EL lunes, Jonah inició la rutina que habría de dominar gran parte de su vida en los siguientes meses. Cuando sonó el timbre que anunciaba oficialmente el fin de las clases del día, salió de la escuela con sus compañeros, pero dejó su mochila en el aula. Sarah, como todas las demás maestras, también salió para asegurarse de que los niños se subían a sus coches y autobuses. Cuando estuvieron todos instalados y los vehículos empezaron a irse, Sarah se acercó a Jonah, que miraba con añoranza cómo se marchaban sus amigos.
—Seguro que estás deseando no tener que quedarte, ¿eh?
El pequeño asintió.
—No lo pasarás tan mal. Te he traído unas galletas de casa para facilitarte un poco las cosas. Jonah lo pensó.
—¿De qué clase? —preguntó con escepticismo.
—Oreos. Cuando iba al colegio, mi madre siempre me daba un par al llegar a casa; me decía que era mi premio por portarme bien.
—A la señora Knowlson le gusta darme trozos de manzana.
—¿Quieres que te traiga mañana?
—De ninguna manera —contestó muy serio—. Prefiero las Oreos.
Ella señaló el colegio.
—Vamos, ¿estás listo?
—Supongo —murmuró. Sarah le tendió la mano. Él la miró.
—Espera, ¿tienes leche?
—Puedo ir a buscar a la cafetería, si quieres.
Dicho eso, Jonah le cogió la mano y le sonrió un momento antes de entrar en el edificio.
Mientras Sarah y Jonah iban de la mano camino al aula, Miles Ryan estaba agachado detrás de su coche y a punto de desenfundar la pistola antes de que se hubiera apagado el eco del último disparo. Y tenía la intención de quedarse allí hasta que se hubiera enterado de lo que ocurría.
No había nada como unos tiros para que se le acelerara el pulso: el instinto de conservación era algo que siempre lo sorprendía, tanto por su intensidad como por su prontitud. Parecía que la adrenalina se le introducía en el organismo como si estuviera conectado a una intravenosa gigante e invisible. Sentía cómo le latía el corazón y tenía las palmas de las manos resbaladizas por el sudor.
En caso de necesidad podía llamar y decir que tenía problemas, y en pocos minutos acudirían todos los agentes del condado. Pero de momento no hacía falta. Para empezar, no creía que los disparos fueran dirigidos a él. No cabía duda de que los había oído, pero amortiguados, como si procedieran del interior de aquella casa.
Si hubiese estado delante de una vivienda habría llamado al departamento para pedir ayuda, pensando que se trataba de un problema doméstico que se le había ido de las manos a alguien. Pero estaba en Gregory Place, una construcción de madera tambaleante y cubierta de enredaderas en las afueras de New Bern. Con el tiempo se había deteriorado y estaba completamente abandonada, como lo había estado desde que Miles era pequeño. Normalmente nadie se preocupaba de ese lugar; el suelo estaba tan viejo y podrido que podía ceder en cualquier momento, y la lluvia entraba por los agujeros del tejado. Además, la estructura estaba algo ladeada y parecía que hasta la más mínima ráfaga de viento sería capaz de derribarla. Aunque New Bern no tenía muchos vagabundos, incluso los pocos que había sabían que debían evitar ese sitio por los peligros que representaba.
Pero en ese instante, y encima a plena luz del día, oyó más detonaciones —no de un arma de mucho calibre, seguramente sería de un veintidós— y sospechó que había una explicación sencilla, una que no suponía una amenaza para él.
De todos modos, no era tan estúpido para arriesgarse. Tras abrir la puerta del coche patrulla, se deslizó hacia el asiento y encendió el interruptor de la radio para amplificar su voz y que lo oyeran desde el interior.
—Os habla el sheriff —dijo con calma y despacio—; si habéis acabado, me gustaría que salierais para hablar con vosotros. Y os agradecería que dejarais las armas a un lado.
Nada más decirlo, los tiros cesaron. Poco después, Miles vio una cabeza que asomaba por una de las ventanas delanteras: era un muchacho que no tendría más de doce años.
—No nos disparará, ¿verdad? —gritó, claramente asustado.
—No, no lo haré. Sólo quiero que dejéis vuestras armas junto a la puerta y que bajéis para que hablemos.
