Con el tiempo, se ha convertido en un apasionado de la espera. Le gusta esperar. Puntualísimo, detesta a los puntuales, que le privan, con su maniática exactitud, del increíble placer de aquel espacio vacío, en el que no sucede nada humano, previsible, actual, en el que todo tiene el olor risueño e indefinible del futuro. Si la cita es en una esquina, se complace en fabular todos los posibles equívocos: y va de una esquina a otra, regresa, mira alrededor, a lo lejos, cruza la calle; la espera se hace aventurosa, inquieta, infantil. Hubo un tiempo en que un retraso de diez minutos le provocaba una ira sorda, como si hubiera sido insultado. Ahora quisiera retrasos de quince, veinte minutos. Pero debe tratarse de un auténtico retraso; por consiguiente, no sirve llegar antes. En ocasiones la espera es inmóvil; encuentra algún objeto sobre el cual sentarse, y se apoya en él y balancea una pierna, simplemente; se contempla la puntera del zapato, cosa que no podría hacer en ningún otro momento del día. Si el retraso se prolonga, cambia de pierna, y se examina una rodilla; luego se saca el sombrero y estudia atentamente el forro; deletrea el nombre y la dirección del sombrerero; vuelve a ponerse el sombrero en la cabeza, luego charla un poco consigo mismo, como si fuera un desconocido que acaba de encontrar: habla del tiempo, de la moda, hasta de política, pero con cuidado porque nunca se sabe qué ideas tiene el otro. Le gusta fijar citas en lugares resguardados, por ejemplo porches, que le permiten caminar prolongadamente, saborear cualquier demora, con el lento placer de un anfitrión que espera a sus invitados, en medio de un jardín. En realidad, durante las esperas, él se convierte en el propietario de la esquina, de la calle, del lugar señalado para el encuentro; allí se instala en tanto que anfitrión, y el retraso es el don natural que un propietario generoso concede a los extranjeros que vienen de lejos —mientras él jamás sale de casa—. Si el tiempo se llena de nubes y de viento, sugiere citas en las proximidades de las iglesias. Si llega a llover, le gusta enormemente refugiarse en la iglesia, casi siempre oscura y semivacía, y ejercitar allí la clandestina piedad de la espera. Cuenta los cirios, saluda con un movimiento de cabeza a San Antonio con un huérfano en camiseta, y mira, fijo, por el lado del altar, con el cuerpo relajado, sin impaciencia, con una secreta esperanza, en aquella ilusión de espera que es la obra maestra de su existencia.