A la tenue luz de mi escritorio, los recortes de prensa parecen más viejos de lo que son. Aunque están amarillentos y arrugados, parecen extrañamente densos, como si cargaran con el peso de mi vida de entonces.
Hay unas cuantas verdades sencillas en la vida, y ésta es una de ellas: cuando alguien muere joven y de forma trágica, su historia siempre despierta cierto interés, sobre todo en un pueblo donde todo el mundo se conoce.
La noticia de la muerte de Missy Ryan salió en primera plana, y cuando a la mañana siguiente se abrieron los periódicos se oyeron gritos ahogados en todas las cocinas de New Bern. Había un largo artículo con tres fotografías: una de la escena del accidente y dos que mostraban a Missy y lo hermosa que había sido. Sacaron otros dos más extensos y con más datos en los días posteriores, y al principio todos estaban seguros de que el caso se resolvería.
Alrededor de un mes después, salió un comunicado en portada que decía que el ayuntamiento ofrecía una recompensa por cualquier información que se aportara sobre el asunto. Con ello, la confianza empezó a decaer y, como suele ocurrir con todos los sucesos, también el interés. La gente del pueblo dejó de hablar del tema tan a menudo y el nombre de Missy empezó a pronunciarse cada vez menos. Al cabo de un tiempo sacaron otra noticia, esta vez en la tercera página, que repetía lo que ya se había dicho en las primeras y pedía colaboración a los miembros de la comunidad. Después ya no volvió a salir nada más.
Todos los artículos seguían el mismo patrón, subrayando lo que se sabía con certeza y narrando los hechos de una manera sencilla y directa: una calurosa tarde de verano de 1986, Missy Ryan —el amor de instituto de un sheriff local y madre de un niño— fue a correr justo cuando empezaba a anochecer. Dos personas la habían visto en Madame Moore’s Lane poco después de salir de su casa; las dos habían sido interrogadas por la patrulla de carretera. El resto contaba lo que había pasado esa noche. Sin embargo, lo que no mencionaba ninguno de ellos era lo que Miles había hecho en las horas antes de enterarse por fin de lo ocurrido.
Esas horas, estoy seguro, eran las que siempre recordaría, ya que fueron las últimas de normalidad que conocería. Pasó el aspirador por el camino de entrada y el sendero, tal y como le había pedido Missy, y después entró en la casa, recogió la cocina, estuvo un rato con Jonah y luego lo acostó. Seguramente miró el reloj varias veces a partir del momento en que supuso que ella tenía que haber vuelto. Al principio debió de sospechar que se había encontrado con algún conocido y había pasado por su casa, cosa que hacía a veces, y se habría reprendido por ser tan mal pensado.
Los minutos se convirtieron en una hora, después en dos, y Missy seguía sin llegar. Para entonces, Miles estaba lo bastante preocupado para llamar a Charlie. Le pidió que inspeccionara la carretera por la que ella solía correr ya que Jonah dormía y no quería dejarlo solo a menos que fuera necesario. Charlie le dijo que no había ningún problema.
Al cabo de una hora —durante la cual Miles sintió que todas las personas a las que llamaba para pedir noticias le contestaban con evasivas—, el sheriff se presentó en la puerta de su casa. Iba con su mujer, Brenda, que estaba detrás de él con los ojos enrojecidos y que había ido para quedarse con Jonah.
—Más vale que vengas —dijo Charlie suavemente—. Ha habido un accidente.
Por la expresión de su cara, Miles debió de adivinar lo que intentaba decirle. El resto de la noche fue una pesadilla.
Lo que ninguno de los dos sabía entonces, y que la investigación revelaría más tarde, era que no había testigos del atropello que había segado la vida de Missy, tras el cual el conductor se había dado a la fuga. Tampoco se presentó nadie para confesar. Durante todo el mes siguiente, la patrulla de carretera interrogó a los vecinos de la zona, buscó datos que pudieran conducir a alguna pista, fisgoneó entre los arbustos, analizó las pruebas en el lugar del suceso, visitó bares y restaurantes locales para preguntar si a esa hora se había marchado algún cliente con aspecto de borracho… Al final, la carpeta con el expediente del caso se llenó de descripciones de todo lo averiguado, lo que, en definitiva, era poco más que lo que supo Miles en el momento en que abrió la puerta y vio a Charlie en el porche.
Miles Ryan había enviudado a los treinta años.