OCHENTA Y NUEVE

Al comienzo, cuando se encontraron, se amaron porque ambos, por diferentes caminos, habían conocido una extrema y solitaria infelicidad. La vida de ella había sido profundamente amarga, la vida de él precozmente desventurada. Pusieron en común la amargura y la desventura, y amorosamente intentaron ayudarse, se ayudaron, sin experimentar ni una tregua en la amargura ni una metamorfosis en la desventura. Fortalecidos por la excepcionalidad de su vínculo, por el signo negativo que lo caracterizaba, desarrollaron en torno a su tristeza un amor constante, fiel, atento. Se consolaron, en la segura certidumbre de que ningún consuelo era posible. Cada uno de los dos siguió siendo lo que había sido en la vida anterior, pero vivieron juntos una relación que no negaba sino que en cierto modo ponía en común el dolor. Pero el amor tiene sus travesuras. Durante algún tiempo, el amor, recíprocamente, por la amargura y por la desventura, pasaba por aquél o aquélla que vivían tal condición; pero puesto que dicha condición era el fundamento y la garantía y el sentido de su amor, cada uno comenzó a amar directamente la amargura y la desventura del otro; se erigió en su custodio, y comenzó a procurar que el otro no se apartase excesivamente de su propia angustia. Cada uno se sintió celoso del dolor del otro y no tardó en considerar una infidelidad cualquier intento de separarse de aquel dolor. Como eran de naturaleza constante, cada uno de ellos aprendió a amar el propio dolor como garantía del amor del otro; y cada cual protegía su propio dolor y vigilaba el dolor del otro. De este modo, su condición amorosa alcanzó un perfecto equilibrio, en el que cada uno llegaba al centro del otro atravesando y controlando los territorios de su angustia. Día tras día, ambos comprobaban que tanto la angustia propia como la ajena estuvieran intactas. Buscaron, incluso, incrementar y perfeccionar sus sufrimientos; en un primer momento, aumentando cada cual los propios; a continuación, trabajando cada uno en aumentar el dolor del otro. Se conocieron a fondo, y con paciencia y sutileza se hirieron recíprocamente, y se dejaron herir. Cada uno acompañó al otro hacia una irreversible degradación. Ahora, perfectamente conscientes, están preparando cuidadosamente la meticulosa y lenta destrucción recíproca.