La tarde antes de conocer a Miles Ryan, Sarah Andrews caminaba por el barrio histórico de New Bern intentando no aflojar el ritmo. Aunque quería sacarle el máximo provecho al ejercicio —había sido una caminante ávida en los últimos cinco años—, le costaba hacerlo desde que había ido a vivir allí. Cada vez que salía encontraba algo nuevo que la interesaba, algo que la obligaba a detenerse a mirar.
New Bern, fundada en 1710, se hallaba en la orilla de los ríos Neuse y Trent, en el este de Carolina del Norte. Como la segunda población más antigua del estado, había sido la capital y albergado el palacio Tryon, residencia del gobernador colonial. Pese a haber sido destruido por un incendio en 1798, lo habían restaurado por completo en 1954 y poseía uno de los jardines más exquisitos e impresionantes del sur. En primavera florecían tulipanes y azaleas por doquier, y en otoño se llenaba de crisantemos. Sarah había ido a verlo nada más llegar, y aunque llegó justo entre dos estaciones, se marchó decidida a encontrar una casa cerca de allí para poder pasar ante él a diario.
Se había instalado en un pintoresco apartamento situado en Middle Street, a pocas manzanas del palacio y en el centro de la ciudad. Estaba encima y a tres puertas de la farmacia donde, en 1898, Caleb Bradham comercializó por primera vez la bebida de Brad, la misma que se dio a conocer en el mundo con el nombre de Pepsi-Cola. A la vuelta de la esquina estaba la iglesia episcopaliana, una estructura de ladrillo señorial a la sombra de imponentes magnolias, cuyas puertas se abrieron en 1718. Cuando salió para ir a caminar, Sarah pasó junto a los dos sitios mientras se dirigía hacia Front Street, donde se hallaban muchas mansiones de doscientos años de antigüedad.
Sin embargo, lo que más admiraba era el hecho de que la mayoría de las casas habían sido restauradas concienzudamente a lo largo de los últimos cincuenta años, una a una. A diferencia de Williamsburg, en Virginia, que se había recuperado en gran medida gracias a una subvención concedida por la Fundación Rockefeller, New Bern había recurrido a sus ciudadanos y éstos habían respondido. Ese sentimiento comunitario había atraído a sus padres al pueblo cuatro años antes; Sarah no conoció la localidad hasta que se mudó en el mes de junio.
Mientras andaba pensó en lo diferente que era New Bern de Baltimore, la ciudad de Maryland donde había nacido y se había criado, y donde había vivido hasta hacía pocos meses. Aunque Baltimore tenía su propia historia, era ante todo una ciudad. En cambio, New Bern era un pueblo sureño, relativamente aislado y muy poco interesado en seguir el ritmo cada vez más acelerado de la vida de los demás lugares. Allí la gente la saludaba con la mano cuando pasaba a su lado por la calle, y cada vez que preguntaba algo le daban una larga y pausada respuesta, casi siempre salpicada de referencias a personas o lugares de los que nunca había oído hablar, como si todo y todos estuvieran relacionados de alguna manera. En general le resultaba agradable, aunque a veces la ponía un poco nerviosa.
Sus padres se habían ido a vivir a New Bern porque su padre entró a trabajar como administrador en el Centro Médico Regional Craven. Cuando Sarah se divorció, empezaron a insistir en que también ella se mudara allí. Como ya conocía a su madre, aplazó la decisión durante un año; no era que no la quisiese, pero es que a veces podía ser… agotadora, por no decir otra cosa. Aun así, por su propia tranquilidad, al final decidió hacerles caso y de momento, por suerte, no lo había lamentado. Era exactamente lo que necesitaba, pero, por muy encantador que fuera el pueblo, no se imaginaba que pudiera quedarse allí para siempre.
Enseguida comprendió que New Bern no era un lugar para solteros. No había muchos sitios donde se pudiera conocer gente, y las personas de su edad a las que había conocido ya estaban casadas y tenían su propia familia. Al igual que en muchas poblaciones del sur, todavía imperaba un orden social que definía la vida de sus habitantes. Como casi todo el mundo estaba casado, era difícil para una mujer sola encontrar un lugar donde encajar, o incluso donde empezar; sobre todo para una divorciada y recién llegada.
