VEINTICUATRO

El señor con los bigotes negrísimos y cuidadosamente recortados viste, a las cuatro de la tarde, un pijama. De vez en cuando se echa en la cama, o vagabundea por la casa, y finalmente se reclina en un cómodo y acogedor sillón. Hojea un libro, y sólo mira su título después de haber leído dificultosamente una página. Siempre se equivoca de libro. A decir verdad, no está enfermo, no tiene fiebre pero ha decidido que tiene el derecho a comportarse como si lo estuviera. Posee una mente fértil, pero hoy se ha entregado en manos de una solitaria torpeza. Aunque conversador desenvuelto, hoy está taciturno; si alguien le llama por teléfono, queda desorientado ante su voz, que muestra unos agudos vidriosos, ligeramente histéricos. El señor de pijama podría estar bajo los efectos de una molesta borrachera; pero, en realidad, la noche anterior ha bebido con moderación. Pese a ello, su inteligencia, que nunca ha sido extraordinaria, está ofuscada; nada le interesa, y tiene la sensación de haber entrado en la casa de un extraño. Tal vez se deba al tiempo, que lleva algunos días siendo pesado, húmedo, mortecino; o tal vez su cuerpo, que ya no es joven, está incubando alguna enfermedad; o bien la enfermedad, iniciada hace unos meses, acaba de llegar a la superficie de su cuerpo. Se formula estas preguntas con indiferencia. No es un ser superior; pero hoy le es imposible ocuparse con atención hasta de su propia y posible enfermedad. Contempla con fatigado interés las esquinas de una mesa, y se le ocurre pensar que en una sociedad sabia las mesas no debieran tener esquinas, ¿o se dice cantos? No, los cantos los tienen los armarios. En cualquier modo, tampoco debieran existir cantos. Los libros debieran ser redondos: pelotas escritas por dentro. Ríe, y después experimenta una blanda vergüenza. Se considera estúpido, y quisiera irritarse consigo mismo, pero ni siquiera eso consigue. Se pregunta con severidad por qué no intenta vivir como un «héroe positivo». Será por culpa del padre: le han dicho que bebía. Los padres que beben engendran hijos enfermizos. Vuelve a pensar en su padre, recuerda con indiferencia dos o tres momentos, tomados al azar, de su infancia. Tiene sueño, pero sabe que no es el sueño nocturno, de los sueños y fantasmagorías y del reposo. Pero tampoco es el sueño de la muerte. Se siente demasiado idiota, no hay para tanto. «Los idiotas también mueren» se dice, como para darse ánimos. Sacude la cabeza, como para decir: «Vaya cosas que se llegan a decir».