EL viernes por la noche, tres días después de conocer a Miles Ryan, Sarah Andrews estaba en el salón de su casa bebiendo la segunda copa de vino y con el ánimo por los suelos. Aunque se daba cuenta de que el alcohol no la ayudaría, sabía que de todos modos se serviría una tercera copa cuando se hubiera acabado la que tenía delante. Nunca había bebido mucho, pero es que había tenido un día espantoso.
En ese momento, lo que quería era huir.
Curiosamente, el día no había empezado mal. A primera hora de la mañana e incluso en el desayuno se había sentido bastante bien, pero después las cosas habían ido de mal en peor. En algún momento de la noche anterior, el calentador de su apartamento se apagó y tuvo que ducharse con agua fría antes de ir a la escuela. Cuando llegó, tres de los cuatro alumnos de la primera fila estaban resfriados y se pasaron todo el día tosiendo, estornudando y portándose mal. Los demás niños lo imitaron y al final no hicieron ni la mitad del trabajo que había previsto. Al acabar las clases, se quedó en el colegio para terminar un par de cosas que tenía pendientes, y cuando por fin estaba lista para volver a casa, se encontró con que tenía pinchada una rueda del coche. Tuvo que llamar al mecánico y lo esperó una hora; cuando por fin llegó a su casa, como habían cortado las calles para el Festival de la Flor de ese fin de semana, le tocó aparcar a tres manzanas. Y para colmo, a los diez minutos de entrar, recibió la llamada de una conocida de Baltimore que le comunicó que Michael volvía a casarse en diciembre.
Fue entonces cuando abrió la botella de vino.
En aquel instante, sintiendo por fin los efectos de la bebida, pensó que ojalá el mecánico hubiera tardado un poco más en arreglarle la rueda porque así no habría estado en casa para coger el teléfono cuando sonó. No tenía una relación íntima con aquella mujer —había tratado con ella superficialmente ya que era una vieja amiga de la familia de Michael— y no tenía ni idea de por qué había considerado necesario llamarla para darle la noticia. Y, aunque le había transmitido la información con la mezcla adecuada de compasión e incredulidad, Sarah sospechó que nada más colgar llamaría a Michael para contarle cómo había reaccionado. Menos mal que no había perdido la compostura.
Pero de eso ya habían pasado dos copas de vino, y en ese momento ya no era tan fácil. No quería saber nada de Michael. Estaban divorciados, separados por la ley y por su propia voluntad, y, a diferencia de otros, no habían vuelto a hablar desde que se habían visto por última vez en el bufete del abogado casi un año antes. Entonces se había considerado afortunada por librarse de él y se había limitado a firmar los documentos sin pronunciar palabra. El dolor y la rabia habían dado paso a una suerte de apatía basada en la certeza de que, en realidad, nunca lo había conocido. Después Michael no la llamó ni escribió, y ella tampoco a él; Sarah perdió el contacto con su familia y amigos, y él no mostró el menor interés por los suyos. Por varias razones, era como si nunca hubieran estado casados. Al menos, eso era lo que se decía a sí misma.
Y ahora él volvía a casarse.
No debería importarle; tendría que darle igual.
Sin embargo, no era así, y eso también la molestaba. Si acaso, estaba más disgustada por su reacción ante su inminente matrimonio que por la boda en sí. Siempre había sabido que Michael se casaría de nuevo; él mismo se lo había dicho.
Ésa fue la primera vez que realmente odió a alguien.
Pero el verdadero odio, el que retuerce el estómago, no es posible sin un vínculo emocional; no habría aborrecido tanto a Michael si antes no lo hubiera amado. A lo mejor había imaginado de un modo ingenuo que estarían siempre juntos. Al fin y al cabo, habían jurado amarse para siempre, y ella descendía de una larga tradición de familias que habían hecho precisamente eso. Sus padres llevaban casados casi treinta y cinco años; sus abuelos maternos y paternos, casi sesenta. Incluso después de que aparecieran los problemas, Sarah creyó que Michael y ella seguirían sus pasos. Sabía que no sería fácil, pero nunca se había sentido tan insignificante como cuando él antepuso las ideas de su familia a la promesa que le había hecho.
