—Eso parece algo propio de Sylvia.

—¿Sylvia?

—Una amiga —dijo evasiva—, una buena amiga. —Si él percibió su vacilación, no lo demostró.

Llegaron los aperitivos y el camarero tomó nota de la cena. En cuanto se fue, Miles se inclinó hacia Sarah y acercó su cara a la suya.

—¿Y cómo es tu hermano?

—¿Brian? Es buen chico. Te aseguro que es más adulto que la mayoría de las personas con las que trabajo, pero es tímido y no se le da muy bien relacionarse con gente nueva. Tiende a ser un poco introspectivo, pero cuando estamos juntos enseguida conectamos; siempre ha sido así. Ésa es una de las principales razones por las que vine aquí. Quería pasar un tiempo con él antes de que se fuera a la universidad; acaba de irse a la de Carolina del Norte.

Miles asintió.

—O sea, que es mucho más joven que tú —observó, y ella lo miró.

—No mucho más.

—Bueno…, lo suficiente. ¿Qué edad tienes? ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y cinco años? —le preguntó, repitiendo la broma que ella le había gastado cuando se conocieron.

Sarah se echó a reír.

—Contigo una siempre tiene que estar alerta.

—Seguro que eso se lo dices a todos los hombres con los que sales.

—De hecho, estoy muy desentrenada. Desde que me divorcié he salido muy poco.

Miles bajó la copa.

—Eso será una broma, ¿no?

—No.

—¿Una chica como tú? Seguro que te han invitado a salir un montón de veces.

—Eso no significa que haya aceptado.

—O sea, que te haces la dura… —bromeó.

—No. Sólo que no querría hacerle daño a nadie.

—Conque eres una rompecorazones…

En lugar de contestar enseguida, Sarah se quedó mirando la mesa fijamente.

—No, no lo soy —dijo en voz baja—. La que tiene el corazón roto soy yo.

Sus palabras sorprendieron a Miles. Buscó una respuesta desenfadada, pero al ver su cara, decidió callar. Durante un momento ella pareció perdida en su mundo; al final lo miró con una sonrisa casi avergonzada.

—Lo siento. He sido un poco aguafiestas, ¿no?

—En absoluto —respondió con suavidad. Tendió la mano y le apretó la suya con suavidad—. Además, deberías saber que no es fácil desanimarme —prosiguió—. Aunque, a lo mejor, si me hubieras tirado la copa a la cara y llamado sinvergüenza…

Pese a su evidente tensión, Sarah se rió.

—¿En ese caso tendrías un problema? —le preguntó relajándose.

—Es probable —contestó Miles guiñándole un ojo—. Pero incluso así, teniendo en cuenta que es la primera cita, a lo mejor también lo dejaba pasar.

Acabaron de cenar a las diez y media, y cuando salieron a la calle Sarah tenía muy claro que no quería terminar la velada. La cena había sido maravillosa y habían regado generosamente la conversación con un excelente vino tinto. Sin embargo, aunque quería estar más tiempo con Miles, no estaba preparada para invitarlo a su casa. Detrás de ellos, a unos pocos metros, el motor de un coche hacía ruiditos secos al enfriarse.

—¿Te apetece ir a La Taberna? —sugirió él—. No está lejos.

Sarah asintió y se arrebujó en la chaqueta cuando empezaron a caminar despacio y muy juntos. Las calles estaban desiertas, y pasaron ante galerías de arte, tiendas de antigüedades, una agencia inmobiliaria, una pastelería, una librería…, todas cerradas.

—Pero ¿dónde está ese lugar exactamente?

—Por aquí —contestó él, señalando con la mano—. Un poco más adelante y a la vuelta de la esquina.

—Nunca he oído hablar de ese sitio.

—No me extraña —dijo—. Es un bar local, y el dueño cree que si alguien no lo conoce, no merece ir.

—¿Y cómo se mantiene el negocio?

—Se las arreglan —contestó de un modo críptico.

