Aquel señor vestido correctamente de gris, con gafas, un poco académico, que ahora está cruzando la calle —para ser exactos, está cruzando un autobús parado en el semáforo— es una alucinación. Ahora que las alucinaciones escasean y se han debilitado, él sirve de alucinación a tres personas: la primera es un señor viudo, que tiende a la introspección filosófica, y en ocasiones efectúa intentos de conversión, en general toscos e imprecisos a cualquier religión: con éste habla con palabras elevadas del Mundo, del Bien, del Mal y, más genéricamente, de Dios; la segunda persona a la que ofrece sus servicios es una señora agradable y melancólica, que anhela de manera imprecisa Amor y Verdad; y su obligación es la de persuadirla que ella no sólo es digna de ambos, sino en cierto modo acreedora respecto al cosmos; con ella no habla en absoluto de Dios, ya que se trata de una persona extremadamente terrenal, aunque desprovista de cualquier frivolidad o carnalidad; utiliza con frecuencia citas de poetas, que lleva anotadas en su cuadernillo de bolsillo, y que repasa con frecuencia; para ella debe simular en ocasiones que toca el piano, cuando, en realidad, lo toca un fantasma, un modesto músico bohemio, que se quedó sin castillo por culpa de la guerra. El tercer caso es el más pesado: se trata, en efecto, de un señor extremadamente nervioso y propenso a los presentimientos, destinado a morir dentro de dieciocho días en un accidente de automóvil. Con este hombre tiene una relación tempestuosa. No puede hablarle con la calma con que se dirige al señor que tiende a convertirse, ni con el lirismo con que acaricia el alma delicada de la señora; debe insultarle, agredirle, burlarse de él, porque así lo quiere el que ha de morir; temperamento dramático, desde que le ha asaltado el presentimiento del final inminente, quiere conseguir una crisis decisiva, quiere conocerse; va en busca de una conversión de sí mismo; y piensa que sólo podrá conseguirla hablándose a sí mismo con extrema brutalidad, sin precaución, sin amor, acosándose sin descanso, hacia la doble salida de la muerte y de la comprensión de sí mismo. A la alucinación le resulta penoso insultar a aquel señor, sabe que su brutalidad no le servirá de gran cosa; pero siente en sí mismo el ansia, el afán, la furia de aquel hombre que gasta sus últimas horas. Y mientras se ríe de él, en su intimidad la alucinación tácitamente le llora.