La mañana del 29 de agosto de 1988, poco más de dos años después de que falleciera su esposa, Miles Ryan estaba en el porche trasero de su casa, fumando y mirando cómo el sol que salía teñía lentamente de naranja el cielo gris oscuro del amanecer. Ante él se extendía el río Trent, con sus aguas salobres ocultas en parte por los cipreses alineados en la orilla.
El humo del cigarrillo se elevaba en espiral y Miles sintió la creciente humedad del ambiente. Poco después los pájaros dieron comienzo a sus cantos matutinos con trinos que llenaron el aire. Pasó una pequeña barca, el pescador lo saludó con la mano y él respondió con una leve inclinación de cabeza. No tenía energía para más.
Necesitaba un café; con un poco de café de Java se sentiría en condiciones de comenzar un nuevo día. Tenía que llevar a Jonah a la escuela, vigilar a los lugareños que incumplían la ley, repartir órdenes de desahucio por el condado…, además de resolver cualquier otro asunto que siempre surgía inevitablemente, como ver a la maestra de su hijo. Y eso sólo para empezar. Las tardes las tenía todavía más ocupadas; siempre había un montón de cosas que hacer sólo para que la casa funcionara: pagar facturas, la compra, la limpieza, reparaciones… Incluso en los escasos momentos en que disponía de un poco de tiempo libre, sentía que tenía que aprovecharlo de inmediato o, de lo contrario, perdería la oportunidad. «Rápido, busca algo para leer. Date prisa, sólo tienes unos minutos para relajarte. Cierra los ojos, que dentro de poco ya no podrás.» Todo eso bastaba para agotar a cualquiera, pero ¿qué podía hacer?
Se moría por un café. La nicotina ya no le hacía efecto y pensó en tirar el tabaco a la basura, aunque daba igual si lo tiraba o no. En el fondo, para él era como si no fumara. Claro que fumaba unos cuantos cigarrillos a lo largo del día, pero eso en realidad no era nada. No se pulía todo un paquete en un día, y tampoco lo había hecho toda su vida; había empezado tras morir su esposa, y podía dejarlo en cualquier momento. Pero ¿para qué molestarse? Desde luego, tenía unos pulmones estupendos; precisamente la semana anterior tuvo que salir corriendo tras un ladrón y lo cogió sin problemas. Un fumador jamás lo habría conseguido.
Aunque, por otro lado, no le había resultado tan fácil como cuando tenía veintidós años. Pero de eso ya habían pasado diez, y aunque no había llegado el momento de buscar una residencia de ancianos, empezaba a hacerse mayor. Y lo notaba: cuando estaba en la universidad, él y sus amigos iniciaban las juergas a las once y luego seguían toda la noche. En cambio, en los últimos años, salvo cuando tenía que trabajar, para él las once era tarde, y aunque le costara conciliar el sueño, se iba a la cama igual. No tenía ninguna razón para querer mantenerse despierto. El agotamiento se había convertido en una constante en su vida. Incluso las noches en que Jonah no tenía pesadillas —las había tenido de un modo intermitente desde la muerte de Missy—, Miles seguía despertándose con la sensación de estar… cansado, perdido, torpe, como si se moviera debajo del agua. La mayoría de las veces lo atribuía a la agitada vida que llevaba; pero en ocasiones se preguntaba si no le pasaba algo más serio. Había leído que uno de los síntomas de una depresión clínica era «un aletargamiento excesivo, sin motivo ni causa». Desde luego, él sí que tenía una razón…
En realidad lo que necesitaba era unos días de paz y tranquilidad en una casita junto al mar en Cayo Hueso; en un lugar donde pudiera pescar rodaballos o simplemente relajarse en una hamaca que se meciese con suavidad mientras bebía una cerveza fría, sin tener que tomar más decisiones que la de si se ponía o no sandalias para pasear por la playa con una hermosa mujer a su lado.