Un minuto después doblaron la esquina. Aunque había varios coches aparcados no se veía la menor señal de vida; casi daba miedo. A media manzana, Miles se paró ante un callejón situado entre dos edificios, uno de ellos con aspecto de estar abandonado. Al final, a unos diez metros de donde estaban, colgaba una bombilla torcida.

—Es aquí —anunció.

Sarah vaciló y él la cogió de la mano, la guió y se detuvo bajo la luz. El nombre del establecimiento estaba escrito con rotulador encima de una puerta combada; se oía música que procedía del interior.

—Es impresionante —comentó Sarah.

—Para ti, sólo lo mejor.

—¿Es posible que perciba cierto sarcasmo en tu voz?

Miles se rió mientras abría y la hacía pasar.

Situada en lo que parecía ser el edificio abandonado, La Taberna era un lugar sombrío y con un ligero olor a madera enmohecida, pero sorprendentemente grande. En el fondo, bajo unos carteles luminosos que anunciaban cervezas, había cuatro mesas de billar; una larga barra recorría la pared más alejada. Una vieja máquina de discos flanqueaba la entrada y había una docena de mesas distribuidas al azar por todo el local. El suelo era de cemento y las sillas de madera eran todas diferentes, pero eso no parecía importar.

Estaba lleno a rebosar.

La barra y las mesas estaban atestadas de gente y había varias personas en torno a los billares. Dos mujeres, quizá demasiado maquilladas, estaban delante de la máquina de discos, vestidas con ropa ajustada y bailando al son de la música mientras leían los títulos de las canciones y decidían cuál elegir.

Miles miró a Sarah, divertido.

—Sorprendente, ¿verdad?

—Si no lo veo, no lo creo. Está hasta los topes.

—Los fines de semana siempre está así. —Miró a su alrededor buscando un lugar para sentarse.

—Hay sitio en el fondo… —propuso ella.

—Es para jugar al billar.

—¿Te apetece?

—¿El billar?

—¿Por qué no? Hay una mesa libre. Además, seguro que allí se está más tranquilo.

—De acuerdo. Déjame arreglarlo con el camarero. ¿Quieres tomar algo?

—Una cerveza sin alcohol, si tienen.

—Seguro que sí. Nos vemos en la mesa, ¿de acuerdo?

Dicho eso, Miles se fue a la barra abriéndose paso entre la multitud. Tras meterse entre un par de taburetes, levantó una mano para llamar al barman; en vista de la cantidad de gente que esperaba, tenía para rato.

Hacía calor y Sarah se quitó la chaqueta. Cuando la doblaba para ponérsela bajo el brazo oyó que se abría una puerta detrás de ella y, tras mirar por encima del hombro, se apartó para dejar pasar a dos hombres. El primero, con tatuajes y el pelo largo, tenía un aspecto peligroso; el segundo, con vaqueros y un polo, no podía ser más diferente, y se preguntó qué podían tener en común.

Hasta que se fijó un poco más. Entonces decidió que el segundo le daba más miedo; algo en su expresión, en su porte, parecía infinitamente más amenazador.

Se alegró cuando el primero pasó a su lado sin fijarse; pero el otro se detuvo y entonces sintió su mirada clavada en ella.

—Nunca te había visto por aquí. ¿Cómo te llamas? —le preguntó de repente.

Sarah notó cómo el hombre la evaluaba con frialdad.

—Sylvia —mintió.

—¿Puedo invitarte a tomar algo?

—No, gracias —respondió sacudiendo la cabeza.

—Entonces, ¿quieres venir a sentarte conmigo y con mi hermano?

—Estoy acompañada —contestó.

—No veo a nadie.

—Está en la barra.

—¡Vamos, Otis! —gritó el hombre tatuado.

Él no le hizo caso y no apartó la vista de Sarah.

—¿Seguro que no quieres esa copa, Sylvia?

—Seguro.

—¿Por qué no? —insistió. Por alguna razón, a pesar de que habló con calma, incluso de forma educada, ella percibió cierto trasfondo de ira.

—Ya te lo he dicho: estoy con alguien —dijo retrocediendo.

—¡Vamos, Otis! ¡Necesito una copa!