Sin embargo, era un sitio ideal para criar niños, y a veces, en sus paseos, a Sarah le gustaba imaginar que su vida había discurrido de otra manera. De joven siempre había dado por supuesto que tendría el tipo de vida que quería: un matrimonio, hijos, una casa en un barrio donde las familias se reunirían los viernes por la tarde después de trabajar toda la semana… Ésa era la clase de vida que había tenido de niña, la misma que quería de adulta; pero las cosas no habían salido así. Y había descubierto que eso era lo que solía suceder.
Pero durante un tiempo había creído que todo era posible, sobre todo cuando conoció a Michael. Ella estaba a punto de terminar sus estudios de Magisterio y él acababa de hacer un máster en Administración de Empresas en Georgetown. Su familia, una de las más prominentes de Baltimore, había hecho fortuna en la banca y era inmensamente rica y exclusivista, de esas que estaban en la junta de varias empresas y que imponían normas en los clubes de campo para apartar a los que consideraban inferiores. Michael, sin embargo, parecía rechazar esos valores y además tenía fama de ser un buen partido. Cada vez que entraba en algún sitio todas las cabezas se volvían, y aunque él se daba cuenta, su mayor atractivo era que fingía no preocuparse en absoluto por lo que los demás pensaban de él.
Fingía, por supuesto: ése era el quid de la cuestión.
Sarah, como todas sus amigas, sabía quién era Michael cuando éste se presentó en una fiesta, y se sorprendió cuando más tarde él se acercó y la saludó. Enseguida congeniaron. La breve conversación llevó a otra más larga al día siguiente ante un café, y después a una cena. Al poco tiempo se veían con regularidad y ella se había enamorado. Un año después, Michael le propuso matrimonio.
Su madre se quedó encantada con la noticia, pero su padre no dijo gran cosa, salvo que esperaba que fuera feliz. Tal vez sospechara algo, quizá hubiera visto lo suficiente para saber que los cuentos de hadas rara vez se hacen realidad. En cualquier caso, no se lo dijo en su momento, y, a decir verdad, Sarah tampoco se molestó en preguntarle por sus reservas, salvo cuando Michael le pidió que firmara un acuerdo prematrimonial. Le explicó que su familia se había empeñado en ello, pero, aunque echó la culpa a sus padres, Sarah sospechó que de todos modos él solo también habría insistido en hacerlo. Aun así, firmó los documentos. Esa noche, los padres de Michael ofrecieron una magnífica fiesta de compromiso para anunciar oficialmente la boda.
Siete meses después, Sarah y Michael estaban casados. Se fueron a Grecia y Turquía de luna de miel, y cuando volvieron a Baltimore, se instalaron en una casa a menos de dos manzanas de donde vivía la familia de Michael. Aunque no necesitaba trabajar, Sarah empezó a dar clases a niños de segundo de primaria en una de las zonas más deprimidas de la ciudad. Sorprendentemente, él apoyó su decisión, pero eso era algo muy típico de su relación en aquel momento. En los dos primeros años de su matrimonio, todo parecía perfecto: los fines de semana se pasaban horas en la cama, hablando y haciendo el amor, y él le contaba sus sueños de dedicarse algún día a la política. Tenían un amplio círculo de amigos, sobre todo personas que Michael conocía de toda la vida, y siempre había alguna fiesta a la que asistir o algún viaje de fin de semana. El resto del tiempo libre lo pasaban en Washington, donde visitaban museos, iban al teatro y se paseaban entre los monumentos de Capítol Malí. Fue allí, en el dedicado a Lincoln, donde Michael le dijo que se sentía preparado para formar una familia. En cuanto pronunció esas palabras, Sarah lo abrazó, sabiendo que no podía haber dicho nada que la hiciese más feliz.
¿Quién puede explicar lo que ocurrió a continuación? Varios meses después de aquel maravilloso día Sarah todavía no se había quedado embarazada. Su médico le dijo que no se preocupara, que a veces se tardaba un poco tras dejar la píldora, pero le sugirió que volviera a verlo un poco más adelante si el problema persistía.
Volvió y le hicieron pruebas. A los pocos días, cuando llegaron los resultados, los dos fueron a ver al doctor. Cuando se sentaron delante de él les bastó una mirada para darse cuenta de que algo iba mal.
Fue entonces cuando Sarah se enteró de que sus ovarios no podían producir óvulos.