Ése era otro problema, la soledad. Estaba harto de estar solo y de despertarse en una cama vacía, aunque esa sensación seguía asombrándolo; no se había sentido así hasta hacía poco tiempo. En el primer año tras la desaparición de Missy ni siquiera había concebido que pudiera volver a amar a otra mujer. Jamás. Era como si las ganas de compañía femenina no existieran en absoluto, como si el deseo, el ansia y el amor no fueran más que posibilidades teóricas que no tenían la menor relación con el mundo real. Incluso después de haber superado la sorpresa y el dolor lo suficiente para poder llorar todas las noches, le parecía sentir que había algo en su vida que no funcionaba; como si se hubiera desviado de su rumbo, pero fuera a encauzarse pronto, por lo que no tenía ningún motivo para preocuparse.
Al fin y al cabo, habían cambiado muy pocas cosas tras el funeral. Las facturas seguían llegando, había que dar de comer a Jonah, cortar el césped… Y, además, tenía que trabajar. Una vez, tras muchas cervezas, Charlie, su mejor amigo y jefe, le había preguntado qué se sentía al perder una esposa, y Miles le había contestado que no tenía la sensación de que Missy se hubiera ido realmente. Era más bien como si se hubiese marchado de fin de semana con una amiga y le hubiera dejado a Jonah a su cargo mientras estaba fuera.
Pasó el tiempo y también el entumecimiento al que se había acostumbrado; en su lugar, se impuso la realidad. Por mucho que intentara seguir adelante, no podía dejar de pensar en Missy. Era como si todo le recordara a ella, sobre todo Jonah, que cada vez se parecía más a su madre. En ocasiones, cuando se detenía junto a la puerta del dormitorio tras arroparlo, veía a su mujer en los pequeños rasgos de la cara de su hijo, y tenía que volverse para que el niño no descubriera las lágrimas. Pero la imagen se le quedaba en la cabeza durante horas; antes le encantaba ver dormir a Missy, con su largo pelo castaño extendido por la almohada, un brazo siempre apoyado por encima de la cabeza, los labios ligeramente separados y el sutil movimiento del pecho al respirar. Y su olor: eso era algo que jamás olvidaría. La primera mañana de Navidad tras su muerte, sentado en la iglesia, le llegó un rastro del perfume que ella solía ponerse y después, tras la misa, se aferró al dolor como un hombre se coge a un salvavidas cuando se está ahogando.
También se agarraba a otras cosas. De recién casados, Missy y él iban a menudo al restaurante de Fred y Clara, un pequeño establecimiento situado en la calle donde ella trabajaba. Estaba en un lugar apartado, era tranquilo y a veces su abrazo acogedor les transmitía la sensación de que nunca cambiaría nada entre ellos. Cuando nació Jonah dejaron de ir, pero Miles volvió a frecuentarlo tras la muerte de su mujer, como si esperara encontrar algún retazo de esos sentimientos que persistían en las paredes revestidas con paneles de madera. En casa también siguió haciendo las cosas igual que ella. Como Missy iba al supermercado los jueves por la tarde, él también iba ese día; como a ella le gustaba cultivar tomates en determinado lugar del jardín, Miles también los plantaba allí; Missy creía que el mejor producto de limpieza era la lejía, por lo que él no veía ninguna razón para usar otro. Ella siempre estaba presente en todo lo que hacía.
Pero en algún momento de la primavera anterior, esa sensación empezó a cambiar. Llegó sin previo aviso, y Miles lo notó de inmediato. Mientras conducía hacia el centro, de pronto se dio cuenta de que se había quedado mirando a una pareja de jóvenes que iban por la calle cogidos de la mano. Y durante un instante se imaginó en el lugar del hombre, y que la mujer estaba con él. O si no ella, entonces alguien… que no sólo lo querría a él, sino también a Jonah; alguien que lo haría reír, con quien compartiría una botella de vino en una cena tranquila, a quien podría abrazar y tocar y con quien podría hablar en susurros tras apagar la luz. «Alguien como Missy», pensó para sí, y su imagen evocó de inmediato unos sentimientos de culpa y traición lo bastante poderosos para que la pareja de jóvenes desapareciera para siempre.