Durante un minuto no oyó nada, como si los niños dudaran entre escapar o no. Miles sabía que no eran malos chicos, sólo demasiado rurales para el mundo que les había tocado vivir. Estaba seguro de que preferirían salir corriendo a que los llevara a su casa y hablara con sus padres.
—Vamos, salid —dijo por el micrófono—. Sólo quiero charlar.
Por fin, tras otro minuto de espera, dos chavales —el segundo un poco mayor que el primero— aparecieron por la abertura en la que antes había estado la puerta. Moviéndose con una lentitud exagerada, dejaron las escopetas en el suelo y salieron con las manos en alto. Miles reprimió una sonrisa. Trémulos y pálidos, parecían convencidos de que los iban a emplear como blanco de tiro en cualquier momento. Cuando bajaron los escalones rotos, él se puso de pie detrás del coche y enfundó la pistola. Al verlo, los muchachos vacilaron un momento y después siguieron caminando. Los dos vestían vaqueros viejos y deportivas rotas, y tenían el rostro y los brazos sucios; niños de campo. Mientras andaban, continuaban con las manos arriba. Era obvio que habían visto demasiadas películas.
Cuando se acercaron, Miles comprobó que estaban al borde del llanto.
Se apoyó en el coche y se cruzó de brazos.
—¿Estáis cazando, chicos?
El más joven —Miles supuso que tendría diez años— miró al mayor, que le devolvió la mirada. Resultaba evidente que eran hermanos.
—Sí, señor —contestaron al unísono.
—¿Qué hay en la casa?
Se miraron de nuevo.
—Gorriones —dijeron por fin, y Miles asintió.
—Podéis bajar las manos.
Volvieron a mirarse y bajaron los brazos.
—¿Seguro que no eran lechuzas?
—No, señor —repuso el mayor de inmediato—; sólo gorriones. Hay un montón ahí dentro.
Miles volvió a asentir.
—Conque gorriones, ¿eh?
—Sí, señor.
Señaló las escopetas.
—¿Son del veintidós?
—Sí, señor.
—Eso es demasiado para unos pajarillos, ¿no os parece?
Esta vez las miradas fueron de culpabilidad. Él los miró con severidad.
—Escuchad… Si lo que cazabais eran lechuzas, no me hará mucha gracia porque a mí me gustan. Se comen las ratas y los ratones, e incluso las serpientes, y prefiero tener una cerca a cualquiera de esos animales, sobre todo en mi jardín. Pero con tanto disparo deduzco que todavía no le habéis dado a ninguna, ¿no es así?
Tras una pausa, el menor negó con la cabeza.
—En ese caso no volveréis a intentarlo, ¿de acuerdo? —les dijo con una voz que no daba pie a discusiones—. Es peligroso disparar aquí, sobre todo porque la autopista está cerca; además, es ilegal. Y este lugar no es para niños: está a punto de venirse abajo y os podéis hacer daño. Y tampoco querréis que hable con vuestros padres, ¿verdad?
—No, señor.
—Entonces no perseguiréis a esa lechuza nunca más, ¿de acuerdo? Eso si os dejo marchar.
—Sí, señor.
Miles se quedó contemplándolos en silencio, asegurándose de que le decían la verdad, y señaló con la cabeza las casas más cercanas.
—¿Vivís por allí?
—Sí, señor.
—¿Habéis venido a pie o en bicicleta?
—A pie.
—Entonces os diré lo que vamos a hacer: yo cogeré vuestras escopetas y vosotros os subiréis al asiento de atrás de mi coche; os llevaré a casa y os dejaré en la esquina. Y por esta vez pase, pero si vuelvo a veros por aquí, les diré a vuestros padres que ya os había cogido antes, que os había advertido y que tendré que deteneros a los dos, ¿está claro?
Aunque se espantaron al oír la amenaza, asintieron con gratitud. Tras dejarlos, Miles se dirigió a la escuela con muchas ganas de ver a Jonah. Seguro que al niño le encantaría oír el relato de lo ocurrido, aunque primero quería averiguar cómo le habían ido las cosas ese día.
Y, a su pesar, no pudo reprimir un estremecimiento agradable al pensar que volvería a ver a Sarah Andrews.
