«Pero ¿qué hace usted en este lugar?», dijo una voz atónita dirigiéndose a un señor anciano, vestido de oscuro, que llevaba en la mano un absurdo paraguas. «¿Qué?», exclamó con acento extranjero, el anciano señor. «Pero ¿usted está muerto?» «No, muerto no», replicó el señor anciano. «¿Aquí hay muertos?» «Pero ¿cómo ha conseguido entrar?», prosiguió, más perplejo que irritado, el primero, un joven que tendía por su naturaleza a ser respetuoso con los ancianos. «Espere», añadió, y se acercó a otro joven ocupado en desplazar grandes ovillos de una materia filamentosa y liviana. El señor anciano se dio cuenta de que ambos jóvenes vestían el mismo uniforme azulado, un poco vulgar, de repartidores, no pudo menos que pensar. El segundo guardián se acercó al señor anciano de manera claramente alarmada: «Tenga en cuenta que esto es grave», dijo, «aquí no entra nadie vivo». «¿Estoy en el infierno?», dijo, sin el menor sarcasmo, pero con mucha curiosidad, el señor anciano. «No, claro que no», dijo el guardián bueno, «sólo que éste es un lugar secreto, ¿entiende? ¿Ahora está usted durmiendo?» «Claro que sí», respondió el anciano, «son las dos de la madrugada» y consultó el reloj, «y mañana tengo que levantarme pronto». «Entonces debe haber llegado aquí a través de un sueño» dijo el primer guardián al segundo. «¿Lo matamos?» «¿Estás loco?», replicó el otro. «¿Matar al profesor?» «Bueno, no me digas que no nos hemos metido en un buen lío. Ahora lo ha visto todo. ¿Dejamos que se vaya?» El profesor les miraba atentamente, como entendiendo y dejando de entender. «¿Judío, eh?», dijo, con aire cordial, el primer guardián. El señor asintió. «Aquí nos estamos ganando el despido», murmuró el segundo. «Un momento» replicó el primero, con acento ligeramente milanés. Se dirigió al señor anciano. «¿Usted sabe dónde está?» El señor respondió con un ambiguo gesto de cabeza. Luego añadió: «Pero he llegado aquí por casualidad, a través de un sueño». Se oyó otra voz desde una barandilla: «¡Necesito los incestooooos!» «Dioses del cielo, los incestos», exclamó el segundo, y corrió hacia sus enormes ovillos. «¿Ha entendido?», el joven miró al anciano con reverencia. «Ahora usted se vuelve a la camita, pero ya es de los nuestros». El señor esbozó la sombra de una sonrisa. «Mire, de día no sabrá nada, pero de noche, ahora, lo sabe todo. Y en tal caso no podemos dejar que se vaya así, al buen tuntún. ¿Entiende?» Y a partir de entonces el profesor desempeña, de noche, pequeños papeles en los sueños de señores ricos, entre graciosos y amenazadores.