TREINTA

A las diez y media de la mañana, un señor gordo, con barba, y un traje algo ajado, se dio cuenta de que poseía la facultad de realizar milagros. Bastaba un gesto muy simple: deslizar el pulgar de la mano derecha sobre las puntas del índice, medio y anular de la misma mano. Naturalmente, la primera vez había sucedido por casualidad, y había curado instantáneamente a un gato anémico. Se trataba de milagros, no de «realizaciones de deseos». Cuando hizo el mismo gesto y pidió dinero —precisó la suma, muy razonable— no ocurrió nada. Debía favorecer a alguien. Curó a un niño, calmó a un caballo, aplacó la furia de un loco homicida, mantuvo en equilibrio una pared que amenazaba con derrumbarse sobre abuelos y nietecitos. Desagradable: no había otra palabra. Jamás hubiera imaginado que ser taumaturgo resultara tan —¿cómo decir?— cheap. El punto a favor del señor gordo era uno solo, pero importante: él no era creyente. No era, para ser exactos, ateo, ya que no tenía un espíritu filosófico; pero todas las religiones le fastidiaban. ¿Y por qué le había tocado precisamente a él esta historia de los milagros? Supongamos que este hecho demostrase la existencia de un Poder supremo, ¿de qué poder se trataba? Había docenas de dioses, semidioses, demonios, trasgos, fantasmas. A él no le interesaba hacer milagros. ¿Qué era? ¿Una burla? ¿Un intento de convertirle? ¿Una manera de «confundirle»? El señor gordo estaba enfadado. Cuando llegó al milagro número cuarenta, y se dio cuenta de que la cosa comenzaba a divulgarse, decidió hacer algo. Fue así como entró con viva repugnancia en la iglesia de un barrio en el que no había realizado ningún milagro, y se enfrentó a un cura. No ocultó nada: no sólo precisó que no era creyente, sino que aquellos milagros podían proceder de un Dios totalmente distinto al que se adoraba en aquella iglesia. El cura no mostró el menor estupor. «No es el primer caso», dijo, «aunque entre nosotros no haya ocurrido nunca. ¿Casado?» «No». «¿Por qué no se hace sacerdote?» «Pero yo no soy creyente» replicó. «¿Y quién lo es, ahora?» «Mire, usted hace milagros: si fuese matemático, le diría que se hiciera ingeniero». El penúltimo milagro del señor gordo fue el de convertir al cura y obligarle a hacer penitencia; el último, abolirse a sí mismo, para que el cura se convenciera de que había sido objeto de un milagro. Este último milagro fue muy apreciado por los expertos.