—¡Papá! —gritó Jonah, corriendo hacia Miles. Éste se agachó para coger en brazos a su hijo cuando saltó hacia él, y con el rabillo del ojo vio que Sarah lo seguía con más calma. El niño se echó hacia atrás para mirarlo.
—¿Hoy has detenido a alguien?
Miles sonrió y sacudió la cabeza.
—De momento no, pero todavía no he terminado. ¿Cómo te ha ido en el cole?
—Bien. La señorita Andrews me ha dado galletas.
—¿De veras? —le preguntó, intentando mirarla sin que se le notara demasiado.
—Oreos. De las buenas, con relleno doble.
—Ah, pues no puedes pedir más. Pero ¿cómo ha ido la clase particular?
Jonah frunció el entrecejo.
—¿La qué?
—Los deberes que has hecho con la señorita Andrews.
—Muy bien; hemos estado jugando.
—¿Jugando?
—Ya se lo explicaré —intervino Sarah—, pero hemos empezado bien.
Al oírla, Miles se volvió hacia ella y de nuevo se llevó una agradable sorpresa. Vestía otra vez una falda larga y una blusa, nada especial, pero cuando sonrió, sintió la misma agitación extraña que le sobrevino cuando la conoció. Se dio cuenta de que en la ocasión anterior no había advertido lo guapa que era en realidad. Sí, había visto que era atractiva, y se había fijado en los mismos detalles —el pelo sedoso y rubio, el rostro de rasgos delicados, los ojos de color turquesa…—, pero ahora la veía más suave, con una expresión cálida y casi familiar.
Dejó a su hijo en el suelo.
—Jonah, ¿quieres ir al coche mientras hablo un momento con la señorita Andrews?
—De acuerdo —contestó el niño tranquilamente. Pero antes de irse se acercó a Sarah y la abrazó, y ella se lo devolvió con un apretón.
Cuando Jonah se fue, Miles, sorprendido, la miró con curiosidad.
—Veo que han empezado con buen pie.
—Es que hoy nos lo hemos pasado muy bien.
—Eso parece. De haber sabido que iban a comer galletas y a jugar, no me habría preocupado tanto por él.
—Bueno, si funciona… Pero antes de que se inquiete demasiado, quiero que sepa que era un juego de lectura; con tarjetas.
—Ya me suponía que sería algo así. ¿Y cómo ha ido?
—Bien. Todavía le queda un largo camino por recorrer, pero ha ido bien. —Hizo una pausa—. Es un niño maravilloso, de verdad. Ya se lo he dicho antes, pero no quiero que lo olvide. Y es evidente que a usted lo adora.
—Gracias —replicó Miles con sinceridad.
—De nada. —Cuando Sarah volvió a sonreír, él miró hacia otro lado esperando que no notara lo que había pensado antes, pero deseándolo al mismo tiempo—. Por cierto, gracias por el ventilador —prosiguió ella tras una pausa, refiriéndose al aparato de tamaño industrial que le había dejado en la escuela esa misma mañana.
—Ningún problema —musitó, dividido entre su deseo de quedarse a hablar y las ganas de huir de una repentina oleada de nerviosismo que no sabía de dónde procedía.
Durante un momento ninguno de los dos dijo nada. El incómodo silencio se alargó hasta que, por fin, Miles movió los pies y murmuró:
—Bueno…, supongo que tengo que llevar a Jonah a casa.
—Muy bien.
—Tenemos cosas que hacer.
—Muy bien —repitió ella.
—¿Hay algo más que yo deba saber?
—Creo que no.
—Bien. —Miles hizo una pausa y metió las manos en los bolsillos—. Supongo que tengo que llevar a Jonah a casa.
Sarah asintió muy seria.
—Eso ya lo ha dicho.
—¿De veras?
—Sí.
Ella se puso un mechón de pelo detrás de una oreja. Por una razón que no podía explicar, su manera de despedirse le pareció adorable, casi encantadora. Era distinto de los hombres que había conocido en Baltimore, los que iban a comprar a Brooke Brothers y siempre tenían respuesta para todo. En los meses posteriores a su divorcio casi le habían parecido intercambiables, como recortes de cartón del hombre perfecto.
