NOVENTA Y SEIS

Un señor ávido de sueños soñaba tanto, que, en la casa donde vivía, ninguna otra persona conseguía soñar, salvo durante las vacaciones, cuando el soñador se iba al mar o a la montaña. Era una situación irritante e imposible, y los habitantes de la casa, todos ellos gente de buena extracción, profesores, duques, palaciegos, y un asesino a sueldo internacional, formularon, educadamente, sus protestas; el señor no respondió tan educadamente, y la cuestión comenzó a exasperarse. Ya nadie soñaba nada en aquella casa, y hasta en las casas próximas se soñaba poco y mal y sólo en blanco y negro; porque aquel señor soñaba siempre en color, y hacía experimentos en tres dimensiones. El pleito llegó a los tribunales, que reconocieron que el señor utilizaba ilegalmente los sueños ajenos, y que debía dejar de hacerlo, porque faltaba a las reglas de buena vecindad. Pero, naturalmente, no es fácil persuadir a alguien de que devuelva sus sueños, o no se apodere de unos sueños que no le pertenecen. El señor siguió soñando todos los sueños de la casa, y sólo el asesino internacional conseguía, de vez en cuando, tener un pequeño sueño estúpido.

Pero el ávido soñador no tardó en darse cuenta de que algo estaba cambiando; puesto que él soñaba todos los sueños de sus coinquilinos, y los coinquilinos estaban enfadados con él, y, de haber podido, soñarían sueños en los que él era una figura negativa, comenzó a soñar sueños en los que él, además de él mismo, también era otro él, odioso y brutal. Intentó expulsarle de los sueños, pero no lo consiguió. Y poco a poco comenzó a sufrir trastornos en el sueño, a estar nervioso, y comenzó a detestarse. Los sueños estaban llenos de peleas, y a menudo salía de ellos agotado, perseguido, psicológicamente roto. Enfermó. Perdió la salud. Se deprimió. Al final, decidió soñar menos, y sobre todo no soñar los sueños de los vecinos. En efecto, más de una vez se había sentido cohibido en un sueño del duque, y había salido con sudores fríos de un sueño del asesino internacional. Ahora todos los de la casa han vuelto a soñar. Se han producido gestos amistosos hacia el ávido soñador, pero éste se siente demasiado deprimido para acogerlos. Sus sueños no le bastan. Y ahora, en ocasiones, se le ve caminar por barrios miserables y malfamados, e intenta robar los sueños de gente de baja estofa, inculta; no son sueños hermosos, pero ahora ya está intoxicado de sueños, y se convertirá en ladrón, en atracador, para tener cada noche todos aquellos sueños, aunque no sean suyos, aunque sean feos e insensatos, los sueños que, amasijo monstruoso, le están consumiendo y llevando a la catástrofe.