CINCUENTA Y NUEVE

Un señor desprovisto de fantasía y amante de la buena mesa se encontró por vez primera a sí mismo en una parada de autobús. Se reconoció inmediatamente, y sólo experimentó un ligero estupor; sabía que, aunque escasos, acontecimientos de este tipo eran posibles, e incluso no excepcionales. Consideró oportuno no dar muestras de haberse reconocido, dado que nunca habían sido presentados. Le encontró por segunda vez en una calle llena de gente, y una tercera delante de una tienda de ropa masculina. Esta vez se dirigieron mutuamente un breve saludo, pero sin dirigirse la palabra. En una ocasión él se había examinado cuidadosamente; le había parecido que el sí mismo era digno, elegante, pero imbuido de un aire triste, o al menos pensativo, que no conseguía comprender. Fue sólo en el quinto encuentro cuando se saludaron con un casi inaudible «Buenas tardes», e incluso él sonrió, y se dio cuenta, o al menos le pareció, que el otro no contestaba a su sonrisa. La séptima vez, a la salida de un teatro, el azar quiso que la multitud les empujara, al uno contra el otro. El sí mismo le saludó gentilmente, e hizo algunas observaciones sobre la comedia que habían visto, que le parecieron juiciosas; él habló de los actores, y el sí mismo se permitió algunas matizaciones. A partir del comienzo de un invierno cualquiera, los encuentros se hicieron frecuentes: estaba claro que él y el sí mismo habitaban barrios bastante próximos; y no resultaba nada sorprendente que tuvieran costumbres semejantes. Pero él estaba cada vez más convencido de que el sí mismo tenía un aire excesivamente melancólico. Una tarde se atrevió a dirigirle la palabra, comenzando con un «Amigo mío»; la conversación, afable y cortés, le indujo a preguntarle si tenía algún problema del que él no participaba, aunque la cosa le pareciera anómala. El sí mismo, después de una breve pausa, le confesó que estaba enamorado, y sin esperanzas, de una mujer que en cualquier caso era indigna de su amor; por lo cual, la conquistara o no, estaba condenado a una penosa e intolerable situación. Él se sintió trastornado por la revelación, ya que no estaba enamorado de ninguna mujer; y tembló ante la idea de que se hubiera creado una escisión tan grande y tan profunda, que fuera definitivamente insuperable. Intentó disuadir al sí mismo, pero aquél le respondió que amar o dejar de amar no estaba en su mano. Desde aquel día, cayó en una profunda melancolía. Pasa consigo mismo gran parte de su tiempo, y quien les encuentra ve a dos señores respetables hablar en voz baja, y uno de ellos, con la cabeza sumergida en una sombra, en ocasiones asiente y otras deniega.