—Muy bien, pues —añadió Miles, sin percatarse de nada salvo de la necesidad de irse—. Gracias otra vez. —Y dicho eso, se fue hacia el coche llamando a Jonah por el camino.
La última imagen que tuvo de Sarah fue ella en el patio del colegio, despidiéndolos con la mano y con una sonrisa ligeramente desconcertada mientras el coche se alejaba.
Las siguientes semanas Miles empezó a desear ver a Sarah después de la escuela con un entusiasmo que no había sentido desde la adolescencia. Pensaba en ella a menudo y a veces en las situaciones más extrañas: en un supermercado mientras elegía una bandeja de chuletas de cerdo, en un semáforo en rojo o cuando cortaba el césped. Una o dos veces pensó en ella al ducharse, y se preguntó cómo sería su rutina matinal; cosas ridículas, como si desayunaba cereales o tostadas con mermelada, si tomaba café o era más bien aficionada a las infusiones, o si al salir de la ducha se envolvía la cabeza en una toalla mientras se maquillaba o se secaba el pelo enseguida.
A veces intentaba imaginársela en el aula, de pie delante de los alumnos con una tiza en la mano; otras, se preguntaba qué haría después de clase. Aunque charlaban un poco cada vez que se veían, eso no bastaba para satisfacer su creciente curiosidad. No sabía gran cosa de su pasado, y aunque en algunos momentos había querido interrogarla, se contuvo por la simple razón de que no tenía ni idea de cómo hacerlo. «Hoy hemos trabajado con la ortografía y Jonah lo ha hecho muy bien», le decía ella, ¿y qué podía contestar él? «Estupendo. Y hablando de eso, dígame: ¿usted se cubre el pelo con una toalla cuando sale de la ducha?»
Otros hombres sabían hacer esas cosas, pero él no. Una vez, armándose de valor tras haber bebido dos cervezas, había estado a punto de llamarla por teléfono. No tenía ninguna excusa para hacerlo, y aunque no sabía qué iba a decirle, pensó que ya se le ocurriría algo, que de pronto se imbuiría de ingenio y carisma. Imaginaba que ella se reiría de lo que le decía, totalmente abrumada por sus encantos. Incluso había buscado su número en la guía y llegó a marcar los tres primeros dígitos antes de que los nervios pudieran con él y colgara.
¿Y si no estaba en casa? No podría deslumbrarla si ella ni siquiera contestaba, y desde luego no iba a dejar grabadas sus divagaciones para la posteridad. Pensó que si le salía el contestador podía colgar, pero eso era más propio de un adolescente, ¿no? ¿Y si, Dios no lo quisiera, resultaba que sí que estaba, pero con otro hombre? Sabía que existía esa posibilidad. Había oído comentarios de algunos de los solteros del departamento, que habían averiguado que no estaba casada, y si ellos lo sabían, seguro que otros también se habían enterado. Se estaba corriendo la voz, y pronto empezarían a abordarla usando su talento y atractivo, si no lo habían hecho ya.
Por Dios, tenía poco tiempo.
La siguiente vez que cogió el teléfono llegó a marcar el sexto número antes de colgar.
Esa noche, tumbado en la cama, se preguntó qué demonios le pasaba.
Un sábado por la mañana de finales de septiembre, alrededor de un mes después de haber conocido a Sarah Andrews, Miles estaba en el campo de fútbol del instituto H. J. Macdonald observando cómo Jonah jugaba al fútbol. Posiblemente, a excepción de la pesca, lo que más le gustaba al niño era ese deporte, y se le daba bien. Missy siempre había sido muy atlética, incluso más que su marido, y Jonah había heredado de ella la agilidad y la coordinación, mientras que de Miles, como éste comentaba sin darle importancia a quien se lo preguntara, tenía la velocidad. Por consiguiente, era un auténtico demonio en el campo. A esa edad sólo jugaba la mitad del partido, dado que todos tenían que participar la misma cantidad de tiempo. Pero solía ser el que marcaba más goles, si no todos; en los cuatro primeros encuentros había metido veintisiete. También había que reconocer que sólo había tres jugadores por equipo, que no tenían portero y que la mitad de los niños no sabían hacia dónde debían chutar la pelota; pero, de todos modos, veintisiete tantos era algo excepcional. Casi siempre que Jonah tocaba el balón, se lo llevaba al otro extremo del campo y lo lanzaba hacia la red.
