SETENTA Y UNO

El hombre está en el centro de la ciudad; la gran plaza blanca está limitada por edificios tan altos que no se divisa su cumbre, la luz es un delicado crepúsculo: se ignora si está a punto de precipitarse en la noche o de avanzar hacia el día. La ciudad está desierta; él sabe que en las casas blanquísimas, en las calles rectas, en las plazas geométricas no hay ni hombre ni animal. Él es el centro de la ciudad, su sentido, su mapa. No puede entender si está en aquel lugar como soberano, como mártir, como prisionero olvidado; por lo que sabe de sí mismo, podría ser hasta un monumento, sólo el lugar privilegiado de la ciudad. Tiene de sí algunas nociones indiferenciadas, pero cuanto recuerda está ligado en cierto modo a la ciudad, si bien no sólo él, sino nadie, por lo que sabe, haya jamás vivido, nacido, muerto, en ella. Sabe que existe un motivo por el cual es, por antonomasia, el habitante de la ciudad: y es el sufrimiento atroz y soberano que le producen aquellas líneas rectas, aquella blancura cruel. Inmóvil en el centro de la ciudad, la gobierna por completo en su mapa de angustia. Lleva mucho tiempo meditando la fuga; pero la fuga significa la renuncia al dolor, y el dolor, el motivo por el cual no sólo es el centro, sino el monarca de la ciudad desierta; pero sabe asimismo que precisamente en tanto que monarca debiera huir, matando a la ciudad que sólo existe en el orgullo que experimenta por su propio centro, monumento, dolor, explicación y rey. Todo está construido en la convicción, en la profecía cierta de que él no se moverá jamás de aquel lugar, de que jamás intentará alcanzar las puertas, abiertas de par en par, que perforan sus muros. Y, por consiguiente, todo le repite que la fuga es necesaria, que él debe perder sentido para adquirir sentido, debe abdicar para convertirse en rey. Ser el sentido de la ciudad, significa ser a la vez su víctima y su verdugo; en el momento en que el proyecto de fuga se convierte en lúcido e intolerable, percibe el dolor de la ciudad, el pánico de sus grandes edificios. Descubre que detesta esa ciudad orgullosa y vil, y mide en cada una de las partes de su propio cuerpo el derecho de vida y de muerte que él, en tanto que monarca, ejerce sobre toda la ciudad. Inmóvil, decide escapar, matar, hacer de la ciudad, su orgullo, una blanca extensión de indescifrables ruinas.