EN el coche, los recuerdos del día en que murió Missy alcanzaron a Miles a retazos, igual que cuando había pasado por Madame Moore’s Lane para ir a comer con Charlie. Pero en esta ocasión, en lugar de seguir una y otra vez la misma secuencia desde el momento en que salió a pescar hasta la discusión con su mujer y todo lo que sucedió después, se vieron desplazados por sus pensamientos sobre Jonah, y también sobre Sarah Andrews.
Como estaba tan absorto no sabía con exactitud cuánto tiempo llevaba conduciendo en silencio, pero fue lo suficiente para que Jonah acabara poniéndose nervioso. Mientras esperaba que su padre le dijera algo, empezó a pensar en los posibles castigos que podía ponerle, a cual peor. Iba abriendo y cerrando la cremallera de su mochila hasta que, al final, Miles tendió una mano y la apoyó sobre la de su hijo para que parara. Aun así, siguió callado hasta que, armándose de valor, Jonah lo miró con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas y le preguntó:
—¿Estoy metido en un lío, papá?
—No.
—Has estado mucho tiempo hablando con la señorita Andrews.
—Teníamos mucho de qué conversar.
El niño tragó saliva.
—¿Habéis hablado de la escuela?
Miles asintió y Jonah volvió a mirar la mochila, sintiendo que le dolía la barriga y deseando tener las manos ocupadas.
—Menudo problema tengo —murmuró.
Poco después, sentado en un banco delante de la heladería, Jonah terminaba su cucurucho mientras su padre le pasaba el brazo por encima de los hombros. Llevaban hablando unos diez minutos, y, al menos en lo que se refería al niño, las cosas no le habían ido tan mal como temía. Miles no le había chillado ni amenazado, y, lo mejor de todo, no lo había castigado. Sólo le había preguntado por sus otras profesoras y por lo que le habían pedido que hiciera o no; Jonah explicó que cuando se retrasó, le dio vergüenza pedir ayuda. Hablaron de las cosas con las que tenía dificultades —como había dicho Sarah, prácticamente era con todo—, y Jonah prometió que a partir de entonces se esforzaría al máximo. Miles también dijo que trabajaría con él, y que si todo iba bien, enseguida se pondría al nivel de los demás. En general, Jonah pensó que había tenido suerte.
Lo que no sabía era que su padre todavía no había terminado.
—Pero, como vas tan retrasado —prosiguió con calma—, tendrás que quedarte después del colegio unos días a la semana para que la señorita Andrews te ayude.
Su hijo tardó un momento en asimilar lo que acababa de oír y entonces alzó la vista para mirarlo.
—¿Después de clase?
Miles asintió.
—Dijo que así te pondrás al día más rápido.
—Pero ¿no has dicho que ibas a ayudarme tú?
—Sí, pero no puedo hacerlo todos los días. Tengo que trabajar, así que la señorita Andrews se ha ofrecido a echarte una mano también.
—Pero ¿después de la escuela? —repitió, con tono de súplica.
—Tres días a la semana.
—Pero… papá… —Tiró el resto del cucurucho a la basura—. No quiero.
—No te he preguntado si quieres o no. Y, además, deberías haberme dicho que tenías problemas; de haberlo hecho, habrías evitado algo así.
Jonah frunció el entrecejo.
—Pero, papá…
—Mira, sé que preferirías hacer un millón de cosas antes que esto, pero tendrás que aguantarte durante un tiempo. No tienes otra opción, y piensa que podría ser peor.
—¿Cómo? —preguntó, con voz chillona, como siempre que no quería creer lo que Miles le decía.
—Por ejemplo, la señorita Andrews podría haber dicho que también quería trabajar contigo los fines de semana. Y entonces no podrías jugar al fútbol.
Jonah se inclinó hacia delante y apoyó el mentón en las manos.
—De acuerdo —dijo por fin con un suspiro y con cara compungida—. Lo haré.
Su padre sonrió, pensando «Es que no te queda más remedio».
—Te lo agradezco, campeón.
Esa misma noche, agachado junto a la cama, Miles tapó a Jonah con la manta; al niño se le cerraban los ojos, y él le acarició el pelo antes de darle un beso en la mejilla.
—Es tarde. Duerme.
Se le veía tan pequeño, tan satisfecho… Tras comprobar que la lamparita estaba encendida, apagó la de techo. Jonah se esforzaba por mantener los ojos abiertos, aunque era evidente que no seguirían así mucho tiempo.
—¿Papá?
—¿Sí?
—Gracias por no enfadarte mucho conmigo.
Él sonrió.
—De nada.
—Y papá…
—¿Sí?
Sacó la mano para frotarse la nariz. Tenía junto a su almohada un osito de peluche que le había regalado Missy al cumplir tres años; todavía dormía con él.
