Al principio, la repentina y humilde pregunta provocó en sus labios una ligera sonrisa; pero sabía que su cerebro, extrañamente pensativo, había sido inquietado más de una vez con preguntas fabulosas, respuestas legendarias, investigaciones mitológicas. No era teólogo ni filósofo, y no sabía, aunque más de una vez se lo había preguntado, si pertenecía a alguna religión y en caso afirmativo a cuál de ellas. Prefería ser creyente ambulante. Más adelante, el problema le volvió a la mente, con un sonido imprevisto, imperativo y siniestro. Y él, distraídamente pero no sin aprensión, se paró a considerado. El problema era el siguiente: si existía diferencia y, en caso afirmativo, de qué tipo, entre un muerto de cinco minutos, un muerto de cinco años, un muerto de dos mil años, uno de quinientos mil. Si morir significa alcanzar la nada, morir ahora o haber muerto hace medio millón de años no parece significar ninguna diferencia. Pero ¿es esto cierto? La nada es el no ser, pero no está claro que el no ser excluya el tiempo. Si yo puedo imaginar una nada anterior a mi nacimiento y una posterior a mi muerte, esto me hace sospechar que la nada no es insensible a las medidas del tiempo, ya que es evidente que la nada de antes de mi nacimiento no es, por lo menos en virtud del tiempo, la nada de después de mi muerte. Así que la nada no existe, sino que es una dimensión temporal; y los muertos se situarían en diferentes lugares temporales de la nada. De modo que el muerto de hace medio millón de años está en una nada temporalmente ajena, aunque no discontinua, a la nada del muerto reciente. Pero sabía que hay quien supone a los muertos amodorrados en un sueño insensible, en espera del día del juicio. ¿El sueño de las almas les protege o, en cierto modo, envejecen? Y si no envejecen, ¿sueñan? Bastaría un sueño cada siglo para conseguir que las almas envejecieran, y por tanto el muerto con medio millón de años será como un muerto canoso, tal vez el rey de los muertos. Pero supongamos la imagen más increíble y acreditada, que la muerte coincide con una revelación, un descubrimiento: en tal caso resultará inevitable que el muerto reciente sea más joven, más inexperto, que el muerto algo menos reciente; y ¿será medible esa mínima diferencia, aunque sea en las dimensiones eternas de la estancia? Y también le preocupa aquel muerto sin nombre, aquel primer proyecto de alma que tiene medio millón, un millón de años. ¿Hubo, por consiguiente, un «primero» en entrar en lo que sea, nada, luz, eternidad; una eternidad vacía en la que entra desorientado, descompuesto, sin saber qué le ocurre, un hombre, el descubridor del más allá? Y ahora ¿este hombre es un muerto viejo, antiguo, los restantes muertos deben saludarle, hasta él deberá saludarle, al único muerto que posee toda la experiencia de un muerto?