En todo caso, lo que sí resultaba ridículo era cómo Miles se hinchaba de orgullo cuando lo veía jugar. Le encantaba, y en su fuero interno saltaba de alegría cada vez que su hijo marcaba un gol, aunque sabía que sólo era un fenómeno temporal y que no siempre sería así. Los niños maduraban a ritmos distintos, y algunos de sus compañeros practicaban con más diligencia que él. Jonah era físicamente maduro, pero no le gustaba entrenar, así que sólo era cuestión de tiempo que los demás lo alcanzaran.
Pero, en aquel partido, Jonah ya había metido cuatro goles al final de la primera parte. En la segunda, como él ya no jugaba, el equipo contrario marcó cuatro y tomó la delantera. En la tercera, el niño metió otros dos, por lo que ya eran treinta y tres ese año, aunque nadie llevara la cuenta, y luego un compañero consiguió marcar otro. Al principio de la cuarta parte perdían 8 a 7; Miles se cruzó de brazos y observó a la multitud, intentando fingir que ni siquiera se daba cuenta de que sin Jonah estaban haciendo papilla a su equipo.
—Demonios, esto sí que es divertido.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que tardó un momento en reconocer la voz que sonó a su lado.
—¿Ha apostado algo en este partido, agente Ryan? —le preguntó Sarah mientras se dirigía hacia él con una gran sonrisa—. Se le ve un poco nervioso.
—No, no me he jugado nada. Sólo disfruto con el encuentro —contestó.
—Pues tenga cuidado. Casi no le quedan uñas y no me gustaría que se mordisqueara un dedo sin querer.
—No me mordía las uñas.
—Ahora no, pero antes sí.
—Creo que se imagina las cosas —replicó Miles, preguntándose si estaba flirteando otra vez con él—. Así que… —Se levantó la visera de la gorra—. No esperaba verla por aquí.
Con el pantalón corto y las gafas de sol que llevaba parecía más joven.
—Jonah me dijo que jugaba este fin de semana y me pidió que viniera.
—¿De veras? —le preguntó Miles con curiosidad.
—El jueves. Me dijo que me gustaría, pero me dio la impresión de que quería que lo viera hacer algo que se le da bien.
«Bendito seas, hijo.»
—Está a punto de terminar. No ha visto casi nada.
—Es que no encontraba el campo. No sabía que hubiera tantos partidos, y de lejos todos los niños parecen iguales.
—Lo sé. A veces incluso nosotros tenemos problemas para dar con el lugar donde vamos a jugar.
Sonó el silbato y Jonah le lanzó la pelota a un compañero, pero ésta pasó a su lado y se salió del campo. Mientras un jugador del equipo contrario iba tras ella, el niño miró hacia donde estaba su padre, y al ver a Sarah la saludó con la mano y ella le devolvió el saludo con entusiasmo. A continuación, con cara de resolución, Jonah esperó a que lanzaran el balón y siguiera el partido. Poco después, todos corrían otra vez tras él.
—¿Cómo le va? —preguntó Sarah.
—Está jugando bien.
—Mark dice que es el mejor jugador de por aquí.
—Bueno… —objetó Miles, intentando hacerse el modesto.
Ella se rió.
—Mark no hablaba de usted, sino de Jonah.
—Ya lo sé.
—Pero cree que de tal palo, tal astilla, ¿no?
—Bueno… —repitió, pues no se le ocurría ninguna respuesta aguda.
Sarah alzó una ceja, claramente divertida. ¿Dónde estaban ese ingenio y ese carisma con los que Miles contaba?
—Dígame, ¿usted jugaba al fútbol de pequeño? —le preguntó ella.
—Entonces ni existía. Jugaba a los deportes tradicionales: fútbol americano, baloncesto, béisbol… Pero, aunque hubiese habido fútbol, dudo que lo hubiera practicado; odio los juegos en los que hay que darle a la pelota con la cabeza.
—Pero Jonah sí que puede, ¿no es así?
—Claro, si le gusta, sí. ¿Usted ha jugado alguna vez?