Al cabo de una semana, la pareja tuvo su primera pelea importante. Michael no había vuelto a casa después de trabajar y ella se había pasado horas yendo de un lado a otro mientras lo esperaba, se preguntaba por qué no había llamado y se imaginaba que había ocurrido algo terrible. Cuando llegó, Sarah estaba desesperada, y él, borracho. «No eres mi dueña», fue la única explicación que le dio, y a partir de ahí, la discusión fue de mal en peor y se dijeron cosas terribles. Más tarde, esa misma noche, Sarah se arrepintió de todo y Michael le pidió perdón; pero desde ese día se volvió más distante, más reservado. Cuando ella lo presionaba, él negaba que sus sentimientos hubieran cambiado.
«Todo irá bien —le decía—, lo superaremos.»
Sin embargo, las cosas empeoraron. A medida que pasaban los meses las disputas se hicieron más frecuentes y la distancia se volvió más pronunciada. Una noche, cuando ella le propuso una vez más que adoptaran un niño, Michael descartó la sugerencia diciendo sin más: «Mis padres no lo aceptarán.»
Una parte de ella supo que esa noche su relación había dado un giro irreversible. No por lo que él había dicho, ni porque parecía ponerse del lado de su familia; fue por su mirada: le dio a entender que para él el problema era de ella y no de los dos.
Menos de una semana después, encontró a Michael sentado en el salón con un whisky a su lado. Por su expresión perdida, supo que no era el primero que se tomaba. «Quiero el divorcio —dijo—; estoy seguro de que lo entiendes.» Cuando acabó, Sarah se sintió incapaz de decir nada, y tampoco quiso hacerlo.
El matrimonio se había acabado; había durado menos de tres años. Sarah tenía veintisiete.
Los siguientes doce meses los recordaba como en una nebulosa. Todo el mundo quería saber qué había pasado, pero a excepción de la familia no se lo contó a nadie. «Simplemente no ha funcionado», era lo único que decía cuando alguien le preguntaba.
Como no sabía qué más hacer, siguió trabajando además de ir dos veces por semana a la consulta de una terapeuta maravillosa, Sylvia. Cuando ésta le recomendó un grupo de apoyo, Sarah asistió a un par de reuniones. En general, escuchaba a los demás y le parecía que estaba mejor; pero a veces, cuando se encontraba a solas en su apartamento, de pronto tomaba conciencia de su situación, rompía a llorar una vez más y se pasaba horas así. En una de sus épocas más oscuras incluso pensó en suicidarse, aunque nadie —ni la terapeuta ni su familia— se enteró. Fue entonces cuando comprendió que tenía que marcharse de Baltimore; necesitaba ir a un lugar donde pudiera volver a empezar, donde los recuerdos no fueran tan dolorosos y donde no hubiera vivido nunca.
Mientras recorría las calles de New Bern, Sarah hacía todo lo posible por seguir adelante. A veces le costaba, pero ya no tanto como antes. Sus padres la ayudaban a su manera —su padre no hacía el menor comentario y su madre recortaba artículos de las revistas sobre los últimos avances médicos—, pero su hermano, Brian, había sido su salvavidas antes de irse a la Universidad de Carolina del Norte a cursar el primer año.
Como casi todos los adolescentes, a veces era distante y retraído, pero normalmente se trataba de un interlocutor muy comprensivo. Cuando Sarah necesitaba hablar, él siempre estaba ahí, y ahora que se había ido lo echaba de menos. Siempre habían estado muy unidos; al ser su hermana mayor, le había cambiado los pañales y dado de comer siempre que su madre se lo había permitido. Después, cuando Brian empezó a ir al colegio, comenzó a echarle una mano con los deberes, y trabajando con él descubrió que quería ser maestra.
Fue una decisión que nunca había lamentado: le encantaba enseñar y trabajar con niños. Cada vez que entraba en un aula y veía treinta pequeños rostros que la miraban con expectación, sabía que había acertado en la elección de su carrera. Al principio, como casi todas las profesoras jóvenes, había sido una idealista convencida de que todos los alumnos responderían si ella se esforzaba lo suficiente. Lamentablemente, al final se había dado cuenta de que no siempre era así; algunos, por la razón que fuera, se cerraban a todo lo que pudiera hacer, por mucho que se empeñase. Ésa era la peor parte del trabajo, la única que a veces le quitaba el sueño por las noches, aunque nunca le impedía volver a intentarlo.
