SETENTA

El joven pensativo y melancólico que se sienta en un banco del parque, en un rincón apartado y solitario, tiene realmente excelentes razones para estar pensativo, melancólico y apartado; se encuentra, en efecto, en la pesada condición de estar enamorado de tres mujeres; cosa que ya es excesiva y extravagante: pero hay que añadirle que, aunque él no lo sepa exactamente, dos de estas tres mujeres han vivido respectivamente tres siglos y un siglo antes, y la tercera nacerá dos siglos después de su muerte. Se deduce de ahí que, pese a estar absoluta y penosamente enamorado, nunca ha encontrado a ninguna de estas mujeres, ni podrá encontrarlas jamás; y aunque él no lo sepa con certeza, tiene conciencia de que su enamoramiento es una extravagancia, algo que no puede conducir a nada bueno; no se puede casar con tres mujeres, e incluso es difícil cortejarlas; además, cómo puede llamarse enamorado si jamás las ha visto, nunca ha tenido ni la más inocente de las relaciones con ninguna de las tres; finalmente, no puede reprimir la sensación de que el hecho de no haberlas encontrado nunca no es casual, y tampoco nace de una despectiva u hostil voluntad de las damas, sino que posee su intrínseca necesidad, por lo que, en el fondo, precisamente por esto las ama, ya que, al ser tres, se anulan recíprocamente; al no haberlas visto jamás, no sabe qué es lo que ama, al ser definitivamente invisibles, jamás podrá desenamorarse. Porque ahí está el punto más dramático: no pudiendo de ningún modo probar a conversar con alguna de las tres mujeres y ni siquiera tener certeza de su presencia en la vida, no pudiendo prever encuentros, proyectar citas, fantasear intimidades, no teniendo ni siquiera la manera de saber dónde podría buscarlas, no puede apartar de la mente la extenuante situación de ser un enamorado perenne, enamorado sin poder decir de quién, o de qué, pero indudablemente enamorado. Al mismo tiempo, percibe un extravagante respeto hacia su propia condición como si lo que le ocurre, absurdo e imposible, fuera un síntoma mucho más revelador de sí mismo, como si él fuese un milagro, o un predestinado: pero después, con un suspiro, cruzando las piernas y cerrando los ojos, imagina que es una llaga, un forúnculo, una deformación del parque, de la ciudad, del mundo, o tal vez un jeroglífico solitario y absolutamente intraducible.