OCHENTA Y DOS

De vez en cuando, digamos que a un ritmo de dos o tres veces al mes, este señor recibe unas llamadas telefónicas que podrían no ir destinadas a él, y que, en cualquier caso, le dejan a veces desconcertado, a veces humillado, a veces excitado, pero siempre entristecido. Diferentes voces irrumpen en su vida bastante aislada, y le hablan, distraídamente, de imágenes de vida que él no frecuenta. No pocas veces le proponen delitos, complicidades en acciones sórdidas, en engaños; le ofrecen drogas, mujeres «seguramente sifilíticas», cadáveres de hermosas damas, todavía tibios. Él escucha con horror, con vileza, con excitación. Su vida, pobre en acontecimientos, se enriquece con un siniestro fausto, tiene la sensación de que está en el centro de una poderosa trama de extraordinarias infamias, de crueldades inagotables, de blasfemas apariciones. Las voces que le telefonean cambian, pero él cree haber reconocido al menos tres voces: una voz masculina, adolescente, que le da apresuradas citas, no sabe si para pequeñas pero audaces empresas delictivas, o para más maliciosas complicidades corporales; las citas son siempre imprecisas, imposibles de cumplir, pero dichas en tono imperativo, impaciente; a veces mencionan el lugar, pero no la hora, y el lugar resulta inexistente; otras indican el momento de manera provocativa, «Nos vemos ayer, en la calle». Otra voz es femenina, y sólo le habla de comercios carnales, de traiciones, de fugas, de complicidades; ésta suplica en ocasiones que le acoja, quiere entrar en su vida, y cuando se siente tentado de creer en esta alucinación vocal, la mujer le reprocha la prepotencia masculina, la avaricia afectiva, y se comporta totalmente como una mujer inmerecidamente rechazada. En ocasiones le da citas en casas que no existen, a las cuales él nunca ha intentado dirigirse. La tercera voz, masculina, sugiere la imagen de un hombre extremadamente viejo. Podría ser, se ha dicho el hombre, la voz de un muerto que conoció. El viejo habla monótonamente de cosas irrelevantes y casuales; del tiempo, de la guerra de los bóer, de los bailes que estaban de moda hace muchos años, tal vez hace muchos siglos. No parece que jamás espere una respuesta, y su discurso es impreciso, como si se moviera entre recuerdos cuyo orden ha extraviado. En esta voz, él tiene alguna vez la impresión de reconocer algún indicio de su propio acento.