Sarah se enjugó el sudor de la frente, alegrándose de que por fin refrescara. El sol se ponía en el cielo y las sombras empezaban a alargarse. Cuando pasó por delante del cuartel de bomberos, dos de ellos sentados en unas tumbonas la saludaron inclinando la cabeza. Ella sonrió. Por lo visto, en ese pueblo nunca había un incendio a última hora de la tarde; en los últimos cuatro meses, todos los días a esa hora los veía en el mismo sitio.
New Bern.
Era consciente de que su vida había adquirido una sencillez extraña desde que estaba allí. Aunque a veces echaba de menos la energía de la ciudad, debía reconocer que tomarse la vida con calma tenía sus ventajas. Ese verano se había pasado horas recorriendo las tiendas de antigüedades o sencillamente mirando los veleros amarrados detrás del Sheraton.
Incluso ahora que se habían reanudado las clases nunca tenía prisa. Trabajaba y paseaba, y salvo cuando iba a ver a sus padres, casi todas las noches las pasaba sola, escuchando música clásica y preparando las clases con el material que se había llevado de Baltimore. Y así estaba bien.
Como era nueva en la escuela tuvo que adaptar su programa. Había descubierto que muchos de sus alumnos iban un poco rezagados en la mayoría de las asignaturas troncales, por lo que había tenido que bajar un poco el nivel e incluir más material de refuerzo. No se sorprendió; cada colegio progresaba a un ritmo distinto, pero creía que al final del curso casi todos los muchachos habrían alcanzado el nivel que les correspondía. Sin embargo, había uno que la preocupaba en particular.
Se trataba de Jonah Ryan.
Era un chico de lo más agradable: tímido y sencillo, del tipo que tendía a pasar desapercibido. El primer día se había sentado en la última fila y había respondido de forma cordial cuando se había dirigido a él, pero en Baltimore había aprendido a fijarse en esos niños. A veces no significaba nada; otras quería decir que intentaban esconderse. Cuando pidió a la clase que le entregara la primera tarea, tomó nota mentalmente de que debía prestar especial atención a la de Ryan. Pero no hizo falta.
Les puso un ejercicio —un breve párrafo sobre lo que habían hecho ese verano— para hacerse una idea de cómo escribían. La mayoría de las redacciones presentaban las típicas faltas de ortografía, ideas inconexas y una caligrafía descuidada, pero la de Jonah destacó porque no hizo lo que se le había pedido: había puesto su nombre en la esquina superior, pero en lugar de escribir algo, había trazado un dibujo de él pescando en una barquita. Cuando Sarah quiso saber por qué no había hecho lo que le había mandado, le explicó que la señora Hayes siempre lo dejaba dibujar porque «no escribo muy bien».
Enseguida sonó una alarma en la cabeza de Sarah. Le sonrió y se inclinó hacia él. «¿Puedes enseñarme cómo lo haces?», le preguntó. Tras una larga pausa, el niño asintió a regañadientes.
Mientras los demás seguían con otra actividad, se sentó junto a Jonah mientras él hacía lo que podía. Al instante se dio cuenta de que era inútil: no sabía escribir. Ese mismo día, un poco más tarde, descubrió que tampoco sabía leer, y las matemáticas no se le daban mucho mejor. Si hubiera tenido que adivinar en qué curso estaba sin conocerlo, habría dicho que acababa de empezar el parvulario.
Lo primero que pensó era que Jonah tenía un problema de aprendizaje, algo como dislexia; pero tras pasar una semana con él, lo descartó. No confundía las letras ni las palabras y entendía todo lo que le explicaba. Cuando Sarah le enseñaba algo, en general a partir de ese momento lo hacía bien. El problema, en su opinión, radicaba en que nunca había tenido que trabajar por la sencilla razón de que sus maestras no se lo habían exigido.
Cuando preguntó por Jonah a un par de compañeras, se enteró de lo sucedido con su madre, y aunque se compadeció de él, le pareció que no beneficiaría a nadie —sobre todo al pequeño— que lo dejara como lo habían dejado sus anteriores profesoras. Pero no podía prestarle toda la atención que necesitaba porque también estaban los demás niños de la clase. Al final decidió hablar con el padre de Jonah para explicarle lo que había visto e intentar encontrar una solución.
Había oído hablar de Miles Ryan.
No mucho, pero sabía que la mayoría de la gente lo apreciaba y respetaba, y, sobre todo, que se preocupaba por su hijo. Eso era bueno. En el poco tiempo que llevaba enseñando había conocido a padres a quienes no les importaban sus hijos, por considerarlos más un lastre que una bendición, y también había tratado con otros que parecían pensar que sus niños no podían hacer nada mal. Los dos tipos eran imposibles; pero decían que Miles Ryan no era así.