«Pero ahora no estaría tan disgustada si lo hubiese olvidado…»
Apuró la copa y se levantó del sofá sin querer creerlo, negándose a admitirlo. Claro que lo había borrado de su memoria. Si ahora Michael volviera arrastrándose a sus pies y le suplicara que lo perdonase, no volvería con él; no había nada que pudiera hacer o decir para conseguir que lo amara de nuevo. Podía casarse con quien le apeteciera, y a ella le daría lo mismo.
En la cocina se sirvió la tercera copa de vino.
«Michael se casa.»
A su pesar, Sarah sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. No quería llorar más, pero los viejos sueños tardaban en morir. Cuando dejó la copa, intentando serenarse, la puso demasiado cerca del fregadero, por lo que cayó en la pila y se hizo añicos. Al intentar coger los fragmentos de vidrio, se cortó un dedo y empezó a sangrar.
Otro desastre más en un día ya de por sí terrible.
Dio un grito ahogado y se tapó los ojos con el dorso de la mano, tratando de no llorar.
—¿Seguro que estás bien?
Apretujadas por la multitud, parecía que las palabras se iban y volvían, como si Sarah intentara oír algo a lo lejos.
—Por tercera vez, mamá, estoy bien. De verdad.
Maureen tendió la mano hacia ella y le apartó el pelo de la cara.
—Es que estás un poco pálida, como si estuvieras a punto de coger algo.
—Estoy cansada, nada más. Ayer me quedé trabajando hasta tarde.
Aunque no le gustaba mentirle, a Sarah no le apetecía contarle lo de la botella de vino de la noche anterior. Su madre apenas entendía por qué la gente bebía, sobre todo las mujeres, y si encima se enteraba de que lo había hecho sola, seguro que se mordería el labio por la preocupación y luego la acribillaría a preguntas que no tenía ningunas ganas de contestar.
Era un sábado estupendo y el centro del pueblo estaba abarrotado de gente. El Festival de la Flor estaba en todo su apogeo, y Maureen había querido pasar el día curioseando por los puestos y las tiendas de antigüedades de Middle Street. Como Larry quería ver el partido de fútbol entre Carolina del Norte y Michigan, Sarah se había ofrecido a acompañarla. Pensó que podía ser divertido, y seguramente se lo habría pasado bien de no haber sido por la jaqueca, que ni siquiera se le fue con una aspirina. Mientras hablaban, examinó un marco antiguo restaurado con cuidado, aunque no tanto como para justificar su precio.
—¿Un viernes?
—Lo he ido dejando desde hace tiempo y anoche me pareció que podía hacerlo.
Su madre se inclinó hacia ella y, fingiendo que admiraba el marco, preguntó:
—¿Estuviste en casa toda la noche?
—Sí, ¿por qué?
—Porque te llamé un par de veces y no contestaste.
—Es que desconecté el teléfono.
—Ah, por un momento pensé que habías salido con alguien.
—¿Con quién?
Maureen se encogió de hombros.
—Yo qué sé… con alguien.
Sarah la miró por encima de las gafas de sol.
—Mamá, no empieces con eso.
—No empiezo con nada —contestó Maureen poniéndose a la defensiva. Después, bajando la voz como si hablara sola, prosiguió—: Sólo supuse que habías decidido salir. Antes siempre lo hacías…
Además de revolcarse en un pozo sin fondo de preocupación, Maureen también podía desempeñar a la perfección el papel de madre acuciada por la culpa. En ocasiones Sarah lo necesitaba —un poco de lástima no le va mal a nadie—, pero ésa no era una de ellas. Frunció un poco el entrecejo mientras dejaba el marco en su lugar. La dueña del puesto, una mujer mayor que estaba sentada bajo un gran paraguas, enarcó las cejas disfrutando claramente con la pequeña escena. Sarah arrugó aún más la frente y se alejó mientras su madre seguía hablando hasta que, al cabo de un momento, salió tras ella.
—¿Qué pasa?
El tono hizo que Sarah se detuviera y se volviese hacia ella.
—No pasa nada. Sólo que no estoy de humor para oír lo preocupada que estás por mí. Eso cansa al cabo de un tiempo.
Maureen se quedó boquiabierta. Al ver su expresión de dolor, Sarah se arrepintió de lo que había dicho, pero no podía evitarlo; al menos ese día.
—Lo siento, mamá. No tenía que haberte hablado así.
Maureen cogió a su hija de la mano.
—¿Qué sucede? Y esta vez dime la verdad. Te conozco demasiado bien; ha ocurrido algo, ¿no?
