SESENTA Y TRES

Un famoso fabricante de campanas, de larga barba y absolutamente ateo, recibió cierto día la visita de dos clientes. Iban vestidos de negro, muy serios, y mostraban un bulto en los hombros, que el ateo pensó que podía ser las alas, como se dice que usan los ángeles; pero no hizo caso, porque no era conciliable con sus convicciones. Los dos señores le encargaron una campana de grandes dimensiones —el maestro jamás había hecho ninguna tan enorme— y de una aleación metálica que nunca había utilizado; los dos señores explicaron que la campana produciría un sonido especial, totalmente diferente al de cualquier otra campana. En el momento de despedirse, los dos señores explicaron, no sin una pizca de embarazo, que la campana tenía que servir para el Juicio Universal, que ahora era inminente. El maestro de las campanas rió amistosamente, y dijo que nunca habría Juicio Universal, pero que, de todos modos, haría la campana de la manera indicada y en la fecha concertada. Los dos señores pasaban cada dos o tres semanas a ver cómo avanzaban los trabajos; eran dos señores melancólicos y, aunque admirasen el trabajo del maestro, parecían íntimamente descontentos. Después, durante algún tiempo, dejaron de aparecer. Mientras tanto, el maestro finalizó la mayor campana de su vida, y descubrió que estaba orgulloso de ella, y en el secreto de sus sueños le pareció que deseaba que una campana tan hermosa, única en el mundo, fuera usada con ocasión del Juicio Universal. Cuando la campana ya estaba terminada y montada sobre un gran trípode de madera, los dos señores reaparecieron; contemplaron la campana con admiración, y al mismo tiempo con profunda melancolía. Suspiraron. Finalmente, aquél de los dos que parecía más importante, se dirigió al maestro y le dijo en voz baja, casi con vergüenza: «Tenía razón usted, querido maestro; no habrá, ni ahora ni nunca, ningún Juicio Universal. Ha sido un terrible error». El maestro miró a los dos señores, también él con una cierta melancolía, pero benévola y feliz. «Demasiado tarde, señores míos», dijo, con voz baja y firme; y asió la cuerda, y la gran campana sonó y sonó, sonó fuerte y alta y, tal como debía ser, los Cielos se abrieron.