Una sombra veloz corre entre las alambradas, las trincheras, las siluetas nocturnas de las armas; el correo tiene prisa, le empuja una furia feliz, una impaciencia sin tregua. Lleva un pliego en la mano, y debe entregarlo al oficial que manda aquel reducto, escenario de muchas muertes, de muchos fragores y lamentos e imprecaciones. El ágil correo pasa entre los grandes meatos de la prolongada guerra. Ya está, ha llegado ante el comandante: un hombre taciturno, atento a los rumores nocturnos, a los estruendos lejanos, a los rápidos fuegos inaferrables. El correo saluda, el comandante —un hombre que ya no es joven, con el rostro arrugado— despega el pliego, lo abre, lee. Con la mirada atenta, relee. «¿Qué significa?», pregunta extrañamente al correo, ya que el mensaje no está en clave, y claras y habituales son las palabras con que está escrito. «La guerra ha terminado, comandante» confirma el correo. Consulta su reloj de pulsera: «Ha terminado hace tres minutos». El comandante alza el rostro; y con infinito estupor el correo descubre en aquel rostro algo incomprensible: un principio de horror, de espanto, de furor. El comandante tiembla, tiembla de ira, de rencor de desesperación. «Vete, carroña», ordena al correo: éste no entiende, y el comandante se levanta y le abofetea. «Largo o te mato». El correo huye, con los ojos llenos de lágrimas, de angustia, casi como si se le hubiese contagiado el espanto del comandante. Así que, piensa el comandante, ha terminado la guerra. Se vuelve a la muerte natural. Se encenderán las luces. Oye voces procedentes de la posición enemiga: alguien grita, llora, canta. Alguien enciende una linterna. La guerra ha terminado en todas partes, ya no queda ninguna huella de guerra, tanto las armas relucientes como las herrumbrosas son definitivamente inútiles. ¿Cuántas veces han apuntado para matarle aquellos hombres que cantan? ¿Cuántos hombres ha matado y ha hecho matar, en la legitimidad de la guerra? Porque la guerra legitima la muerte violenta. ¿Y ahora? El comandante tiene el rostro bañado de lágrimas. No es verdad: hay que dar a entender inmediatamente, de una vez para siempre, que la guerra no puede terminar. Lenta y fatigosamente, empuña el arma y apunta a aquellos hombres que cantan, ríen, se abrazan, enemigos en paz. Sin vacilar, comienza a disparar.