TREINTA Y DOS

Aquel señor es de yeso. Naturalmente, es un monumento. Podría también ser de mármol, pero el Ayuntamiento ha elegido el yeso, porque es más barato. El señor de yeso no se siente ofendido; el yeso no es una cosa muy esplendorosa, pero sí digna; se ensucia, que es una señal de trabajo y de vida cotidiana, una vida noble. Al ser de yeso, tiene probablemente familia: una señora de yeso en un parque, un par de chiquillos de yeso en un jardín privado, o en la entrada de una inclusa. Es sabido que los monumentos de mármol carecen de familia. El mármol es bello, de hermosos reflejos, limpio, pero muy glacial. Ningún señor de mármol tiene una esposa de mármol, salvo en los casos excepcionales en los que, por razones dinásticas, han debido poner juntos a un matrimonio real. El señor de yeso está razonablemente contento de cómo le han vestido: pantalones un poco estrechos, sin vuelta, chaqueta con arrugas, como si soplara el viento: un chaleco con todos los botones, del cual se siente muy orgulloso, porque un chaleco es un indicio de una decorosa carrera. Bajo la axila derecha le han puesto un libro. No tiene idea de qué libro se trata, porque el título da a la calle, para que lo lea la gente —realmente, a excepción de algún niño ocioso, nunca lo lee nadie—. No sabe de qué trata ese libro, ni si le pertenece o sólo se lo han prestado. Le molesta no poder leer el título; ha intentado descifrarlo en los labios desnudos de los chiquillos, pero no lo ha conseguido. Hay otra cosa que le molesta, que le molesta un poco; él está de pie —realmente, sabe que hay monumentos sentados, pero eso no le preocupa— sobre una base, y la base lleva algo escrito. Debe ser el nombre, fecha de nacimiento y de defunción. En tanto que monumento, las fechas no le interesan; le interesa el nombre, porque es el nombre del señor de quien es monumento. Él está contento de ser un monumento, pero ¿por qué no decirle de quién? Bueno, lo importante es ser un buen monumento, y entretenerse con las palomas que vuelan sobre su cabeza. Lo que el monumento no sabe es que el señor del cual el señor de yeso es monumento, está furioso. ¡Él, de yeso! ¡Él, las palomas! ¡Él, con aquel libro bajo el brazo, él que ha escrito tantos, y mucho más voluminosos e importantes! El señor está furibundo; por otra parte, siempre ha tenido un pésimo carácter. Desde que ha muerto, y ya hace de eso veinte años, no ha vuelto a pasar por aquel lugar. Sólo, cuando llueve a cántaros, se asoma por una calleja, espera que el hombre de yeso se rompa, se desmorone, se disuelva, él y sus cacas de palomas. Es una lástima que nadie le diga lo contento que se siente aquel señor de yeso de ser su monumento, y también su mujer, que es Clío, musa de la Historia.