En la siguiente esquina, Sarah aflojó el paso por fin y esperó a que pasaran un par de coches. Cruzó la calle, saludó con la mano al farmacéutico y cogió el correo antes de subir a su apartamento. Tras abrir la puerta, echó un vistazo a las cartas y las dejó en la mesa de la entrada.
En la cocina se sirvió un vaso de agua fresca y se lo llevó al dormitorio. Mientras se desnudaba y tiraba las prendas en el cesto de la ropa sucia antes de darse una ducha fría, vio que la luz del contestador parpadeaba. Apretó el botón de encendido y oyó a su madre decir que la aguardaba en su casa si no tenía nada que hacer. Como siempre, su voz parecía un poco angustiada.
En la mesilla, junto al aparato, había una foto de su familia: Maureen y Larry en el medio, con ella y Brian a los lados. El contestador hizo un ruido seco y escuchó un segundo mensaje, también de su madre: «Ah, creía que ya habrías vuelto… —dijo—. Espero que todo vaya bien…»
¿Debería ir o no? ¿Estaba de humor?
«¿Por qué no? —decidió por fin—. De todos modos, no tengo nada mejor que hacer.»
Miles Ryan conducía por Madame Moore’s Lane, una carretera estrecha y serpenteante que bordeaba el río Trent y el arroyo Brices desde el centro de New Bern hasta Pollocksville, una pequeña aldea situada a veinte kilómetros en dirección sur. La carretera se llamaba así por la mujer que había regentado uno de los prostíbulos más famosos de Carolina del Norte, y pasaba por delante de la antigua casa de campo y la tumba de Richard Dobbs Spaight, un héroe del sur que había firmado la Declaración de Independencia. En la Guerra de Secesión, los soldados de la Unión exhumaron el cadáver y clavaron el cráneo en una verja de hierro como advertencia a los ciudadanos, para que no se opusieran a la ocupación. Por culpa de esa historia, de pequeño Miles nunca quería acercarse a ese lugar.
Pese a su belleza y aislamiento relativo, esa carretera no era para niños: día y noche circulaban grandes camiones cargados de troncos, y los conductores solían subestimar las curvas. Como propietario de una casa en uno de los pueblos que daban a esa vía, Miles llevaba años intentando reducir el límite de velocidad.
Nadie, salvo Missy, lo había escuchado.
Esa ruta siempre lo hacía pensar en ella.
Sacó otro cigarrillo, lo encendió y bajó la ventanilla. Cuando el aire cálido entró en el coche, imágenes sencillas de la vida que habían compartido inundaron su mente; pero, como siempre, esos recuerdos condujeron de un modo inexorable al último día que vivieron juntos.
De un modo irónico, Miles había estado casi todo ese día fuera de casa: era domingo y había ido a pescar con Charlie Curtís. Habían salido temprano, y aunque volvieron con lampugas, eso no bastó para apaciguar a su mujer. Cuando llegó, Missy lo recibió con toda la cara manchada de barro, los brazos en jarras y una mirada furibunda. No dijo nada, pero tampoco hizo falta; su forma de mirarlo fue explícita.
Al día siguiente tenían que llegar de Atlanta su hermano y su cuñada, y ella había estado arreglando la casa y preparándola para recibir a los invitados. Encima, Jonah estaba en cama con gripe, lo que no facilitó las cosas, ya que también tuvo que ocuparse de él. Pero no estaba enfadada por eso; la causa era el propio Miles.
Aunque Missy había dicho que no le importaba que fuera a pescar, le había pedido que el sábado se encargara del jardín y así ella no tendría que preocuparse de eso. Sin embargo, ese día él tuvo que trabajar, y en lugar de llamar a Charlie para disculparse, decidió salir. Su amigo se pasó todo el tiempo bromeando —«Esta noche te toca dormir en el sofá»— y Miles sabía que lo más probable era que tuviera razón. Pero una cosa era la jardinería y otra la pesca, y estaba seguro de que a su cuñado y su esposa no les importaría en lo más mínimo ver unos cuantos hierbajos por el césped.