Le apretó la mano suavemente y Sarah apartó la mirada. A su alrededor la gente iba a lo suyo, absorta en sus conversaciones.
—Michael se casa —dijo en voz baja. Tras asegurarse de que había oído bien, Maureen la abrazó despacio.
—Ah, Sarah…, lo siento —susurró. No había nada más que añadir.
Unos minutos después estaban sentadas en un banco que daba al puerto deportivo, en una calle alejada de la multitud. Llegaron allí casi sin darse cuenta; sencillamente se pusieron a caminar hasta que ya no pudieron seguir y entonces encontraron un lugar donde sentarse.
Allí hablaron largo y tendido, o más bien habló Sarah. Maureen se limitó a escuchar, incapaz de disimular la inquietud. Abría mucho los ojos y de vez en cuando se le llenaban de lágrimas; le apretó la mano a Sarah varias veces.
—Ay…, qué terrible —dijo por milésima vez—. Qué día tan horroroso.
—Yo también lo pensé.
—Bueno… ¿Te serviría de algo si te dijera que intentes verle el lado bueno?
—Esto no tiene ninguno, mamá.
—Claro que sí.
Sarah enarcó una ceja con escepticismo.
—¿Como qué?
—Bien, puedes estar segura de que no vivirán aquí cuando se hayan casado: tu padre los emplumaría.
Pese a su estado de ánimo, Sarah se echó a reír.
—Muchas gracias. Si alguna vez veo a Michael se lo diré.
Maureen hizo una pausa.
—No estarás pensándolo, ¿verdad? Me refiero a volver a verlo.
Ella sacudió la cabeza.
—No, si puedo evitarlo.
—Bien. Después de lo que te hizo, no deberías.
Sarah asintió antes de reclinarse de nuevo en el banco.
—¿Has tenido noticias de Brian últimamente? —preguntó a su madre cambiando de tema—. Nunca está cuando lo llamo.
Maureen le siguió la corriente sin quejarse.
—Hablé con él hace un par de días, pero ya sabes cómo es. Hay momentos en que lo último que uno quiere es charlar con sus padres. No habla mucho por teléfono.
—¿Tiene amigos?
—Seguro que sí.
Sarah se quedó mirando el agua, pensando en su hermano.
—¿Y cómo está papá?
—Igual. Esta semana se ha hecho una revisión y parece que está bien. Y no está tan cansado como antes.
—¿Sigue haciendo ejercicio?
—No tanto como debería, pero siempre está diciendo que se pondrá a hacerlo en serio.
—Dile que yo digo que tiene que hacerlo.
—Se lo diré, pero es muy tozudo, ya lo sabes. Será mejor que se lo digas tú; si lo hago yo, creerá que le estoy dando la lata.
—¿Y es verdad?
—Claro que no —respondió enseguida—. Sólo me preocupo por él.
En el puerto, un gran velero se dirigía lentamente hacia el río Neuse, y las dos se quedaron contemplándolo en silencio. En un minuto, el puente se abriría para dejarlo pasar y se interrumpiría el tráfico a ambos lados. Sarah había descubierto que si alguna vez llegaba tarde a una cita, podía decir que se había quedado «atrapada en el puente». Todo el mundo, desde los médicos hasta los jueces, aceptaría la excusa sin cuestionarla, por el simple hecho de que ellos también la habían usado.
—Qué bien oírte reír otra vez —murmuró Maureen al cabo de un rato.
Sarah la miró de reojo.
—No pongas esa cara de sorpresa. Hubo un tiempo en que no lo hacías; y duró mucho. —Le tocó la rodilla con suavidad—. No dejes que Michael te haga más daño, ¿vale? Ya has adelantado mucho, recuérdalo.
Sarah asintió de un modo casi imperceptible, y Maureen continuó con el monólogo que su hija casi conocía de memoria.
—Y seguirás avanzando. Un día encontrarás a alguien que te querrá como eres…
—Mamá… —la interrumpió alargando la palabra y sacudiendo la cabeza. En los últimos tiempos sus conversaciones siempre acababan volviendo al mismo tema.
Por una vez, su madre se contuvo. Volvió a cogerle la mano y, aunque al principio Sarah la apartó, insistió hasta que su hija cedió.
—No puedo evitar querer que seas feliz —dijo—. ¿Es que no lo entiendes?
Ella forzó una sonrisa con la esperanza de que se conformara con eso.
—Sí, mamá, lo entiendo.