En su reencarnación anterior, aquel hombre ha sido un caballo; es muy consciente de ello, por indicios indudables: los zapatos que le gustan, la comida, la manera de reír. Sin embargo, durante mucho tiempo no le ha alarmado: sabe, en efecto, que condiciones semejantes no son excepcionales, pero tampoco duraderas. Un amigo noctámbulo, anteriormente búho, se convirtió, al llegar a los treinta, en diurno, y ahora tiene familia; y una serpiente de cascabel es ahora sutil —sólo que un poco venenoso, en memoria de sí misma— crítico de arte. Con el paso de los años, se ha dado cuenta de que sus síntomas, lejos de desaparecer, tendían a complicarse. Esto le provocó alguna angustia, y también miedo, especialmente cuando se sentía impulsado a arrebatos, escapadas, encabritamientos por una voluntad que le resultaba oscura. En realidad, él ignoraba que no sólo había incorporado una reencarnación de caballo, sino hasta tres consecutivas; un primer caballo, rocín deprimido e inepto, de una flacura umbrátil, pronto consumido por una enfermedad indolente y triste; había seguido a éste un fuerte percherón que tiraba de carros, poderoso y humilde; y finalmente había pasado por un potro corredor, más ambicioso que sensato, buscabullas y pendenciero, que se paraba a hacer preguntas en medio de una carrera. En su conjunto, ninguno de los tres había sido idóneo para borrar un cierto sentido de frustración, casi como si los tres hubieran participado en una misma derrota, humildad, precoz consunción. Aquel señor que advertía en sí mismo un resto de equinidad, pensó durante mucho tiempo en un único caballo; y sólo poco a poco dio en sospechar que sus extrañas e incongruentes reacciones procedían de varios caballos. A partir de aquel momento ha comenzado a ocuparse fundamentalmente de contar y después analizar los caballos de su pasado. Ha reconocido al potro corredor, pero, atribuyéndole la fuerza del caballo de tiro, le ha imaginado un gran trotador; y le cuesta mucho trabajo entender si, además del corredor, hay dos, o uno, o varios caballos. Mientras tanto, sus síntomas no desaparecen, al contrario se exasperan; y eso le consume. Cuanto más busca dentro de sí mismo, más caballos al galope le parece descubrir, caballos bajo la lluvia, caballos en el matadero, caballos enloquecidos, golpeados, domados por una mano desconocida y despiadada. Delira, desvaría, se enfurece, llora, y si llega a relinchar, se detiene para intentar entender cuál de los caballos, que él sospecha ahora manada, ha relinchado a través de su boca de hombre.