Puestos a ser sinceros, este hombre no está haciendo absolutamente nada. Está ocioso. Yace tendido en la cama, se despereza, cambia de posición. Pasea por la casa. Se prepara un café. No, no se prepara un café. No, no pasea por la casa. Piensa en las cosas maravillosas que podría hacer, y siente un ligero malestar, que, sin embargo, resultaría exagerado llamar remordimiento. Simplemente, no hacer es un tipo de hacer al que no está en absoluto acostumbrado. De ser un militar, piensa, uno de esos militares que sólo se sienten hombres cuando retumba el cañón, y hay una razonable probabilidad de morir o quedar mutilado, y en cualquier caso de metamorfosearse en monumento, debiera decir que no sólo me comporto como si el cañón no retumbara, sino casi como si se hubiera declarado la paz universal, conjuntamente con la destrucción de los monumentos. ¿Cómo se sentiría dicho militar? Un hombre inútil. Pero existe una diferencia fundamental: en efecto, ese militar sería verosímilmente desgraciado, y acabaría por entablar una pelea con un guardia urbano, que, por llevar un uniforme, sería susceptible de ser considerado un enemigo. Y, prosigue este hombre, yo no soy desgraciado. No, tampoco soy feliz, no soy tan desvergonzado. Y entonces me digo que me encanta. Supongamos, mi cómoda: ahora bien, mi cómoda es un objeto feo y desvencijado, y si me encanta, quiere decir que lo trato como a un buen perro que no muerde a nadie y que no ensucia el suelo. También me gusta la lamparita aunque sea una lámpara falsa y algo idiota. Adoro las zapatillas, que cumplen su oficio bastante limitado con una inefable pasión; jamás unos pies de dioses o de santas fueron mantenidos en tan afectuosa custodia. Ahora bien, no se puede pensar nada bueno de un tipo que confiesa que ama sus zapatillas. En efecto, intenta no pensar. Pero, a decir verdad, no lo consigue. No se puede decir, hablando con propiedad, que él piense, pero tiene la impresión de que, alguna parte, alguna zona suya ensordecida en general por otras partes, está pensando rapidísimamente, o formulando proyectos, o meditando cosas, cosas —quién sabe luego qué tipo de cosas—, nada serio, digamos, nada verdadero: pero con tanta habilidad y astucia y celeridad que le elimina cualquier posibilidad de sentirse culpable. Durante unas horas, su oficio sólo es el de escuchar el reloj. Pero ¿qué reloj? Ah, realmente no lo sabe. No, desde luego, el que lleva en la muñeca, y que ha medido desde siempre su trabajo. Es posible que un tictac procedente de alguna parte simule el pensamiento, y marque —por un instante le parece claro— horas que todavía no existen, que nunca han comenzado.