O eso pensó.
Esa misma noche, en la cama, advirtió que volvía a pensar en ellos; y, aunque la culpabilidad y la deslealtad seguían allí, no eran tan fuertes como antes. Y en ese momento Miles supo que había dado el primer paso, aunque pequeño, para superar por fin la pérdida.
Empezó a justificar su nueva realidad diciéndose que era viudo, que era normal sentir esas cosas…, y no conocía a nadie que no le hubiera dado la razón. Nadie pretendía que se pasara el resto de su vida solo; incluso en los últimos meses sus amigos se habían ofrecido a organizarle un par de citas. Además, sabía que Missy habría querido que volviera a casarse; se lo había dicho más de una vez. Como la mayoría de las parejas, habían jugado al juego de «¿Y si…?», y aunque ninguno imaginaba que les ocurriría algo tan terrible, los dos estaban de acuerdo en que no sería justo para Jonah criarse sólo con su padre o con su madre. Y también sería injusto para el superviviente. Pero, aun así, le parecía demasiado pronto.
A medida que fue pasando el verano, la idea de encontrar a alguien empezó a surgir cada vez más a menudo y con mayor intensidad. Missy seguía allí, siempre estaría allí…, pero Miles comenzó a plantearse más en serio la posibilidad de compartir su vida con otra persona. Esos pensamientos eran más poderosos en medio de la noche, cuando reconfortaba a Jonah en la mecedora de atrás —parecía que era lo único que lo ayudaba en las pesadillas—, y siempre se desarrollaban de la misma forma. Primero pensaba que quizá podría dar con alguien, después que a lo mejor lo conseguía y luego que tal vez debía hacerlo. Pero al final siempre llegaba a la conclusión de que —por mucho que quisiera lo contrario— lo más probable era que no sucediese.
La razón estaba en su dormitorio.
En su estantería, en una abultada carpeta marrón, estaba el expediente de la muerte de Missy, el que había preparado en los meses posteriores al funeral. Lo guardaba para no olvidar lo ocurrido y para recordar lo que todavía le faltaba por hacer.
Lo conservaba para acordarse de su fracaso.
Unos minutos después, tras apagar el cigarrillo aplastándolo contra la barandilla y entrar en la casa, Miles se sirvió el café que necesitaba y recorrió el pasillo. Cuando abrió la puerta y asomó la cabeza, vio que Jonah seguía dormido; bien, todavía tenía un poco de tiempo. Se dirigió al cuarto de baño.
Tras abrir el grifo, la ducha gimió y silbó un momento antes de que saliera el agua. Se duchó, afeitó y cepilló los dientes; se peinó, fijándose una vez más en que parecía tener menos pelo que antes. Tras ponerse rápidamente el uniforme del cuerpo, sacó la funda de la pistola de la caja fuerte instalada encima de la puerta y también se la puso. Desde el pasillo, oyó a Jonah en su habitación. Cuando entró esa vez, el niño alzó la vista; tenía los ojos hinchados, seguía acostado, estaba despeinado y acababa de despertarse.
Miles sonrió.
—Buenos días, campeón.
Jonah lo miró desde la cama, casi a cámara lenta.
—Hola, papá.
—¿Listo para desayunar?
Estiró los brazos hacia un lado, gruñendo suavemente.
—¿Puedo comer tortitas?
—¿Y qué me dices de unos gofres? Es un poco tarde.
Se agachó y cogió los pantalones que su padre le había preparado la noche anterior.
—Todas las mañanas dices lo mismo.
Miles se encogió de hombros.
—Todas las mañanas te levantas tarde.
—Entonces despiértame antes.
—Se me ocurre una idea mejor: ¿por qué no te vas a dormir cuando te lo digo?
—Es que no estoy cansado; sólo lo estoy por la mañana.
—No eres el único.
—¿Eh?
—Nada —contestó y señaló el cuarto de baño—. No te olvides de peinarte después de vestirte.
