SETENTA Y OCHO

El hombre pensativo en la plaza vacía está atormentado por una duda tan vaga como inquietante; tiene la sensación de que ha omitido cierto gesto, cierta opción, una muestra de fidelidad a unos principios que, por otra parte, nunca ha enunciado, o simplemente que no ha contestado a una carta, o que no se ha opuesto a un crimen del que se ha convertido, de hecho, en cómplice, que no ha estudiado la lengua que le hubiera dado acceso a los libros decisivos de su vida, que no ha tenido fe en un compromiso que no consigue olvidar ni recordar, que no ha realizado un gesto obvio y banal, pero que todos, en el sentido absoluto de la palabra, todos exigían de él. Así pues, el hombre ni siquiera tiene idea de si lo que ha omitido, y que está oscuramente relacionado con su tormento, se trata de una cosa dilatada en el tiempo, o prácticamente instantánea, cosa de grandes ocasiones, o un gesto insignificante y mínimo, pero de intrínseca y absoluta dignidad, en tanto que incluido en su destino. Está seguro de no haber realizado actos que ahora puedan atormentarle con su inolvidable y abrumadora presencia; está seguro de que su extrema desgracia procede de una omisión, que no le es recordada ni perdonada. Es probable que esa omisión haya alterado de manera irreparable la historia de su vida, y que lo que antes era un destino dramático pero sensato se extienda ahora como un signo deforme, un cúmulo de basuras y de desechos. A causa de esa omisión, ha despojado de todo sentido a una difícil conexión de acontecimientos; ha abandonado su propia historia, y ahora no hay fuerza en el mundo que pueda devolver un sentido rectilíneo a ese itinerario. Si pudiera recordar la omisión, no cabe duda de que intentaría remediarla; pero no hay que excluir que la omisión se refiera a algún acontecimiento, o gesto, o palabra muy antiguo, algo que ahora ya ha consumido hasta el fondo el horror de su ausencia, y ha infligido daños que son irreparables. En tal caso, la ausencia de sentido de la vida que vive sería irrevocable, y él no puede hacer más que seguir sufriendo por culpa de esa desconocida e irreparable omisión. Lentamente, el hombre se pone en marcha: ahora se dirigirá a casa del Torturador, para que le someta a tortura, con la exigua esperanza de que, doblegado por el dolor, se confiese a sí mismo la omisión que ha estropeado la mediocre trama de su vida.