Él miró a su hermano; luego se volvió hacia Sarah y sonrió como si estuvieran en un cóctel en lugar de en semejante antro.

—Si cambias de opinión, estaré por aquí, Sylvia —dijo suavemente.

En cuanto se fue, Sarah respiró hondo y se adentró en la multitud dirigiéndose hacia las mesas de billar y alejándose lo máximo posible de Otis. Cuando llegó, dejó la chaqueta en uno de los taburetes libres y poco después se acercó Miles con las cervezas. Le bastó una mirada para saber que había ocurrido algo.

—¿Qué pasa? —le preguntó mientras le daba una botella.

—Nada, sólo un imbécil que quería ligar. Me ha asustado un poco; había olvidado cómo eran estos sitios.

La expresión de Miles se ensombreció un poco.

—¿Te ha hecho algo?

—Nada que no pudiera resolver yo sola.

Él lo pensó un momento.

—¿Seguro?

Sarah vaciló.

—Sí, seguro —contestó por fin. Entonces, conmovida por su preocupación, acercó su botella a la de él, le guiñó un ojo y se olvidó de lo ocurrido—. Y ahora, ¿pones tú las bolas en el triángulo o las pongo yo?

Tras quitarse la chaqueta y remangarse, Miles cogió dos tacos de billar que colgaban de un soporte en la pared.

—Las reglas son muy sencillas —explicó—: Las bolas del uno al siete son lisas, las del nueve al quince tienen rayas…

—Ya lo sé —dijo ella agitando una mano.

—¿Ya has jugado? —se asombró él.

—Creo que todo el mundo ha jugado al menos una vez.

Miles le pasó el taco.

—Entonces supongo que estamos listos. ¿Quieres empezar tú o empiezo yo? —No, empieza tú.

Sarah lo observó mientras rodeaba la mesa y le ponía tiza al taco; después se agachó, apoyó una mano, apuntó y disparo con destreza. Se oyó un chasquido, las bolas se esparcieron Por el tapiz, y la cuarta se dirigió hacia la tronera del rincón y desapareció. Miles alzó la vista.

—Me tocan las lisas.

Examinó la mesa para decidir cuál sería el siguiente tiro y, una vez más, ella se sorprendió de lo distinto que era de Michael. Éste no jugaba al billar y, desde luego, jamás la habría llevado a un lugar como aquél. No se habría sentido a gusto allí, y tampoco se habría adaptado, del mismo modo que Miles tampoco habría encajado en el anterior mundo de Sarah.

Sin embargo, al verlo sin chaqueta y con la camisa remangada, no pudo evitar reconocer que la atraía. En comparación con esos hombres que se atiborraban de pizzas para cenar y bebían demasiada cerveza, Miles casi parecía delgado. No era el típico galán de cine, pero tenía la cintura estrecha, la barriga plana y unos hombros anchos que inspiraban confianza. Pero era más que eso. Había algo en su mirada y en la expresión de su cara que reflejaba los retos a los que se había enfrentado en los dos últimos años, algo que ella reconocía cuando se miraba en el espejo.

La máquina de discos se apagó un momento y volvió a sonar con Born in the USA, de Bruce Springsteen. El aire estaba cargado de humo pese a los ventiladores del techo que daban vueltas encima de ellos. Sarah oyó el estruendo amortiguado de risas y bromas a su alrededor, pero al mirar a Miles casi parecía que estaban solos. Él lanzó otro tiro.

Con ojo experto, se quedó mirando la mesa hasta que las bolas se detuvieron; se fue hacia el otro lado y volvió a tirar, pero entonces falló. Al ver que le tocaba, Sarah dejó la cerveza y cogió su taco. Miles cogió la tiza y se la ofreció.

—Tienes una buena posibilidad ahí —dijo señalando un rincón con la cabeza—, al lado de la tronera.

—Ya lo veo —dijo ella poniendo tiza en el extremo del taco. Observó la mesa y no apuntó enseguida; como si percibiera su vacilación, Miles dejó su palo en un taburete.

—¿Quieres que te muestre cómo se coloca la mano? —le propuso animosamente.