—Vale.
Casi todos los días seguían la misma rutina. Miles se sirvió otro café y puso unos gofres en la tostadora. Cuando Jonah entró en la cocina ya vestido, tenía uno esperándolo en el plato y un vaso de leche a su lado. Su padre se lo había untado de mantequilla, pero al niño le gustaba echarse él mismo el sirope. Miles empezó a comer el suyo y durante un minuto ninguno de los dos dijo nada; su hijo todavía estaba en su pequeño mundo, y aunque necesitaba hablar con él, quería que al menos pudiera comprenderlo.
Tras unos minutos de amigable silencio se aclaró la garganta.
—¿Cómo te va en la escuela? —quiso saber.
Jonah se encogió de hombros.
—Bien, supongo.
Eso también formaba parte de la rutina: siempre le preguntaba cómo le iba en la escuela y Jonah siempre le contestaba que bien. Pero precisamente esa mañana, cuando le preparaba la mochila, Miles había encontrado una nota de la maestra en la que le solicitaba que se vieran ese mismo día. Algo en la redacción de la carta le indicó que se trataba de un asunto más serio que el típico encuentro de una profesora con un padre.
—¿Te van bien las clases?
Jonah se encogió de hombros.
—Ajá.
—¿Te gusta tu maestra?
Asintió entre mordiscos.
—Ajá —volvió a contestar.
Miles esperó a ver si añadía algo más, pero no lo hizo. Se inclinó hacia él.
—Entonces, ¿por qué no me dices nada de la nota que ha enviado a casa?
—¿Cuál? —le preguntó inocentemente.
—La que hay en tu bolsa, la que ella quería que yo leyera.
El niño se encogió de hombros otra vez, subiéndolos y bajándolos como los gofres subían y bajaban en la tostadora.
—Supongo que me he olvidado.
—¿Cómo has podido olvidar algo así?
—No lo sé.
—¿Sabes por qué quiere verme?
—No… —Vaciló, y en ese momento Miles supo que no le decía la verdad.
—Hijo, ¿tienes problemas en el colegio?
Al oírlo, Jonah parpadeó y alzó la vista. Su padre sólo lo llamaba «hijo» cuando hacía algo malo.
—No, papá, no me porto mal, te lo prometo.
—Entonces ¿qué pasa?
—No lo sé.
—Piénsalo.
Se removió en su asiento sabiendo que a su padre se le estaba agotando la paciencia.
—Bueno, supongo que a lo mejor no rindo todo lo que debería.
—Creía que habías dicho que te iba bien.
—Y así es. La señorita Andrews es muy buena y me gusta. —Hizo una pausa—. Sólo que a veces no entiendo todo lo que explica en clase.
—Para eso vas a la escuela: para aprender.
—Ya lo sé. Pero ella no es como la señora Hayes del año pasado. El trabajo que pone es muy difícil y no puedo hacerlo todo.
Parecía asustado y avergonzado a la vez. Miles apoyó la mano en el hombro de su hijo.
—¿Por qué no me has dicho que tenías problemas?
Jonah tardó en contestar.
—Porque no quería que te enfadaras conmigo —dijo por fin.
Después de desayunar y de comprobar que el niño estaba listo para salir, Miles lo ayudó a ponerse la mochila y lo acompañó a la puerta. Jonah no había dicho gran cosa desde el desayuno. Miles se agachó y le dio un beso en la mejilla.
—No te preocupes por esta tarde. Todo irá bien, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —farfulló.
—Y no te olvides de que iré a recogerte, así que no te subas al autobús.
—De acuerdo —repitió.
—Te quiero, campeón.
—Yo también te quiero, papá.
Miles se quedó mirando a su hijo mientras se dirigía a la parada de la esquina. Missy, lo sabía, no se habría sorprendido como él de lo ocurrido esa mañana. Ella se habría dado cuenta de que Jonah tenía problemas en el colegio porque siempre se ocupaba de esas cosas.
Missy siempre se ocupaba de todo.