Cuando fue nombrado guardián de los retretes públicos, experimentó al principio una cierta humillación; y no cabe duda de que su tarea era, y es, humilde. Debía limpiar las tazas, fregar los suelos, dar papel a quien se lo pedía, abrir el retrete con bidet a los clientes exigentes. En la escala social de la sociedad en que vive, pertenecía y pertenece a un peldaño muy bajo, mucho más bajo del barrendero que trabaja al aire libre; él, en efecto, pasa en los retretes muchas horas al día, y jamás ve el sol, ya que los retretes son subterráneos, y están abiertos de la mañana a la noche. Su retrete es sólo para hombres, y eso le alegra, ya que es un temperamento tímido y se sentiría muy embarazado de tener que abrir un retrete a una señora. El ambiente en el que trabaja es húmedo, siempre tibio, con una temperatura que no cambia mucho de estación a estación; el servicio no es perfecto, porque con frecuencia falta el agua, o uno de los dos lavabos no funciona, y la gente que ha orinado hace cola para lavarse, o sale con las manos sucias, y eso no le parece justo. Cobra un sueldo, y los usuarios de los urinarios suelen darle una pequeña propina; sin embargo, durante mucho tiempo lo ha pasado mal. Gradualmente ha comenzado a sentirse mejor, no ya porque no sienta la miseria de su trabajo, sino porque ahora lo siente simplemente como un trabajo. Ha llegado, incluso, a experimentar un cierto orgullo, el hecho de ocupar un lugar tan bajo en la escala social le confiere una dignidad, ya que los guardianes de retretes no pasan de una decena en toda la ciudad, y son el punto más bajo, un punto extremo por tanto, y no todo el mundo es capaz de llegar al punto extremo de alguna cosa. Ahora, además, le está ocurriendo otro cambio: se da cuenta, en efecto, de que el hombre que orina, el hombre que se encierra para defecar es algo radicalmente diverso al hombre que camina por las calles de la ciudad, es un hombre que no miente, que se reconoce criatura, tránsito de comida, perecedero, y junto con aquél que, apoyado en los azulejos, está orinando, él ve al hombre desesperado por las propias heces, por la siniestra eficiencia de su cuerpo, por la incertidumbre acerca de lo que significa que el ser humano utilice los genitales para orinar. El lugar ínfimo también es una catacumba, y el guardián de los retretes descubre que el gesto de orinar contiene una súplica, es la suciedad y la realidad, lo ínfimo y lo supremo; y él considera ahora su urinario como una iglesia, y a sí mismo como oficiante.