Aquel hombre encontrará a una mujer de la que no cree estar enamorado, y de la cual teme estar enamorado. Como es cauto, vigila sus propios sentimientos, los examina uno a uno. Ninguno de ellos es indicativo de enamoramiento, y sin embargo el permanente desaliento, el interrogatorio, confieren a cada sentimiento un tinte de culpa, bastante parecido al rubor del enamoramiento.
Aquella mujer encontrará a aquel hombre: no le ama, pero es extremadamente suspicaz respecto a cualquier posibilidad de amarle; por consiguiente, incluso sin amarle, se comporta como una mujer que se niega a sí misma y a los demás un amor que no existe. Ambos son sutiles en los «distingos» y por consiguiente desconfían el uno del otro; y, sin embargo, siguen buscándose.
Sus discursos son cultos y no están exentos de una cierta vergonzosa pasión; no hay duda de que los temas de que se ocupan y que a nosotros no nos incumben les inflaman con un auténtico interés abstracto, mental; ambos poseen, en efecto, una sólida vocación intelectual; más robusta en la mujer, más volátil e inconstante en el hombre. Ambos admiten que el otro está dotado de una rica y agradable comunicatividad; tal vez, ninguno de los dos podría encontrar interlocutores tan pertinentes, La celosa custodia de la severidad de sus sentimientos hace que tiendan a discursos intensamente genéricos, agudamente abstractos ásperamente ideales. No hablan de personas, no citan personas vivas conocidas por ambos, evitan firmemente referirse a seres corpóreos, en tanto que tales.
Piensan que sería muy oportuno proseguir esos discursos una vez muertos, de no ser por el problema que se ignora si los muertos saben tanto que ya no tienen nada sobre qué discutir, o si ya no pueden discutir en tanto que muertos. Cuando, sin comunicárselo, les afloran estos pensamientos, experimentan una efímera pero no superficial angustia. Les agrada sobremanera discutir entre sí. Les gustan las voces, les gustan los temas, las dudas, las perplejidades, las excepciones, las objeciones, la paradoja, los silogismos, las metáforas. Con un extraño y mental espanto, piensan en una vida sin la voz del otro. Y entonces, por un instante, enmudecen, ya que desconfían mucho y desconfiarán siempre de la vocalidad de la voz, vanidosa custodia de la pureza de los conceptos.