«Además —se dijo—, ya lo haré a la vuelta»; y de verdad tenía la intención de hacerlo. No pensaba pasarse todo el día fuera de casa, pero como suele suceder cuando uno va a pescar, una cosa llevó a la otra y al final perdió la noción del tiempo. De todos modos, ya tenía preparado el discurso: «No te preocupes; yo me encargaré de todo, aunque tenga que trabajar toda la noche y necesite una linterna.» A lo mejor eso habría funcionado si le hubiese explicado sus planes a Missy antes de irse por la mañana. Pero no lo hizo, y cuando llegó a casa ella ya lo había hecho casi todo: había cortado el césped, arreglado los bordes del camino y plantado unos pensamientos alrededor del buzón. Debía de haber trabajado muchas horas, y decir que estaba enfadada era quedarse corto; ni siquiera bastaba con decir que estaba furiosa. Era algo que iba más allá de eso, la diferencia entre una cerilla encendida y un incendio abrasador en un bosque, y él lo sabía. Había visto esa mirada unas cuantas veces en los años que llevaban casados, aunque tampoco demasiadas. Tragó saliva, pensando «Allá vamos».
—Hola, cariño —dijo tímidamente—; siento llegar tan tarde. Es que no nos hemos dado cuenta de la hora que era. —Justo cuando iba a empezar su discurso, Missy se volvió y le habló por encima del hombro.
—Me voy a correr. Podrás ocuparte de esto, supongo. —Estaba a punto de pasar el aspirador por el sendero y por el camino de entrada para quitar las briznas de césped recién cortado; tenía el electrodoméstico a su lado.
Él fue lo bastante astuto para no replicar.
Después de que ella entrara para cambiarse, Miles sacó la nevera portátil del coche y la llevó a la cocina. Cuando Missy salió del dormitorio, lo encontró poniendo las lampugas en el frigorífico.
—Estaba guardando el pescado… —empezó a decir, y ella apretó la mandíbula.
—¿Y si hicieras lo que te he pedido?
—Lo haré, pero quiero guardar el pescado antes de que se estropee.
Missy puso los ojos en blanco.
—Déjalo, ya lo haré a la vuelta.
Miles no soportaba ese tono de mártir.
—Lo haré yo —dijo—, ya te he dicho que lo haría.
—¿Igual que me aseguraste que acabarías de cortar el césped antes de irte a pescar?
Tendría que haberse mordido la lengua. Sí, efectivamente, se había pasado todo el día pescando en lugar de quedarse a hacer cosas por la casa; sí, la había decepcionado. Pero, total, tampoco era para tanto, ¿verdad? Al fin y al cabo los que llegaban sólo eran su hermano y su cuñada, no el presidente. No había ninguna razón para tomarse las cosas de una manera tan irracional.
Sí, debería haberse callado. A juzgar por la mirada de Missy, más le habría valido; cuando salió dando un portazo, las ventanas temblaron.
Sin embargo, poco después Miles reconoció que se había equivocado y se arrepintió de lo que había hecho. Había sido un estúpido, y ella tenía razón en enfadarse.
Pero ya nunca podría decirle que lo sentía.
—Todavía fumas, ¿eh?
Charlie Curtis, el sheriff del condado, lo miró desde el otro lado de la mesa cuando su amigo se sentó ante él.
—Yo no fumo —contestó Miles de inmediato.
Charlie levantó las manos.
—Lo sé, lo sé. Ya me lo has dicho. Oye, a mí me da igual si quieres engañarte; pero, de todos modos, la próxima vez que vengas a casa me acordaré de poner ceniceros.
Miles se echó a reír. Curtis era una de las pocas personas que seguían tratándolo como siempre. Eran amigos desde hacía años; fue Charlie quien le sugirió que se hiciera ayudante del sheriff, y en cuanto acabó el curso se hizo cargo de él. Era mayor —cumplía sesenta y cinco años en marzo—, tenía el pelo entrecano y en los últimos tiempos había engordado diez kilos, la mayoría de los cuales se le habían puesto en la barriga. No era el tipo de sheriff que intimidaba a la gente a primera vista, pero era perspicaz y diligente y sabía conseguir las respuestas que necesitaba. En las tres últimas elecciones, nadie se había molestado en presentarse para competir con él.
—No pienso ir —dijo Miles— a menos que dejes de hacer acusaciones tan ridículas.
Estaban sentados en un reservado en un rincón, y la camarera, agobiada por la clientela de la hora de comer, les dejó una jarra de té con azúcar y dos vasos con hielo de camino a la mesa de al lado. Miles lo sirvió y acercó un vaso a Charlie.
