Dobla la esquina, con la seguridad de que está allí, esperándole, acogiéndole tal vez con júbilo. No encuentra nada, y ahí le tienes corriendo por la gran avenida, cruzando las puertas cerradas, intentando llegar a la plaza antes que él. Pero la plaza está desierta. De modo que ir a su encuentro no sirve de nada, como tampoco sirve seguirle. Es posible que le guste seguir. Ahora camina lentamente, con una lentitud artificial. De vez en cuando se detiene, como para examinar cosas que no existen. Se descubre una inclinación a la paciencia, pero también una cierta vocación al miedo. Bruscamente se gira, no hay nada detrás de él, pero sin embargo tiene la sensación de que algo ha desaparecido, de que un ser ha decidido bruscamente dejar de existir. Fija la mirada en el vacío, como para dar a entender que contempla el lugar en donde estaba lo que esperaba encontrar. Vuelve a caminar, ahora con indiferencia estudiada, grosera, insolente. No sabe si es sensible al tratamiento insultante, pero no cabe duda de que desea insultarle. Le gustaría ser golpeado, agredido, mordido; le gustaría ser capturado y torturado por un enemigo. Puesto que no sucede nada, aviva el paso, corre, y mientras tanto se debate, fingiéndose asaltado por algo viscoso y feroz, pero vivo; aúlla, grita, dobla la esquina, cruza la calle, a fin de poder semejar una presa, incluso una presa fácil, y ser objeto de una persecución implacable. Piensa en sí mismo como ciervo, como jabalí, como venado. Se muerde la mano hasta hacer brotar sangre, porque sabe que el olor de la sangre excita a los perseguidores; mancha de sangre un pañuelo y lo deja caer a su espalda, para dejar una huella. Al llegar a una encrucijada, se detiene, se empequeñece, se cubre el rostro y la cabeza con las manos, como para defenderse de una inminente y despiadada agresión. El silencio sigue intacto. Se tumba en el suelo, como si estuviera desvanecido o muerto, porque algunos prefieren la presa indefensa, incluso el cadáver. Se levanta de nuevo, y recomienza a seguir, como si fuera al encuentro de lo que en el mismo instante le está persiguiendo. Tal vez los dos se cruzan sin darse cuenta de ello. Se detiene, está agotado. Mira hacia arriba, a los alféizares, camina sobre los arriates, recoge flores, porque hasta el olor de las flores puede ser un reclamo. Se orina en las manos, para despedir olor a selva, a carne que apresar. No sucede nada, nunca ha sucedido nada. Se arregla, se lava, arroja las flores. Volverá a intentarlo mañana, con otra luna, por otras calles.