—No, nunca he sido muy deportista, pero en la universidad me acostumbré a caminar. Me enseñó mi compañera de habitación.
Miles la miró entrecerrando los ojos.
—¿Le enseñó a caminar?
—Es más difícil de lo que parece si va rápido.
—¿Y sigue haciéndolo?
—Todos los días. Hago un recorrido de cinco kilómetros; es un buen ejercicio y me ayuda a relajarme. Debería intentarlo.
—¿Con todo el tiempo libre que tengo?
—Claro. ¿Por qué no?
—Si anduviera cinco kilómetros tendría tantas agujetas que al día siguiente no podría levantarme. Eso si consiguiera acabarlos.
Sarah lo miró como si lo evaluara.
—Me parece que sí —dijo—. Tendría que dejar de fumar, pero podría hacerlo.
—Yo no fumo —protestó.
—Ya lo sé. Me lo ha dicho Brenda.
Sonrió y, poco después, Miles no pudo evitar sonreír también. Sin embargo, justo en ese momento se oyó el clamor de la multitud; los dos se volvieron y vieron cómo Jonah se separaba del grupo, atravesaba todo el campo y marcaba otro gol, con el que empataban. Mientras los compañeros de Jonah se agrupaban a su alrededor, Miles y Sarah lo aplaudieron y vitorearon desde las gradas.
—¿Se lo ha pasado bien? —preguntó Miles.
Acompañaba a Sarah a su coche mientras Jonah hacía cola con sus amigos en el bar. Su equipo había ganado y, tras el partido, el niño se había acercado a ella para preguntarle si lo había visto meter el gol. Cuando le contestó que sí, él había sonreído de oreja a oreja y la había abrazado antes de correr a reunirse con sus compañeros. A Miles, sorprendentemente, no le había hecho ni caso, pero al ver que su hijo se encariñaba con Sarah —y ella con él— sintió una extraña satisfacción.
—Ha sido divertido —admitió—. Aunque ojalá lo hubiese podido ver desde el principio.
La piel todavía tostada por el sol del verano le brillaba a la luz del mediodía.
—No pasa nada. A Jonah le ha bastado con que viniera. —La miró con el rabillo del ojo—. ¿Qué planes tiene para el resto del día?
—He quedado con mi madre en el centro para comer.
—¿Dónde?
—En Fred y Clara; es un pequeño restaurante que está justo en la esquina de mi casa.
—Lo conozco. Está muy bien.
Llegaron al coche, un Nissan Sentra rojo, y Sarah se puso a buscar las llaves en el bolso. Mientras lo hacía, Miles se quedó mirándola. Con las gafas de sol bien ajustadas en la nariz tenía más aspecto de la chica de la gran ciudad que era, y con el pantalón corto de vaquero desgastado y las piernas largas no se parecía en absoluto a las maestras que había tenido de pequeño.
Detrás de ellos, una furgoneta empezó a dar marcha atrás. El conductor saludó a Miles con la mano y éste le devolvió el saludo justo cuando Sarah alzaba la vista.
—¿Lo conoce?
—Esto es un pueblo; creo que conozco a todo el mundo.
—Eso debe de ser reconfortante.
—A veces lo es, otras no tanto. Si una persona tiene secretos, le aseguro que este lugar no es para ella. —Durante un momento, Sarah se preguntó si se refería a él, pero antes de que pudiera detenerse a pensarlo, Miles prosiguió—: Quiero agradecerle todo lo que está haciendo por Jonah.
—No es necesario que me dé las gracias cada vez que me ve.
—Ya lo sé. Pero es que estas últimas semanas le he notado un gran cambio.
—Yo también. Está aprendiendo muy rápido, incluso más de lo que yo pensaba. De hecho esta semana ha empezado a leer en voz alta en clase.
—No me extraña; tiene una buena maestra.
Para sorpresa de Miles, ella se sonrojó.
—También tiene un buen padre.
Eso le gustó.
Y también le agradó cómo lo miró cuando se lo dijo.
Como si no supiera qué hacer, Sarah se puso a juguetear con las llaves, eligió una y la metió en la cerradura del coche. Cuando abrió la puerta, Miles retrocedió un poco.
