SESENTA Y SIETE

El animal perseguido por los cazadores experimenta, durante su fuga silenciosa y precavida, innumerables transformaciones que hacen imposible una descripción científicamente aceptable. En efecto, en la primera parte de la fuga se parece a la zorra, tiene el pelo rojizo, pero un hocico más largo que el habitual en las zorras o en otros felinos; tiene una cola larga e inquieta, y moviéndola borra sus huellas; rara vez, sin embargo, los perros se dejan engañar por esta fácil astucia, por lo que la fiera comienza a cambiar de forma y color. En ocasiones se pone verde, de modo que puede mezclarse y ocultarse en la espesura de la selva, y tiene ásperos aguijones, que mantienen a distancia a los asaltantes; ha perdido la cola, y corre a grandes saltos, con repentinos cambios de dirección. Puede suceder que los cazadores intenten herirla, mientras mantiene esa forma, lanzándole piedras con honda; ya que, en tanto que no cambie de aspecto, no pueden hacerlo de otra manera. Las piedras rara vez le hieren: pero sí le molestan, se estiran hasta convertirle en una especie de serpiente alada de color azul, que se desliza lisa y húmeda entre la hierba y la roca; silba, y de su boca sale un tenue vapor: tiene los ojos amarillos. Los cazadores pueden arrojar flechas contra la serpiente alada: pero aunque den en el blanco, no se hunden en la carne, sino que sólo hieren ligeramente la piel, sin sangre. Pese a sus alas, la serpiente no vuela a no ser a ras de tierra; y si algún cazador fuera capaz, con un veloz caballo, de atraparla y asaetearla en la boca, la bestia moriría; pero los caballos tan veloces son escasos y en general asustadizos. Una vez ahí, le resta a la fiera una última mutación; ya alargada, vemos cómo se aplana, igual que algunos peces, hasta el punto de que entre la parte de arriba y la de abajo existe a veces un espesor de pocos centímetros. Una vez así, es un animal vasto, casi una ancha luna delgada; fácil blanco, y el cazador puede disparar con el fusil, sin errarla; pero su materia es tan escasa, que las balas la atraviesan sin que nunca, o casi nunca, la hieran. Pero poco tiempo le queda al cazador: en efecto, inmediatamente el monstruo, sin darse la vuelta, cambia el atrás y el delante, y perros y caballos y cazadores se encuentran delante de una enorme boca dentada, que taciturna, abierta de par en par, les afronta, les descuartiza, les desgarra y les devora.