Los dinosaurios estaban muriendo: los grandes reptiles eran conscientes de ello, y discutían, cada vez con mayor lentitud, los grandes acontecimientos de una historia que había sido grande, gloriosa, incomparable. Los viejos se encerraban en una indolente conversación, o meditación solitaria, conscientes ahora de que todo gesto carecería de sentido, de que no les estaba reservada ninguna posterior grandeza, que podían pecar o dejar de pecar, todo era indiferente. Alguno de ellos intentó escribir, en estilo llano, una Historia de los dinosaurios, escrita desde el punto de vista de los dinosaurios de la última generación; pero se dio cuenta de que, por muy simple y desnudo que fuera, su lenguaje resultaría siempre incomprensible a cualquier raza que ocupara su lugar en el gobierno del mundo. Las abuelas y las madres no querían oír hablar del Fin de los dinosaurios; cuidaban a los últimos dinosaurios, jugaban con ellos, les enseñaban a rezar con palabras sencillas por sus muertos, para alcanzar la ayuda de los supremos y vivir una vida inocente y laboriosa. Pero los padres, los jóvenes, se torturaban: ¿por qué los dinosaurios, indiscutidos amos del mundo, cuyo tamaño y cuya tranquila violencia les otorgaban la inmunidad respecto a cualquier otro animal, por qué estaban muriendo? El Archimandrita, de piel rugosa y ojos saltones, atribuyó la culpa a la molicie de las costumbres y aludió a la ira de los supremos; el Librepensador, ágil y claro, se refirió al escaso espíritu de independencia e inadecuada alimentación; fueron propuestos como remedios el amor libre, la abolición del divorcio, la pena de muerte, la apertura de las cárceles: estaba claro que nadie entendía nada, salvo el hecho de que cada nuevo año veía sobre la tierra un número más exiguo de dinosaurios. Ya no discutían de fronteras, de derechos, de deberes, de moral, ni de sociedad; con resignación, con ira, con tristeza hablaban de los supremos. Recordaban que ninguno de ellos había conseguido jamás resolver el problema: ¿cuántos supremos había? Y ni siquiera hablar realmente con los supremos. Lo más que habían conseguido eran algunos juegos con las cartas que una profetisa, allá en los pantanos, seguía practicando. Los supremos les habían abandonado. Mientras tanto, en el abismo del cielo, los supremos se preguntaban por qué motivo ellos, los supremos, desconocedores de la enfermedad, estaban muriendo. Según la convicción más difundida, la culpa era de los dinosaurios, que les habían abandonado, que no les ofrecían sacrificios, y que habían dejado de contarlos.