—¿Cuánto tiempo cree que tendrá que seguir quedándose? —le preguntó.
«Continúa hablando. No dejes que se vaya.»
—No lo sé. Todavía falta, eso seguro. ¿Por qué? ¿Quiere reducir el número de clases?
—No —contestó—, sólo preguntaba por curiosidad.
Sarah asintió y esperó por si añadía algo más, pero Miles no dijo nada.
—Bueno —dijo ella por fin—. Seguiremos así y veremos cómo le va dentro de otro mes. ¿Le parece bien?
Otro mes. Continuaría viéndola al menos durante ese tiempo. Bien.
—Me parece muy buena idea —aceptó.
Los dos se quedaron callados hasta que Sarah miró el reloj.
—Perdone, llego un poco tarde —se disculpó, y él asintió.
—Ya lo sé, tiene que irse —dijo, aunque no quería que se marchara todavía. Deseaba seguir hablando y saberlo todo sobre ella.
«En realidad, lo que quieres es invitarla a salir. Y esta vez nada de achicarse, nada de colgar el teléfono ni de hacer el ridículo. ¡Haz de tripas corazón! ¡Sé un hombre! ¡Lánzate!»
Se armó de valor, creyendo que estaba listo…, pero…, pero… ¿cómo se hacía? Santo Dios, hacía mucho que no se hallaba en una situación así. ¿Debía proponerle ir a cenar o a comer? ¿O tal vez al cine? ¿O…? Mientras Sarah se metía en el coche, su cerebro daba vueltas y buscaba sin cesar una manera de retenerla el tiempo suficiente para encontrar la respuesta.
—Aguarde, antes de irse, ¿puedo preguntarle algo? —le espetó.
—Claro. —Ella lo miró con curiosidad.
Miles metió las manos en los bolsillos sintiendo un revoloteo en el estómago, como si volviera a tener diecisiete años. Tragó saliva.
—Pues… —empezó a decir. La cabeza le iba a mil por hora, sus pequeñas ruedas giraban a más no poder.
—¿Sí?
Sarah intuyó lo que quería decirle.
Él respiró hondo y soltó lo primero que se le ocurrió.
—¿Cómo va el ventilador?
Ella se quedó mirándolo con cara de perplejidad.
—¿El ventilador? —repitió.
Miles se sintió como si acabara de tragarse una tonelada de plomo. «¿El ventilador? Pero ¿en qué demonios estabas pensando? ¿Es que no se te ha podido ocurrir nada más?»
Era como si, de pronto, su cerebro se hubiese ido de vacaciones, pero es que no podía hacer más…
—Sí. Ya sabe…, el que compré para su aula.
—Va bien —contestó ella titubeante.
—Porque puedo comprarle otro si no le gusta.
Sarah le tocó el brazo y le dirigió una mirada de preocupación.
—Oiga, ¿se encuentra bien?
—Sí, estoy perfecto —respondió muy serio—. Sólo quería estar seguro de que estaba contenta con él.
—El que eligió está bien, ¿de acuerdo?
—Bien —dijo rezando para que cayera un rayo del cielo y lo fulminara en ese mismo instante.
¿El ventilador?
Después de que Sarah se marchara del aparcamiento, Miles se quedó inmóvil deseando que retrocediera el reloj para deshacer todo lo que acababa de suceder. Quería encontrar la piedra más cercana para meterse debajo, un buen y oscuro lugar donde pudiera esconderse del mundo para siempre. ¡Menos mal que nadie lo había oído!
Nadie salvo Sarah.
El resto del día no pudo quitarse de la cabeza el final de su conversación, como una melodía que hubiera escuchado por la radio a primera hora de la mañana.
«¿Cómo va el ventilador?… Porque puedo comprarle otro… Sólo quiero estar seguro de que está contenta con él…»
Recordarlo era doloroso, físicamente doloroso, y durante toda esa tarde siguió acechando bajo la superficie para volver a surgir en cualquier momento y humillarlo. Y al día siguiente, igual; despertó con la sensación de que algo iba mal… Algo…, hasta que de pronto volvió el recuerdo para burlarse de él. Hizo una mueca de dolor y, tras sentir el plomo en la barriga, se tapó la cabeza con la almohada.