—Me alegro de que la señorita Andrews quiera ayudarme.
—¿De veras? —le preguntó sorprendido.
—Es muy buena.
Miles apagó la luz.
—A mí también me lo ha parecido. Ahora duerme, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Y papá…
—¿Sí?
—Te quiero.
Miles sintió que se le tensaba la garganta.
—Yo también te quiero, hijo.
Varias horas después, poco antes de las cuatro de la madrugada, Jonah tuvo otra de sus pesadillas.
Como el chillido de alguien que cae por un precipicio, el grito despertó a Miles de inmediato. Salió de su habitación tambaleándose y medio a ciegas, estuvo a punto de tropezar con un juguete y todavía le costaba fijar la vista cuando cogió al niño, que seguía dormido, en brazos. Le habló en susurros mientras lo llevaba al porche de atrás, ya que había descubierto que eso era lo único que lo calmaba. Poco después el llanto se convirtió en un gimoteo, y Miles se alegró no sólo de que el terreno de su casa tuviera cuatro mil metros cuadrados, sino de que su vecina más cercana —la señora Knowlson— fuera dura de oído.
En el aire húmedo y neblinoso, meció a Jonah sin dejar de susurrarle al oído. La luna proyectaba su brillo sobre el río de curso lento como un sendero de luz. Con las ramas colgantes de los robles y los troncos blanqueados de los cipreses que punteaban la orilla, la vista resultaba tranquilizadora, de una belleza intemporal. Los velos de liquen que caían aumentaban la sensación de que esa parte del mundo no había cambiado en los últimos mil años.
Cuando la respiración de Jonah se reguló eran casi las cinco, y Miles sabía que ya no volvería a conciliar el sueño. De modo que tras acostar al niño se fue a la cocina y puso una cafetera. Sentado a la mesa, se frotó los ojos y la cara para que volviera a fluir la sangre y alzó la vista. Al mirar por la ventana, vio que el cielo empezaba a clarear en el horizonte y que las esquirlas del amanecer se filtraban entre los árboles.
Se encontró una vez más pensando en Sarah Andrews.
Le resultaba atractiva, eso seguro; no había reaccionado así ante una mujer en lo que parecía una eternidad. Se había sentido atraído por Missy, por supuesto, pero de eso ya habían pasado quince años; toda una vida. Y no era que en los últimos años de su matrimonio ella no le gustara, claro que no, sólo que, de algún modo, la atracción era distinta. Con el tiempo, ese encaprichamiento inicial que había sentido al conocerla —el deseo desesperado del adolescente de saberlo todo— había dado paso a algo más profundo y maduro. Con Missy no había sorpresas; sabía qué aspecto tenía cuando se levantaba por las mañanas y había visto el agotamiento trazado en cada uno de sus rasgos tras dar a luz a Jonah. La conocía: sus sentimientos, sus miedos, lo que le agradaba y lo que no. Pero esa atracción por Sarah era… nueva, y también hacía que se sintiese renovado, como si todo fuera posible. No se había dado cuenta de lo mucho que había añorado esa sensación.
Pero, a partir de ahí, ¿qué podía pasar? Lo ignoraba; no podía adivinar qué sucedería con Sarah, en caso de que ocurriera algo. No sabía nada de ella; al final, a lo mejor descubrían que eran totalmente incompatibles. Había mil cosas que podían condenar una relación, y él lo sabía.
«Aun así, me atrae…»
Miles sacudió la cabeza, intentando no pensar en ella. No había ninguna razón para seguir dándole vueltas, salvo que aquello le había recordado que quería volver a empezar.
Deseaba encontrar a alguien y no pasarse el resto de su vida solo. Algunas personas podían, lo sabía. Conocía a gente del pueblo que había perdido al cónyuge y no se había vuelto a casar, pero él no era así y nunca lo había sido. Cuando estaba casado nunca tuvo la sensación de que se perdía algo. No miraba a sus amigos solteros y deseaba vivir como ellos cuando los veía salir con chicas, tantear el terreno, enamorarse y desencantarse cada dos por tres… Él no era así; le encantaba estar casado, tener un hijo y la estabilidad que le había dado todo eso; y quería volver a tenerla.