—Brenda lo sentirá —dijo éste—. Ya sabes que os echa de menos si no vas a verla con Jonah de vez en cuando. —Sorbió el té—. Así que, ¿te apetece ver a Sarah hoy?
Miles alzó la vista.
—¿A quién?
—A la maestra de Jonah.
—¿Te lo ha contado tu mujer?
Charlie sonrió con suficiencia. Su esposa trabajaba en la escuela, en la oficina del director, y se enteraba de todo.
—Claro.
—¿Y cómo dices que se llama?
—Brenda —contestó muy serio.
Miles se quedó mirándolo y Charlie fingió que de pronto caía en la cuenta.
—Ah, ¿te refieres a la profesora? Sarah. Sarah Andrews.
Miles bebió.
—¿Qué tal es como maestra?
—Supongo que buena. Brenda dice que es genial y que los niños la adoran, pero ella cree que todo el mundo es estupendo. —Hizo una pausa y se inclinó hacia Miles como si fuera a contarle un secreto—. Pero también dice que es guapa, monísima, ¿entiendes lo que quiero decir?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Además, es soltera.
—¿Y?
—Y nada. —Charlie abrió un sobre de azúcar y se lo echó en el té a pesar de que ya llevaba. Se encogió de hombros—. Sólo te cuento lo que me ha dicho Brenda.
—Pues muy bien. Te lo agradezco. No sé qué habría sido de mí si no hubiese sabido la última opinión de tu mujer.
—Ah, no te pongas así. Ya sabes que siempre anda buscándote a alguien.
—Pues puedes decirle que ya me las arreglo yo solo.
—Hombre, ya lo sé, pero es que se preocupa por ti. Además, sabe que fumas.
—¿Vas a seguir metiéndote conmigo o querías verme por alguna otra razón?
—De hecho, sí. Pero antes tenía que esperar a que estuvieras de buen humor para que no te pusieras como un basilisco.
—¿A qué te refieres?
En ese instante la camarera les sirvió dos platos de carne asada con ensalada de col y tortas de maíz, lo que pedían siempre, y Charlie aprovechó para reflexionar un momento. Echó más salsa de vinagre a la carne y pimienta a la ensalada. Tras decidir que no había una manera fácil de plantearlo, se lo soltó a bocajarro.
—Harvey Wellman ha decidido retirar los cargos contra Otis Timson.
Wellman era el fiscal del distrito del condado de Craven. Había hablado con Charlie esa misma mañana y se había ofrecido a decírselo a Miles, pero el sheriff había decidido que lo mejor sería que lo hiciera él.
Su amigo alzó la vista.
—¿Cómo dices?
—No tenía pruebas. Beck Swanson ha sufrido de pronto un ataque de amnesia y ya no se acuerda de nada de lo sucedido.
—Pero yo estaba allí…
—Llegaste después de que hubiera ocurrido; no lo viste.
—Pero vi la sangre y la silla y la mesa rotas en medio del bar. Vi a un montón de gente que se había congregado.
—Ya lo sé. Pero ¿qué quieres que haga Harvey? Beck ha jurado y perjurado que sólo se había caído y que Otis nunca lo tocó. Dice que esa noche estaba confuso, pero que ahora que tiene la mente más despejada lo recuerda todo.
Miles perdió el apetito de pronto y apartó el plato.
—Seguro que si vuelvo a ese lugar encuentro a alguien que vio lo que pasó.
Charlie sacudió la cabeza.
—Sé lo mal que te sienta esto, pero ¿de qué serviría? Ya sabes que esa noche estaban allí todos los hermanos de Otis. Seguro que dirían que no sucedió nada, ¿y quién sabe? A lo mejor lo hicieron ellos. Sin el testimonio de Beck, ¿qué podía hacer Harvey? Además, ya conoces a Timson; seguro que hará otra de las suyas. Espera y verás.
—Eso es lo que me preocupa.
La historia que había entre Miles y Otis venía de lejos. El resentimiento había empezado cuando Miles había sido nombrado ayudante del sheriff ocho años antes y había detenido a Clyde Timson, el padre de Otis, por agresión cuando tiró a su mujer por la puerta mosquitera de la caravana donde vivían. A causa de eso pasó un tiempo en la cárcel —aunque no tanto como hubiese debido— y luego cinco de sus seis hijos también estuvieron entre rejas por delitos que comprendían desde el tráfico de drogas hasta el robo de coches.