—Claro.

—Muy bien. Dobla el pulgar, así, y pon los tres dedos en la mesa. —Y le enseñó cómo se hacía.

—¿Así? —preguntó ella, imitándolo.

—Casi…

Él se acercó, y en cuanto le cogió la mano y se apoyó con suavidad sobre ella, Sarah sintió que algo brincaba en su interior, una ligera sacudida que partió del estómago y se irradió hacia fuera. Cuando le movió los dedos, Miles tenía las manos cálidas, y, pese al humo y el aire cargado, olió su loción para después del afeitado, un aroma limpio y masculino.

—No, sujétalo con más fuerza. Si dejas mucho espacio, no podrás controlar el disparo.

—¿Y así qué tal? —preguntó ella mientras pensaba en lo mucho que le gustaba tenerlo tan cerca.

—Mejor —contestó muy serio, sin darse cuenta de lo que ella sentía. Se apartó un poco—. Cuando tires, mueve el taco despacio e intenta que esté recto y firme en el momento en que golpee la bola. Y recuerda que no hay que darle fuerte; la bola está justo en el borde y no quieres que rebote.

Sarah obedeció y, como había predicho Miles, metió la número nueve. La bola blanca se detuvo en medio de la mesa.

—Muy bien —dijo él señalándola—. Ahora puedes intentarlo con la catorce.

—Ah, ¿sí?

—Sí, ahí mismo. Sólo tienes que apuntar bien y repetir lo de antes…

Ella siguió sus instrucciones tomándose su tiempo. Después de meter la catorce, la bola blanca volvió a colocarse perfectamente para el siguiente tiro. Miles abrió los ojos sorprendido. Sarah lo miró y pensó que quería tenerlo cerca de nuevo.

—Esta vez no me ha salido tan bien como la primera —dijo—. ¿Te importaría volver a mostrarme cómo se hace?

—En absoluto —contestó al instante.

Una vez más, se apoyó en ella y le enseñó a poner la mano; Sarah volvió a oler su loción; y, de nuevo, el momento se cargó de tensión, pero esa vez Miles también debió de notarlo y prolongó el contacto de un modo innecesario. Hubo algo en la manera de tocarse que era embriagador y temerario, que era… maravilloso. Miles respiró hondo.

—Bien, ahora inténtalo —dijo alejándose de ella como si necesitara espacio.

Con un tiro firme, Sarah metió la bola once.

—Creo que ya le has pillado el truco —dijo Miles mientras cogía su cerveza. Sarah dio una vuelta alrededor de la mesa para lanzar de nuevo.

Mientras, Miles la observaba. No perdió detalle: la gracia con la que caminaba, las suaves curvas de su cuerpo cuando se erguía, la piel, tan suave que casi parecía irreal… Cuando Sarah se pasó una mano por el pelo y se lo metió detrás de la oreja, él bebió un trago y se preguntó cómo era posible que su exmarido la hubiera dejado escapar. O estaba ciego o era un idiota, o tal vez las dos cosas. Poco después, ella coló la bola doce. «Qué buen ritmo tiene», pensó él intentando volver a concentrarse en el juego.

Los siguientes minutos, Sarah actuó como si todo fuera muy fácil. Metió la diez después de que recorriera un lado de la mesa hasta llegar a la tronera.

Recostado contra la pared y con las piernas cruzadas, Miles iba girando el taco mientras esperaba.

La bola trece entró en otra tronera después de un tiro muy sencillo.

Al verlo, él frunció un poco el entrecejo.

«Qué extraño que todavía no haya fallado una sola vez…»

Poco después la quince, por lo que parecía pura chiripa, siguió a la trece, y Miles tuvo que contener las ganas de coger el paquete de tabaco que llevaba en la chaqueta.

Sólo quedaba la ocho; Sarah se apartó de la mesa y cogió la tiza.

—Y ahora voy a por la ocho, ¿verdad?

Él se movió intranquilo.

—Sí, pero tienes que decir por dónde va a entrar.

