En la ciudad sobre la que gobierna la Princesa Sanguinaria, todos los hombres, en alguna u otra ocasión, se enamoran de la Princesa, y se presentan en la corte para pedirla por esposa. Ella nunca dice que no, pero propone al hombre que la pide por esposa un acertijo: algunas veces es complicado, otras sencillo, casi un acertijo de escuela primaria. En cualquier caso, el galán cometerá indefectiblemente un error, tal vez un error irrelevante, pero que no escapará jamás a la Princesa, y el galán será ejecutado. Al día siguiente se presentará un nuevo candidato, y alcanzará la misma suerte. En realidad, la Princesa es mujer delicada, afectuosa, que no desearía nada mejor que casarse con un joven sin prosapia ni fortuna, y abandonar su terrible misión, ya que se trata de una misión que le ha sido impuesta. En efecto, la Princesa debe obedecer a un Rey Sanguinario, que le sugiere los acertijos, examina sus soluciones y le señala el inevitable error, y al mismo tiempo le ordena que proceda a ejecutar al temerario galán. Pero el Rey Sanguinario maldice a su vez su triste misión, y no desearía nada mejor que leer a los clásicos, viajar en busca de catedrales antiguas y libros olvidados por los hombres. No quisiera matar a nadie, y más de una vez llora junto a su querida Princesa, pero debe obedecer al Emperador Sanguinario. Este convoca cada semana al Rey, y le pregunta cuántos han sido los ejecutados, y de qué manera; y cuando el Rey le describe la terrible suerte de aquellos jóvenes incautos, él escucha asintiendo, como si las cosas marcharan exactamente del modo que él desea, y al final se congratula con el Rey, que en el fondo de su corazón se mesa los cabellos y se maldice a sí mismo y al Emperador. En realidad el Emperador es un hombretón amante de la caza, de las buenas y opíparas comidas, del vino y de las canciones después de la cena; juega con perros y gatos, y procura ser generoso con los pobres; pero también él debe obedecer. Cada mes abandona su castillo y se dirige a las montañas, frente a una caverna a la que no se atreve a entrar; pero, inmóvil en el umbral, cuenta en voz alta cuánta gente ha sido muerta y dónde y cómo. Desde dentro le responde una voz con gruñidos y mugidos, y podría tratarse incluso de la voz de un dragón, o de un volcán, o de un fantasma. Extrañamente, esa voz se convierte en una especie de murmullo, que tiene en sí algo de benévolo. Entonces el Emperador se envuelve en su manto, y se encamina nuevamente hacia el castillo, preguntándose a quién está obedeciendo, si es demonio o dios, o si aquél a quien obedece es un demonio que obedece a un dios, o un dios esclavizado por el demonio.