VEINTIOCHO

Incitado por un extraordinario y absurdo dibujo de las nubes a la hora del alba, el Emperador llegó a Cornualles; pero el viaje había sido tan trabajoso, tan tortuoso y plagado de equivocaciones, que guardaba un recuerdo muy impreciso del lugar del que había partido. Había salido con tres escuderos y un faquín; el primer escudero había huido con una gitana, después de una desesperada discusión con el Emperador durante una noche poblada de rayos; el segundo escudero se había enamorado de la peste, y por ningún motivo quiso abandonar una aldea devastada por la epidemia; el tercer escudero se había enrolado en las tropas del siguiente emperador, y había intentado asesinarle; el Emperador se había visto obligado a considerarle condenado a muerte, y fingió ejecutar la sentencia cortándole el cuello con el dedo meñique; luego los dos rieron, y se despidieron. El faquín permaneció con el Emperador. Ambos eran silenciosos, melancólicos, conscientes de perseguir un objetivo no tan improbable como irrelevante, tenían ideas metafísicas muy imprecisas, y cuando encontraban un templo, una iglesia, un santuario, no entraban, ya que, por diferentes motivos, estaban convencidos de encontrar en ellos sólo mentira, equívocos, desorientación. Al llegar a Cornualles, el Emperador no ocultó su malestar: no entendía la lengua, no sabía qué hacer, sus monedas eran examinadas con atenta suspicacia por villanos desconfiados. Quería escribir a Palacio pero no recordaba la dirección; un Emperador es el único que puede o debe ignorar su propia dirección. El faquín no tenía problemas, estar con el Emperador desorientado era la única manera de averiguar la orientación. Con el paso del tiempo, Cornualles se abrió al tráfico de mercaderes y turistas: y un profesor de historia de Samarcanda (Ohio) reconoció el perfil del Emperador, que ahora pasaba sus días en el pub, servido por su taciturno faquín. La voz de que el Emperador estaba en Cornualles se difundió rápidamente, y aunque nadie supiera qué era un Emperador y de qué parte del mundo procedía, la cosa halagó a los indígenas. Le sirvieron la cerveza gratis. La aldea que le albergaba incluyó una moneda suya en su escudo de armas. El faquín recibió un genérico título nobiliario, y el Emperador, que ya chapurrea la lengua del lugar, se casará dentro de unos días con la hermosa hija de un guerrero deprimido, ahora lleva reloj y come pastel de miel: dicen que en las próximas elecciones será candidato liberal, y perderá con honor.