—De acuerdo —accedió ella. Rodeó la mesa hasta darle la espalda y señaló con el taco—. En ese caso creo que la meteré por la tronera del rincón.

Tendría que disparar desde la otra punta, con un ligero ángulo; aunque se podía hacer, era difícil. Sarah se apoyó en el tapete.

—Procura que no rebote —añadió Miles—. Si rebota, gano yo.

—No rebotará —murmuró ella para sí.

Tiró y metió la bola ocho y se volvió con una gran sonrisa.

—Vaya, ¡es increíble!

Miles seguía mirando la tronera.

—Un buen golpe —comentó casi con incredulidad.

—La suerte del principiante —aseguró ella, quitándole importancia—. ¿Jugamos otra?

—Sí, supongo que sí —contestó él con vacilación—. Has hecho unas cuantas jugadas muy buenas.

—Gracias.

Miles apuró la cerveza antes de volver a reunir las bolas en el triángulo. Empezó él y coló una bola, pero falló en el segundo tiro.

Sarah se encogió de hombros, comprensiva, se dispuso a jugar, y no falló ni una sola vez. Cuando acabó, Miles la miraba fijamente desde el lugar donde estaba, junto a la pared. A mitad de la partida había dejado el taco para pedir otras dos cervezas a una camarera que pasó a su lado.

—Creo que me han tomado el pelo.

—Creo que tienes razón —dijo ella acercándose—. Pero al menos no hemos apostado; si lo hubiésemos hecho, habría disimulado.

Miles sacudió la cabeza, atónito.

—¿Dónde aprendiste a jugar?

—Con mi padre. En casa siempre hemos tenido una mesa de billar y jugábamos a menudo.

—¿Y por qué has dejado que te enseñara a tirar e hiciera el ridículo?

—Es que… parecías tan empeñado en ayudarme que no he querido herir tus sentimientos.

—Vaya, te lo agradezco. —Le pasó una cerveza y cuando Sarah la cogió, sus dedos se rozaron. Miles tragó saliva.

«Caramba, qué guapa es. De cerca lo es todavía más.» En ese momento oyó un pequeño alboroto y se volvió.

—¿Cómo está, agente Ryan?

Al oír a Otis Timson, se tensó de forma automática. Su hermano estaba detrás de él, con una cerveza en la mano y los ojos vidriosos. Otis saludó a Sarah burlonamente; ella retrocedió y se aproximó a Miles.

—Y tú, ¿qué tal? Me alegro de volver a verte.

Miles siguió la mirada de Timson.

—Es el tipo del que te he hablado antes —le susurró ella.

Al oírla, Otis enarcó las cejas, pero no dijo nada.

—¿Qué quieres? —preguntó Miles con cautela, recordando lo que Charlie le había dicho.

—Nada —contestó—. Sólo quería saludar.

Miles se apartó.

—¿Quieres ir a la barra? —le preguntó a Sarah.

—Sí —respondió ella asintiendo con la cabeza.

—Eso, vete; no quiero estropear tu cita —dijo Otis—. Es una tía estupenda —añadió—. Veo que ya has encontrado a alguien…

Miles se estremeció; era evidente que el comentario lo había herido. Abrió la boca para contestar, pero no dijo nada; sólo apretó los puños, respiró hondo y se giró hacia Sarah.

—Vamos —dijo. En su voz, ella percibió una rabia que nunca había oído.

—Ah, por cierto —añadió Otis—. En cuanto a lo de Harvey, no te preocupes; le he pedido que no sea muy duro contigo.

La gente se dio cuenta de que pasaba algo y empezó a formar un corro a su alrededor. Miles se quedó mirando a Otis y éste le devolvió la mirada impertérrito. Su hermano se había puesto a un lado, como preparándose para intervenir si era necesario.

—Vamos —dijo Sarah con un poco más de vehemencia, intentando que la situación no se descontrolara más. Agarró a Miles por el brazo y tiró de él—. Vamos…, por favor, Miles —le rogó.