«Pero lo más probable es que no ocurra…»
Suspiró y volvió a mirar por la ventana: más luz en el horizonte, y por encima aún estaba oscuro. Se levantó, recorrió el pasillo para echarle un vistazo a Jonah —seguía dormido— y abrió la puerta de su dormitorio. Entre las sombras vio las fotos enmarcadas, colocadas en la cómoda y en la mesilla. Aunque no se distinguían las imágenes, no necesitaba verlas para saber cuáles eran: Missy sentada en el porche de atrás y sosteniendo un ramo de flores silvestres; Missy y Jonah, con el rostro muy cerca del objetivo y una gran sonrisa; Missy y Miles caminando hacia el altar…
Entró y se sentó en la cama. Al lado de una foto estaba la carpeta con toda la información que había reunido en su tiempo libre. Como los sheriffs no tenían jurisdicción sobre los accidentes de tráfico —y tampoco le habrían permitido investigar en caso de que la tuvieran—, había seguido los pasos de la patrulla de carretera para interrogar a las mismas personas, preguntarles lo mismo y analizar los mismos datos. Como todo el mundo sabía lo que le había pasado, nadie se negó a cooperar, pero al final no descubrió nada que no supieran ya los investigadores oficiales. Así las cosas, el expediente seguía en la mesilla, como si retara a Miles a averiguar quién conducía el coche.
Pero eso no parecía probable, ya no, por mucho que quisiera castigar a quien había arruinado su vida. Y que nadie se llame a engaño: eso era exactamente lo que él pretendía. Quería que esa persona pagara un precio muy alto por lo que había hecho; era su obligación de marido y de representante de la ley y el orden. Ojo por ojo; ¿acaso no era eso lo que decía la Biblia?
Esa vez, como la mayoría de las mañanas, Miles se quedó mirando la carpeta sin molestarse en abrirla y se imaginó al responsable, recreando la misma escena cada vez, y empezando siempre por la misma pregunta.
Si sólo fue un accidente, ¿por qué se dio a la fuga?
La única razón que se le ocurría era que esa persona estaba borracha, y que era alguien que volvía de una fiesta o que solía beber demasiado los fines de semana; un hombre, probablemente, de unos treinta o cuarenta años. Aunque no tenía ninguna prueba que lo respaldara, siempre se lo figuraba así. Miles pensaba que giró el volante de forma brusca mientras iba por la carretera a una velocidad excesiva y el cerebro lo procesaba todo a cámara lenta. A lo mejor estaba a punto de coger una cerveza que sujetaba entre las piernas cuando vio a Missy de pronto; o quizá ni siquiera la vio. Tal vez sólo oyó el ruido sordo y sintió el temblor del impacto en el coche, pero ni siquiera entonces se dejó llevar por el pánico. No había señales de que hubiera derrapado, a pesar de que el conductor se detuvo para ver lo que había hecho. Las pruebas —información que nunca había salido en los periódicos— lo demostraban.
Pero eso daba igual.
Nadie más había visto nada. No circulaban más vehículos por la carretera ni había luces encendidas en los porches, y nadie había salido a pasear al perro ni a apagar el riego. A pesar de su estado de embriaguez, el conductor supo que Missy estaba muerta y que, como mínimo, lo acusarían de homicidio sin premeditación, a lo mejor incluso de asesinato en segundo grado si tenía antecedentes. Sería una acusación penal: toda una vida entre rejas. Esos pensamientos y otros aún más terribles habrían pasado por su cabeza y le habrían instado a marcharse de allí antes de que lo viera nadie. Y eso hizo, sin molestarse siquiera en pensar en el dolor que dejaba tras de sí.
Fue eso o bien que alguien había atropellado a Missy a propósito.
Un sociópata que mataba por placer… Había oído hablar de gente así.
¿O la habían asesinado para vengarse de Miles Ryan?
Él era sheriff y se había ganado enemigos: había detenido a muchas personas y declarado en contra de ellos, había contribuido a enviar a un montón de gente a la cárcel…
¿Podría haber sido uno de ellos?
La lista era infinita; sólo pensarlo era un ejercicio de paranoia.
Suspiró y abrió por fin la carpeta, atraído por su contenido.
Había un detalle del accidente que no encajaba, y había garabateado media docena de signos de interrogación a su alrededor. Se había enterado de ello cuando lo llevaron al lugar de los hechos.
Curiosamente, el conductor había tapado el cuerpo de Missy con una manta.
Ese dato nunca había llegado a los periódicos.
Durante un tiempo, confiaron en que la manta proporcionara una pista sobre la identidad del culpable; pero no fue así. Era la típica que llevaban los botiquines de emergencia, como las que se vendían junto con varios artículos en casi todas las tiendas de suministros de automóviles o en los grandes almacenes de todo el país. Era imposible rastrearla.
Pero… ¿por qué?
Eso era lo que seguía incordiando a Miles.
¿Por qué cubrió el cuerpo y después huyó? No tenía sentido. Cuando se lo planteó a Charlie, éste dijo algo que aún lo obsesionaba: «Es como si quisiera disculparse.»
«¿O despistarnos?»
Miles no sabía qué creer.
Pero encontraría a quien lo había hecho, aunque pareciera imposible, por la simple razón de que no iba a desistir. Entonces, sólo entonces, podría seguir adelante con su vida.