Para Miles, el más peligroso era Otis por el simple hecho de que era el más listo.
Sospechaba que era algo más que un simple ratero, como los demás miembros de la familia. Para empezar, no tenía el mismo aspecto: a diferencia de sus hermanos, rehuía los tatuajes y llevaba el pelo corto; hubo épocas en las que incluso llegó a tener un empleo, algo relacionado con trabajos manuales. No parecía un delincuente, pero las apariencias engañan. Su nombre estaba vagamente relacionado con varios delitos y los lugareños sospechaban que controlaba el tráfico de drogas en el condado, aunque Miles nunca había podido probarlo. Para su frustración, las redadas no habían dado ningún resultado.
Además, Otis le guardaba rencor.
Miles no se había dado cuenta hasta que nació Jonah. Una semana después de detener a tres hermanos Timson por una pelea en una reunión familiar, Missy estaba en el salón meciendo al niño, que entonces tenía cuatro meses, cuando de pronto un ladrillo entró volando por la ventana. Estuvo a punto de darles, y un fragmento de vidrio le cortó la mejilla al bebé. Aunque no pudo demostrarlo, Miles sabía que el responsable había sido Otis, y se presentó en el hogar de los Timson —una serie de caravanas decrépitas dispuestas en semicírculo en las afueras del pueblo— con otros tres agentes, empuñando la pistola. Todos salieron pacíficamente y, sin pronunciar palabra, levantaron las manos para que los esposaran y se los llevaran.
Finalmente no se presentaron cargos por falta de pruebas. Miles se enfureció y, tras soltarlos, se encaró con Harvey Wellman en la puerta de su oficina. Discutieron y estuvieron a punto de llegar a las manos antes de que lo sacaran de allí.
En los siguientes años sucedieron más cosas: detonaciones cerca de su casa, un incendio misterioso en el garaje, incidentes que parecían más bien travesuras de adolescentes… Pero, de nuevo, como no había testigos, Miles no pudo hacer nada. En los últimos tiempos, desde la muerte de Missy, las cosas habían estado bastante tranquilas.
Hasta la última detención.
Charlie alzó la vista y lo observó muy serio.
—Mira, tú y yo sabemos que es culpable, pero ni se te ocurra ocuparte de este asunto por tu cuenta. No debes permitir que las cosas se compliquen, como ya ha pasado otras veces; ahora tienes que pensar en Jonah, y no siempre estás con él para vigilarlo. —Miles desvió la vista hacia la ventana mientras Charlie seguía hablando—. Volverá a hacer una tontería, y si hay pruebas seré el primero en ir por él. Tú lo sabes, pero no te metas en líos; ese hombre sólo traerá problemas, así que aléjate de él. —Miles siguió callado—. Déjalo, ¿de acuerdo? —No sólo le hablaba como amigo, sino también como jefe.
—¿Por qué me lo dices?
—Acabo de explicártelo.
Miles miró a Charlie fijamente.
—Pero hay algo más, ¿no?
El sheriff le sostuvo la mirada durante un instante.
—Es que… Otis ha dicho que estuviste un poco duro con él cuando lo arrestaste y ha presentado una denuncia…
Miles pegó un puñetazo en la mesa y el ruido retumbó por todo el restaurante. La gente de al lado dio un respingo y se volvió hacia ellos, pero él ni lo notó.
—Eso es mentira…
Charlie levantó las manos para interrumpirlo.
—Diablos, ya lo sé; se lo he dicho a Harvey y él no piensa hacer nada al respecto. Pero es que no sois precisamente los mejores amigos del mundo, y además sabe cómo te pones cuando te enfadas. Aunque no hará nada con la acusación, cree que es posible que Otis diga la verdad y me ha pedido que te recomiende que vayas con cuidado.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer si lo veo cometiendo un delito? ¿Mirar para otro lado?
—Hombre, no, no digas tonterías. Si lo hicieras yo no te lo perdonaría. Sólo mantén las distancias durante un tiempo, hasta que todo esto haya pasado, a menos que no te quede más remedio. Te lo digo por tu bien, ¿de acuerdo?
Miles tardó un tiempo antes de decir con un suspiro:
—Vale.
Pero incluso mientras contestaba, sabía que Otis y él todavía no habían acabado el uno con el otro.