EL funeral de Missy Ryan se celebró un miércoles por la mañana en la iglesia episcopaliana, en el centro de New Bern. Aunque el templo tenía cabida para casi quinientas personas, no hubo sitio para todos los asistentes. Había gente de pie y algunos se habían agrupado delante de la puerta de salida para presentar sus respetos desde el lugar más cercano posible.
Me acuerdo de que esa mañana llovió, aunque no mucho; fue el tipo de lluvia constante de final del verano que refresca la tierra y pone fin a la humedad. Una neblina se cernía sobre el suelo, etérea como un fantasma, y la calle se llenó de pequeños charcos. Me quedé mirando un desfile de paraguas negros, sostenidos por personas vestidas de luto que avanzaban lentamente, como si caminaran por la nieve.
Vi a Miles Ryan sentado muy recto en la primera fila. Le cogía la mano a Jonah, que entonces tenía cinco años, edad suficiente para entender que su madre había muerto, pero no para comprender que no volvería a verla. Parecía más confuso que triste. Su padre, pálido y con los labios apretados, saludaba a quienes se le acercaban y le daban la mano o lo abrazaban. Aunque le costaba mirar a la gente a la cara, ni lloró ni tembló. Yo me di la vuelta y me fui al fondo; no le dije nada.
Nunca olvidaré ese olor, un aroma a madera vieja y a la cera quemada de las velas, que me llegó cuando me senté en la última fila. Alguien tocaba una guitarra suavemente cerca del altar. Una mujer se sentó a mi lado, y poco después llegó su marido. Ella sostenía un paquete de pañuelos de papel con los que se enjugaba la comisura de los ojos; su esposo tenía una mano apoyada en su rodilla y sus labios trazaban una fina línea. A diferencia del vestíbulo, donde la gente seguía entrando, la iglesia estaba en silencio salvo por el gimoteo de los asistentes. Nadie hablaba; nadie sabía qué decir.
Fue entonces cuando me entraron ganas de vomitar.
Luché contra las náuseas, sintiendo el sudor en la frente. Tenía las manos húmedas e inútiles. No quería estar allí, no tenía que haber ido; lo que más deseaba era levantarme y marcharme.
Pero me quedé.
Cuando empezó el funeral, me costó concentrarme. Si hoy alguien me preguntara qué dijeron el reverendo o el hermano de Missy en el panegírico, no sabría contestar. De todos modos, me acuerdo de que las palabras no me consolaron. En lo único que podía pensar era en que Missy Ryan no tenía que haber muerto.
Tras la ceremonia hubo una larga procesión hasta el cementerio de Cedar Grove escoltada por lo que supuse serían todos los sheriffs y agentes de policía del condado. Esperé a que casi todo el mundo hubiera arrancado el coche y entonces me uní a la fila, siguiendo al que iba delante de mí. Todos encendieron los faros; como un autómata, yo también lo hice.
Mientras conducíamos arreció la lluvia. Mis limpiaparabrisas la apartaban hacia los lados.
El cementerio estaba a pocos minutos de la iglesia.
Tras aparcar, la gente abrió los paraguas, pasó entre los charcos y se dirigió al mismo sitio. Yo la seguí ciegamente y me quedé detrás de la multitud que se agolpó alrededor de la tumba. Volví a ver a Miles y a Jonah; tenían la cabeza gacha bajo la lluvia que los calaba. Los portadores acercaron el féretro a la fosa, rodeada de cientos de ramos de flores.
Pensé otra vez que no quería estar allí. No debía haber ido; yo no pertenecía a ese lugar.
Pero fui.
Guiado por un impulso, no tuve otra opción. Necesitaba ver a Miles y a Jonah.
Incluso entonces supe que nuestras vidas estarían entrelazadas para siempre.
Tenía que estar allí.
Al fin y al cabo, el que conducía el coche era yo.