VEINTIUNO

A cada despertar matutino —un despertar reacio y que cabría definir perezoso—, el señor comienza con un rápido inventario del mundo. Hace tiempo que se dio cuenta de que cada vez despierta en un punto diverso del cosmos, aunque la tierra, que es su habitáculo, no aparezca extrínsecamente cambiada. De niño, estaba convencido de que, en los movimientos a través del espacio, la tierra pasa a veces cerca o incluso por dentro del infierno, mientras que nunca se le concede pasar por el interior del paraíso, porque dicha experiencia haría imposible, superflua, irrisoria, cualquier posterior continuación del mundo. Así que el paraíso debe evitar a la tierra a cualquier precio, para no lesionar los planes cuidadosos e incomprensibles de la creación. Aun ahora —hombre adulto, que conduce un automóvil de su propiedad— algo de esa hipótesis infantil no le ha abandonado. Ahora la ha secularizado ligeramente, y la pregunta que se plantea es más metafórica y aparentemente distanciada: él sabe que, durante el sueño, todo el mundo se ha desplazado —como demuestran los sueños— y que cada mañana los fragmentos del mundo, estén o no implicados en una partida, aparecen diferentemente colocados. No pretende saber lo que significa este desplazamiento, pero sabe que a veces advierte la presencia de abismos, tentaciones de derrumbamientos, o extrañas y extensas llanuras por las que le gustaría rodar —con frecuencia piensa en sí mismo como en un redondo cuerpo celeste— prolongadamente; a veces tiene una confusa impresión de malezas, otras una sensación excitante pero en más de una ocasión desagradable, de estar iluminado por varios soles, no siempre recíprocamente amigos. Otras veces escucha nítidamente un fragor de olas, que pueden significar tempestad o calma; y no falta la ocasión en que se revela brutalmente su propia posición en el mundo: por ejemplo, cuando unas mandíbulas crueles y aplicadas le aprietan la nuca, como debió haber ocurrido innumerables veces a sus antepasados muertos entre los dientes de fieras cuya cara jamás ha visto. Hace tiempo que ha aprendido que nunca se despierta en su propio dormitorio: ha decidido, incluso, que no existe tal habitación, que paredes y sábanas son una ilusión, una ficción; sabe que está suspendido en el vacío, que es, al igual que las demás personas, el centro del mundo, del cual parten infinitos infinitos. Sabe que no podría resistir a tanto horror, y que la habitación, y hasta el abismo y el infierno, son inventos destinados a defenderle.