SESENTA Y CINCO

El caballero que ha dado muerte al dragón —un hombre apuesto, de gran porte, ágil y aseado, aunque mortal— ata la gran masa de temible carne a la silla y se pone en marcha hacia la ciudad. Está orgulloso de la hazaña, aunque oscuramente se dé cuenta de que su lanza ha estado guiada, a partes iguales, por el destino y por la estupidez; pasa por aldeas, y la gente, acostumbrada al terror del monstruo, se encierra en sus casas y atranca las puertas; el caballero ríe, y piensa que en la ciudad el rey le abrazará delante de todo el pueblo y, al menos formalmente, le ofrecerá su hija por esposa. El caballero, arrastrando el cuerpo, los dientes, los ojos entornados del dragón, pasa junto a un cementerio, una iglesia, una casa solitaria; pero nadie se asoma para rendirle homenaje: ni siquiera los muertos, que se limitan a un murmullo que incluso podría ser de reprobación; ¿por qué no sale el sacerdote a bendecir al matador? ¿Por qué los habitantes de la casa no salen a besarle los estribos? ¿Acaso le temen, a él, al hombre que les ha liberado del monstruoso monstruo? El caballero está enojado, y cada vez más orgulloso de su hazaña. He ahí que cruza la puerta de la ciudad, se adentra por la calle mayor que conduce al palacio real; la calle está atestada, pero a medida que avanza percibe que está sucediendo algo extraño: el gentío enmudece, se aparta, desvía la mirada y él sabe que no lo hacen por miedo al horrible monstruo, sino para no mirarle a él, al caballero. No puede dejar de percibir que le está rodeando una sensación de repugnancia; los ciudadanos no sienten miedo, sino asco de él. El caballero está estupefacto, indignado, abrumado. Una ventana se cierra bruscamente, oye o cree oír duros insultos. ¿Acaso no ha matado al dragón? ¿No estaban todos de acuerdo en que el dragón tenía que ser muerto? ¿No había miles de historias de paladines que mataban dragones y obtenían mujeres y palacios y motocicletas japonesas? ¿Tal vez se ha equivocado de dragón? No, nadie había hablado jamás de dos dragones, nunca hay dos dragones. Quisiera sentir ira, pero se siente muy melancólico; no entiende. Se da cuenta de que no es el momento de acudir ante el rey, y he ahí que se detiene en una encrucijada, mientras la gente se aleja. ¿Qué hacer? El caballero desciende del caballo, y se vuelve a mirar al dragón, feo y tranquilo. Por primera vez contempla su cuerpo, su rostro, la piel dura, los espolones tiesos; ¿qué sentimientos experimenta el caballero? Por primera vez está consternado y percibe su suerte de matador del dragón como cómica y torpe; y, confusamente, se da cuenta de que pasará el resto de su vida contemplando aquel cadáver incorruptible.