CUARENTA Y CINCO

Cuando se levanta, a primera hora de la mañana, está obligado a hacerse una pregunta que no le gusta, y a la cual, sin embargo, no consigue escapar: en efecto, es posible que aquel día deba matar a alguien, o ser muerto, o matarse. En realidad, desde hace años se despierta con este interrogante pero nunca ha sucedido nada; no ha matado, no ha sido muerto, no se ha matado. De modo que podría decidir que su problema está, como suele decirse, mal planteado, ya que no responde a la realidad de sus días. Pero no es cierto: basta, en efecto, con que él esté implicado en el problema de matar. ¿Podrá preguntarse desde qué punto de vista basta? Él mismo se ha planteado la pregunta, y sólo ha encontrado una respuesta: que él, por motivos que ignora, debe ensuciarse de violencia homicida y suicida, debe conocer la destrucción de cerca, muy de cerca. Para conocer la destrucción no está obligado a atacar a un ser humano, ni a ser atacado por él, ni a atacarse con las propias manos: pero debe estar disponible e indefenso respecto a esas posibilidades. Ahora bien, él vive en un lugar solitario, donde, en realidad, sólo cabe el suicidio: porque, de tener que matar a alguien debería desplazarse a la ciudad, a tres días de viaje: y mientras tanto la orden podría cambiar. Pero él está convencido en el fondo de que la orden podría no llegar; ya que interesa menos la efectividad que la cualidad moral de la destrucción. Durante muchos años, ha considerado su condición como especialmente desdichada, y ha vivido en una situación de espera enervante y deprimente; se ha acostumbrado a la utilización de muchas armas, y ha cultivado la falta de piedad. Sin embargo, la falta de piedad no ha supuesto la formación de un hábito al odio, sino que ha generado más bien una especie de blandura, una suave indiferencia que abarcaba todos los seres, homicidios, muertos, suicidios. Entonces comenzó a sospechar que había sido implicado en una operación cuyo oscuro perfil no hacía más que vislumbrar pero que no tenía trazas de inhumanidad. Viviendo en la frontera de las destrucciones, sospechaba que había sido colocado a uno de los lados del mundo, y por tanto era de los pocos que tienen todo el mundo a la espalda, extenso e ignorante, lejano pero eterno, como una infinita e inmóvil aurora.