OCHENTA Y SIETE

Que aquel hombre está incómodo, se ve claramente. No para; camina, se detiene, se apoya sobre un solo pie, sale corriendo; se le ve inmóvil en una esquina; se asoma a la calle siguiente, tímidamente; suspira y se apoya en la pared. En realidad, se siente extremadamente insatisfecho de su vida, pero tiene ideas muy confusas acerca de los orígenes de dicha insatisfacción. Podía ser, ha llegado a pensar, la utilización del tiempo. El tiempo no tiene reglas, y finge tenerlas. Nada tan difícil como tratar con el tiempo. Algunos días, los segundos escapan como evadidos de una clepsidra prisionera; pero frecuentemente son de desigual magnitud y al vivir tropieza con ellos continuamente. Piensa que aún le quedan años de vida, y no sabe cuántos. Manipula los botones mentales del tiempo, y he aquí que se detiene por completo; de una hora a otra pasan diez horas; los segundos son largos como una calle, y, como se sabe, la calle siempre está hecha de cuartos de hora, pero cuatro calles no hacen una hora, hacen seis días. El séptimo es una plaza, y, como la atravieses, te pierdes. Ha intentado amaestrar el futuro, y obligarle a un ritmo menos fatigoso. Ha comprado un gran reloj, para enseñar el tiempo al tiempo, pero el tiempo no se aprende a sí mismo. Si aprieta otro botón, el tiempo corre, escapa, huye. Las calles se acortan, y si no frena inmediatamente, en una semana terminará su vida y no habrá hecho nada que justifique su nacimiento. Habría que inventar un reloj capaz de capturar el tiempo y obligarlo a mantener aquel paso, siempre, todos los días, toda la vida. Pero no tardaría en hacer pedazos un reloj de tales características. Así que no puede hacer más que buscar pactos provisionales, e inciertos, ya que el tiempo no respeta los pactos, no porque sea desleal, sino porque él mismo, a su vez, es víctima del tiempo. En realidad, como el señor descontento lleva tiempo sospechando, también el tiempo está descontento consigo mismo, pero no consigue solucionar su propio malestar, porque no tiene ningún medio, que no sea él mismo, de medirse con él; el resultado es, naturalmente, inútilmente justo, y el tiempo nunca sabe si corre, si va despacio, si se detiene. Por dicho motivo el tiempo pide continuamente disculpas a todos, sin que ni siquiera sepa si es razonable pedir disculpas.