VEINTITRÉS

Se despierta mucho antes del amanecer, alterado por la convicción de haber realizado un delito. Hace tiempo que su sueño es intranquilo, interrumpido por frecuentes insomnios. Por la mañana las sábanas aparecen muchas veces revueltas, desordenadas, como si durante muchas horas hubiese luchado con los anillos de una serpiente. Se le ocurre pensar que en aquellas noches ha estado preparando un delito, una acción cruel e inhumana, que esta noche ha llevado a cabo. No pocas veces los sueños le siguen perturbando durante buena parte del día. Piensa que ha soñado con un delito, que se ha despertado por el horror de lo que ha hecho, que lo ha olvidado en el inquieto cementerio del inconsciente. Pero no ha olvidado la sensación de angustia, de extravío, y a la vez de fuerza que sin duda ha animado sus propósitos durante un sueño que presupone largo, intrincado, laberíntico, decisivo. Piensa que tal vez después de ese sueño dejará de tener pesadillas y podrá descansar en paz. Es posible que fuera, en aquel sueño, el asesino a sueldo que actúa a las órdenes de un misterioso personaje. Nabucodonosor vive ahora solo en los sueños, pero sigue siendo, entre las sombras, el que decreta crímenes atroces. Él ha matado, ahora está a salvo. El Rey no volverá a darle órdenes de ese tipo; el pueblo de los durmientes es una multitud de asesinos profesionales.

Está nervioso, se levanta, quiere caminar por casa, en espera de que su cuerpo se aplaque; se da cuenta de que está temblando. Se detiene, horrorizado. Bajo una puerta cerrada se extiende una mancha de sangre. ¿Está soñando? ¿Ha pasado de un sueño a otro sueño? ¿O realmente en aquella casa se ha producido un delito? ¿Puede un muerto en sueños ensangrentar hasta ese punto el suelo? Lentamente, abre la puerta. En la oscuridad, tiene la impresión de descubrir un cuerpo tendido, en medio de la habitación. No se atreve a encender la luz. Contempla la mancha de sangre, que sigue extendiéndose; retrocede, regresa a su habitación, tembloroso. ¿Qué es lo que golpea los cristales? ¿El viento, un ave nocturna, una rama, una mano? Súbitamente, recuerda el sueño. Un gran pájaro con rostro de mujer surca un cielo nocturno y se dirige hacia él, sin ruido, con extrema lentitud. El rostro que vislumbra es atento y paciente. Pero de una amplia herida gotea sangre a lo largo de la mejilla. Es un rostro que ha combatido, deduce. Ahora comprende las noches intranquilas, y el espanto de aquel sueño. De repente enciende las luces: sí, la mancha de sangre ha desaparecido; abre violentamente la puerta, no hay nada, ningún cadáver, sólo una ventana cerrada.