Cuando hace escala en algún puerto, el capitán del Buque Fantasma desciende a tierra junto con su segundo de a bordo; lleva siempre mucho dinero consigo, de la moneda habitual en el puerto donde ha hecho escala; el dinero le es entregado, alternativamente, por un demonio y por un ángel. El capitán, como el viejo marinero que está contento de encontrarse en un lugar humano, se dirige a una taberna, y saluda a todos los presentes con grandes gestos cordiales de la mano, y con ceremoniosas y burlonas reverencias; el segundo, un hombre alto, delgado y pálido, se limita a una taciturna sonrisa de subordinado. Pero el capitán siempre está de excelente humor; suele invitar a beber y quiere que sirvan, a él y a sus invitados, lo mejor que haya; y paga todo con su dinero siempre nuevo, que suena extrañamente sobre el mostrador del tabernero. El capitán no se anda con misterios: se presenta inmediatamente, en alta voz, como el capitán del Buque Fantasma. Su declaración es acogida por algunos con cordiales carcajadas, como una broma atrevida, que complace oír en otras bocas, si bien nadie en aquella taberna, tenga el valor de decirla: pero otros se turban, y siempre hay alguien que abandona el lugar apresuradamente. Es muy lamentable, porque el capitán siempre tiene bonitas y jugosas historias que contar, mientras su pálido segundo, un poco demasiado pálido, escucha sin intervenir. El capitán cuenta historias de piratas, de tesoros ocultos que todos buscan y que nadie encuentra, y así como historias de mujeres bellísimas para conquistar a las cuales cualquier hazaña es poco, y después duelos, y donde se encuentra el buen vino y las ballenas que se pasean con un bosque sobre el lomo, y dentro del bosque viven las sirenas. Cuenta también historias de burlas, de embrollos, de astucias de mujeres, y no siempre, conviene decirlo, su lenguaje es lo ejemplar que debiera, pero la que escucha no es gente para ofenderse por ello. Al final se despide con nuevas reverencias y revoloteo de manos, retrocediendo hacia la puerta; después se vuelve, abre para salir, y se apodera de él el primer viento de la calle. Entonces la asistencia ve, con incredulidad primero y espanto después, cómo se deshinchan los vestidos del capitán y del segundo, como si no contuvieran cuerpo alguno y estuvieran completamente vacíos. Mientras los dos vestidos se alejan fluctuantes, la concurrencia, de repente taciturna, medita las patrañas del capitán, y comprende que ha mentido, y que nadie conocerá jamás de su boca las tormentosas historias de su navegación, las cosas que realmente han visto aquellos ojos inexistentes.