Eso bastó para captar su atención. Sarah cogió las dos chaquetas y se las puso bajo el brazo mientras lo conducía entre la multitud. La gente se hizo a un lado para dejarlos pasar y poco después ya estaban fuera. Miles apartó la mano con la que ella lo sujetaba, enfadado con Otis y consigo mismo por haber estado a punto de perder el control, y recorrió el callejón hasta llegar a la calle. Sarah lo seguía, pero se detuvo para ponerse la chaqueta.

—Miles…, espera…

Él tardó un momento en registrar las palabras y al final se paró, sin apartar la vista del suelo. Cuando Sarah se aproximó y le tendió su chaqueta, parecía que no se percataba de su presencia.

—Lo siento —dijo, sin poder mirarla a la cara.

—No has hecho nada malo, Miles. —Como él no contestaba, se acercó más—. ¿Estás bien? —le preguntó con suavidad.

—Sí…, estoy bien. —Habló tan bajo que Sarah apenas lo oyó. Durante un momento puso la misma cara que ponía Jonah cuando le daba demasiados deberes.

—Pues no lo parece —dijo ella por fin—. De hecho, se te ve bastante mal.

Pese a la ira, Miles se rió entre dientes.

—Qué amable.

Pasó un coche por la calle buscando un sitio para aparcar; un cigarrillo salió volando por la ventana y aterrizó en la alcantarilla. La temperatura había bajado y hacía demasiado frío para estar quietos; Miles cogió la chaqueta y se la puso. Callados, empezaron a caminar. Al llegar a la esquina, Sarah rompió el silencio.

—¿Se puede saber a qué ha venido todo eso?

Tras una larga pausa, él se encogió de hombros.

—Es una historia muy larga.

—Todas suelen serlo.

Avanzaron un poco más; el único ruido que se oía eran sus pasos.

—Tenemos una cuenta pendiente —admitió por fin.

—De eso ya me he dado cuenta. No soy precisamente dura de mollera, ¿sabes? —Miles no contestó—. Oye, si prefieres no hablar del tema…

Sarah le estaba ofreciendo una salida y él estuvo a punto de cogerla. Sin embargo, tras meterse las manos en los bolsillos y cerrar un momento los ojos, se lo contó todo —los arrestos a lo largo de los años, el vandalismo en su casa y los alrededores, el corte en la mejilla de Jonah…—, hasta la última detención y la advertencia de Charlie. Mientras hablaban, siguieron caminando hacia el centro, pasaron ante las tiendas cerradas y la iglesia episcopaliana, cruzaron Front Street y se dirigieron hacia el parque, en Union Point. Sarah lo escuchó todo en silencio y, cuando Miles acabó, lo miró.

—Siento haberte detenido —dijo en voz baja—. Tenía que haber dejado que lo hicieras papilla.

—No, me alegro de que lo hayas hecho. Ese tío no vale la pena.

Pasaron ante el club de damas, que en su día había sido un lugar de encuentro de lo más pintoresco, pero que llevaba mucho tiempo abandonado, y las ruinas parecían invitar al silencio, casi como si estuvieran en un cementerio. Con las inundaciones, el edificio se había vuelto inhabitable salvo para los pájaros y otro tipo de animales.

Cuando llegaron al río, se detuvieron a observar el color alquitrán del Neuse, que discurría lentamente ante ellos. El agua batía contra las rocas de la orilla a un ritmo constante.

—Háblame de Missy —dijo Sarah al fin, interrumpiendo la calma que los había invadido a los dos.

—¿De Missy?

—Me gustaría saber cómo era —le confesó con sinceridad—. Es una parte importante de ti, y no sé nada de ella.

Tras una pausa, Miles sacudió la cabeza.

—No sabría por dónde empezar.

—Pues… ¿qué es lo que más echas de menos?

Al otro lado del río, a menos de dos kilómetros, Miles vio las luces parpadeantes de un porche, pequeños puntos brillantes que a lo lejos parecían colgados en el aire como luciérnagas en las noches calurosas de verano.

