El joven que está esperando que el semáforo le permita cruzar la calle se dirige a casa de una mujer a la que, en cierto modo, pretende declararse, esperando que lo rechazará. Le sobra valor para oír decirle que no, y vivir en general en una atmósfera de continuo rechazo. Las pocas veces que ha sido aceptado, sólo ha conseguido organizar terribles confusiones, y a fin de cuentas ha dejado de desear encontrar una mujer que le diga que sí. En realidad, ni siquiera está enamorado de la mujer a la que, en cierto modo, pretende declararse, pero supone que ella esperase, y él no sabe desobedecer la voluntad, incluso rigurosamente implícita, de una mujer a la que no puede negar que admira. De ser menos reacio al «sí», el joven incluso podría amar a esta mujer, de la manera sobria y viril que él supone que le resulta congénita, si bien nunca ha tenido ocasión de experimentar esa manera sobria y viril. Pero, en realidad, no sin cordura, estando convencido de que el resultado que obtendrá será en cualquier caso un «no» y hasta de que la mujer exija una declaración para poder ejercer su derecho de rechazo; resultándole también claro que el «no» es lo que él mismo desea, coincidiendo, pues, el deseo de la mujer con su propia e íntima vocación, ha evitado enamorarse, para no dar a la situación un matiz demasiado explícitamente naturalista y penoso. Está claro que penosa lo será en cualquier caso, ya que él es propenso a lo penoso, pero con el tiempo ha aprendido a moderar su ansia de degradación, y le basta con sentirse genéricamente un desecho. Le parece que ha elegido a la mujer adecuada: dulce, amable, un poco distante de la vida, graciosa pero temerosa de no serlo. Está claro que le rechazará de manera cortés, se manifestará halagada, o bien dirá cosas nobles y elevadas, hablará de la amistad, o tal vez le confesará que su corazón pertenece a otro; en suma, no le hará intolerable el deber de declarársele, dado que al fin y al cabo lo hace fundamentalmente para contentarla. Espera, con todo su corazón, no haber caído en un penoso equívoco, ya que la experiencia le ha enseñado que un «sí» no es otra cosa que un «no» aplazado, un doble «no», un «no» a dos carente de todos los dolorosos y delicados consuelos del «no». Confiado, he ahí que cruza la calle, como si fuera al encuentro de una nueva vida.