—Añoro su presencia —comenzó—; el simple hecho de que estuviera en casa cuando yo volvía de trabajar, de despertar a su lado o de verla en la cocina, en el jardín o en cualquier sitio. Aunque no tuviéramos mucho tiempo, saber que estaría si la necesitaba tenía algo especial para mí. Y siempre estaba ahí. Llevábamos suficiente tiempo casados para haber superado todas esas fases por las que atraviesa un matrimonio, las buenas, las regulares e incluso las malas, y nos habíamos acomodado a algo que funcionaba para los dos. Cuando empezamos a salir éramos críos y conocíamos a gente que se había casado más o menos al mismo tiempo que nosotros. Tras siete años, muchos de nuestros amigos se habían divorciado y unos cuantos incluso se habían vuelto a casar. —Se giró hacia ella—. Pero nosotros lo conseguimos, ¿sabes? Cada vez que lo pienso, me enorgullezco de ello, porque sé lo raro que es. Nunca me arrepentí de haberme casado con ella. Nunca.

Se aclaró la garganta.

—Nos pasábamos horas hablando de todo, o de nada; en realidad daba igual. Le encantaban los libros y me contaba las historias que leía, y lo hacía de tal manera que me entraban ganas de leerlas a mí también. Me acuerdo de que leía en la cama y a veces yo me despertaba a medianoche y la encontraba profundamente dormida, con el libro en la mesilla y la luz encendida. Tenía que levantarme para apagarla. Comenzó a hacerlo más a menudo cuando nació Jonah; siempre se encontraba cansada, pero lo disimulaba. Era maravillosa con el niño. Recuerdo cuando empezó a andar; tenía unos siete meses, o sea, que era muy pequeño, ni siquiera gateaba todavía, pero estaba empeñado en caminar. Missy se pasó semanas paseando por la casa agachada y cogiéndolo por los dedos, sólo porque él quería. Por la noche le dolía tanto la espalda que si yo no le daba un masaje, al día siguiente no podía moverse. Pero ¿sabes?…

Hizo una pausa y su mirada se cruzó con la de Sarah.

—Nunca se quejó. Creo que era lo que mejor hacía. Siempre me decía que quería tener cuatro hijos, pero después de Jonah yo siempre le exponía las razones por las que no era el mejor momento, hasta que al final se impuso. Quería que el niño tuviera hermanos, y entonces me di cuenta de que yo también. Sé por experiencia lo difícil que es ser hijo único, y ojalá le hubiera hecho caso antes. Lo digo por Jonah.

Sarah tragó saliva antes de apretarle el brazo en señal de comprensión.

—Por lo que dices parece que era maravillosa.

En el río una barca pesquera avanzaba hacia el canal y se oía el zumbido del motor. Cuando la brisa se dirigió hacia él, Miles sintió el olor del champú de madreselva con el que Sarah se había lavado el pelo.

Los dos se quedaron un rato en tranquilo silencio, mientras el bienestar producido por la presencia del otro los arropaba como una manta caliente en la oscuridad.

Ya era tarde, hora de retirarse. Por mucho que Miles quisiera que la noche durara eternamente, sabía que no podía ser: la señora Knowlson lo esperaba en casa a las doce.

—Tenemos que irnos —dijo.

Cinco minutos después, delante de su casa, Sarah le soltó el brazo para coger las llaves.

—Esta noche me lo he pasado muy bien —dijo.

—Yo también.

—¿Te veré mañana?

Miles tardó un segundo en acordarse de que ella iría al partido de Jonah.

—No te olvides de que empieza a las nueve.

—¿Sabes en qué campo es?

—Ni idea, pero estaremos allí; ya te buscaré.

En la breve pausa que siguió, Sarah pensó que a lo mejor Miles intentaba besarla, pero se sorprendió cuando él retrocedió.

—Oye…, tengo que irme…

—Lo sé —contestó, alegrándose y lamentando a la vez que no lo hubiera intentado—. Conduce con cuidado.

Lo observó mientras se acercaba a la esquina, se dirigía hacia una camioneta plateada y, tras abrir la puerta, se sentaba al volante. La saludó con la mano una última vez antes de arrancar.

Se quedó en la acera mirando las luces traseras hasta mucho después de que él se hubiera ido.